lunes, 17 de agosto de 2015

Mi tío Bernardo.

No siempre las cosas han sido como ahora. Vocablos que hoy son muletillas cargantes, habituales en boca de gente joven y no tanto, como los socorridísimos “tío" y "tía”, en mi pueblo, históricamente, han representado un tratamiento respetuoso que se daba a las personas de cierta edad. Obviamente, también se han utilizado para designar a los hermanos y primos de nuestros padres, aunque en este caso solían acompañarse del posesivo “mi”, alusivo al vínculo parental distintivo (mi tía Carmen, mi tío Germán). Hoy voy a recordar a uno de ellos.

Mi tío Bernardo Corachán Obrador debió nacer, como mi padre, en la primera década del siglo XX y abandonó esta vida casi con él, cuando iniciaba su último decenio. Hijo de Manuel -hermano de Carmen, mi abuela paterna-, ambos chivanos de pro y horneros por tradición familiar. Se casó con mi tía Amparo, una moza de Siete Aguas, bien plantada y de buena talla, con la que tuvo cuatro hijos: Amparo, Manolo, Emilia y Bernardo. Gentes de bien, como sus padres; cada cual a su manera, pero todos buena gente.

Era un hombre de escasa estatura pero de complexión fuerte. Una persona de cara ancha y oronda, expresiva y simpática. Lucía una frente amplia y despejada, sustentada por unas cejas espesas y gruesas, relativamente separadas, que enmarcaban unos ojos despiertos, intensos y vivarachos. Una nariz bien definida coronaba su boca grande, de labios carnosos –como los de todos los corachanes- permanentemente prestos a la sonrisa, que encuadraban unos dientes prematuramente ambarinos por efecto del tabaco. Mi tío era hombre de mejillas rollizas y orejas grandes -un poco de soplillo- con un cuello corto, grueso y vigoroso. Sus manos eran tan poderosas como ágiles, tan firmes como sensibles. Y sus piernas, que nunca vi, siempre las imaginé robustas, imprescindibles para abastecer su rápido discurrir, rematadas con unos pies cortos y anchos, calzados permanentemente con zapatillas de loneta blanca y esparto. Un hombre de tez desvaída, fruto de su permanente reclusión en la tahona, con un cabello blanco y ralo que dejaba a la intemperie su oronda cabeza de patricio romano.

Mi tío fue una persona que ejemplificaba a la perfección la condición de campechano: llano, cordial, franco, afable y sencillo; poco dado a ceremoniales y formulismos y dispuesto siempre a soltar o a reír cualquier ocurrencia. Creo que fue persona sincera y feliz. Y muchas más cosas. Fue un trabajador incansable, tenaz, inteligente, educado, generoso y humilde. Un ser con una inteligencia emocional portentosa. Un adelantado a su tiempo, aunque ni lo supo ni lo imaginó. Alguien que, como todos, intentó ser feliz y creo que lo consiguió, porque estoy convencido que logró cuanto se propuso.

En el ámbito profesional supo combinar tradición y modernidad. Mantuvo en su negocio las virtudes de la panadería tradicional, complementándola con una sección de exquisita repostería artesanal, que poco menos que acabó siendo su esencia. La gente, especialmente los transeúntes de los fines de semana, paraba exclusivamente para comprar mucha más repostería que pan. Armonizó esa deriva distintiva con la modernización del tradicional negocio del pan, introduciendo en su tahona maquinaria que facilitaba el amasado y otros elementos complementarios para realizar la cocción del pan y la repostería, combinando el combustible tradicional con el gasóleo. Las caldas que se fabricaban cada día, quemando ramas de algarrobo, lentisco, almendro y otras especies, se complementaban circunstancialmente, según la demanda, con el instantáneo y abrumador aporte calórico de una bomba de gasóleo instalada en un lateral del horno.

Panadería Corachán. Chiva.
En la dimensión personal no tengo duda alguna de que acertó plenamente en su desempeño como compañero de su mujer y padre de sus hijos. Recuerdo a todos mis primos con una salud mental envidiable (también ahora, que empiezan a ser octogenarios y que tienen vivido y pasado lo suyo), y con un respeto, reconocimiento y devoción por sus padres unánime. Asimismo, las relaciones que observé entre mi tío y mi tía el tiempo que conviví con ellos me parecieron siempre excepcionales. Era una evidencia la complicidad de ese matrimonio, desde todos los puntos de vista. Yo creo que convivir con mi tío no debía ser muy difícil pero es un punto de vista subjetivo, seguro que tendría sus cosas. Por ejemplo, era una persona con genio, que sacaba de vez en cuando. Socarrón, jovial, rígido cuando era necesario y flexible cuando lo exigían las circunstancias. Era un individuo inusual para su tiempo: cariñoso, detallista, amable, optimista, amigo de sus amigos…

Una persona que, aunque medró en sus negocios e hizo un importante patrimonio, jamás dejó que el nuevo tener impregnarse un ápice su manera de ser. Durante los cincuenta años que puso su negocio al servicio de sus clientes y clientas nadie detectó en su comportamiento un atisbo de la prepotencia que caracteriza a los nuevos ricos. Siempre entendió su trabajo como un servicio público que era la fuente de sus recursos. Unos recursos que jamás se le subieron la cabeza y que siempre administró con tiento y sabiduría. Porque acopiarlos no le quitó el sueño, los logró porque eran la consecuencia de su manera de actuar, pero no porque su objetivo fuese hacerse rico. Yo creo que visualizaba la riqueza viendo el ajetreo, la actividad, la complacencia y la satisfacción de cuantos le rodeaban. Ese era su verdadero patrimonio: la colectividad en la que se reflejaba, en la que se proyectaba y para la que vivía. Creo que esa era la síntesis más genuina de mi tío Bernardo.

Tuve la fortuna de vivir en su casa, gratis et amore, durante 4 ó 5 años. Allí me acogieron y fui tratado como uno más de la familia, sin distingos de ninguna clase, como todos los que aparecimos por allí. Cuando tocaban regañinas o reproches los hubo, como hubo besos y lisonjas, por cierto, bastante más abundantes que las reprimendas. Allí fui uno más entre su prole. Una familia que tuvo la suerte de vivir en un ecosistema variopinto, plural, tolerante, educado y, por encima de todo, sano, a más no poder.

De mi tío Bernardo se puede predicar casi todo. Fue un fulano que no se perdió un puñetero entierro en su pueblo desde que se reconoció con entidad para representar a su casa en semejantes trances. Un personaje que iba a Valencia, a resolver asuntos profesionales en el Gremio de Horneros, y aprovechaba la media hora que le sobraba antes de tomar el autobús de regreso para meterse en un cine de sesión matinal y descabezar una siesta del borrego (el sueño era su auténtica asignatura pendiente), de la que lo despertaba el acomodador al que previamente había dado la propina para salir triscando. ¿Qué se puede decir de una persona capaz de aguantar cuarenta años consecutivos repitiendo la misma rutina diaria, sin queja alguna: a las 14:30 comida; a las 15:00, café en la Mutua; a las 15:15, a la cama: y a las 10 de la noche, en pie, cena, café en el Bar Madrileño, y, sin pausa, a elaborar la levadura para elaborar más tarde el pan de mañana? ¿Qué argüir de alguien cuyo hogar parecía, como decía mi padre, la casa de “Pepe Merda”, un lugar donde todo el mundo era bienvenido y encontraba acogimiento, comida, y hasta trabajo?

Confesaré por enésima vez mi admiración por una persona aparentemente descreída, que sin embargo dejaba de fumar cada Semana Santa para guardar la cuaresma. Por alguien que no conocía el significado de las palabras descanso o vacaciones (entonces se hacía pan todos los días, incluidos los domingos), que jamás se tomó un día libre en su trabajo, excepto para ir cada septiembre a Garaballa, a ver la Virgen de Tejeda. ¿Qué se puede decir de quien parecía querer igual a sus hijos que a quienes no lo éramos? ¿O de quien sin pretenderlo nos enseñó a ser generosos, inteligentes y honorables? ¿Qué se puede contar de alguien que pudo subir al Everest y se quedó tranquilamente en su casa por voluntad propia?

Bernardo Corachán fue un hombre grande que, sin pretenderlo, estuvo dándonos lecciones de vida diariamente, hasta en sus últimas horas. Jamás olvidaré la última vez que lo ví, viudo ya de su querida Amparo, viviendo sus últimos días en casa de su hija, vencido por la enfermedad y entregado a lo imposible. Débil y rendido, como nunca lo imaginé. También entonces aprendí de su postrera lección.

Mi tío Bernardo, una referencia imprescindible.

sábado, 15 de agosto de 2015

Ontología

Hace muchos años que mi profesor de filosofía, don Fernando Puig, me enseñó el significado etimológico de la palabra ontología y también el objeto de estudio de esta rama de la metafísica que se ocupa de lo que es, o de lo que hay, como se prefiera. En sus clases nos decía que era una disciplina que intenta responder a preguntas de carácter general, como las siguientes: ¿qué es la materia?, ¿responden todos los fenómenos a ciertas leyes?, ¿qué son el espacio y el tiempo?, ¿qué hace reales a los objetos?, ¿existen las causas finales?, ¿se da realmente el azar? Con el paso del tiempo, he deducido que muchas de las llamadas preguntas filosóficas son realmente preguntas ontológicas; algunas verdaderamente trascendentes, como las que cuestionan la existencia de Dios o la de las construcciones mentales, como las ideas y los pensamientos, por no mencionar el peliagudo asunto de los llamados “universales”.

Algún tiempo después, transitando por la Escuela de Magisterio y por la Universidad, debí profundizar en aquellos interesantes rudimentos filosóficos que aprendimos en el instituto, de la mano de Doña Manolita Pascual y del profesor Espadero. Empecé a reconocer la ontología como disciplina distinta de la metafísica y me acerqué al pensamiento de Kant, que defendía que su objeto de estudio son los conceptos que residen a priori en el entendimiento y que se utilizan en la experiencia, dándole un sentido más inmanente del que había tenido para la escolástica tradicional. Todo ello me dio la oportunidad de acceder a otras aproximaciones a la disciplina ontológica que llevaron a cabo reconocidos filósofos como Husserl, Heidegger o Hartmann.

Actualmente tengo casi olvidados estos asuntos, aunque confieso que los he reverdecido periódicamente al leer o conocer cosas que, si bien no constituyen especulaciones ontológicas propiamente dichas, si tienen alguna relación indirecta con la disciplina. Recuerdo una  de ellas que tengo asociada a un proverbio hindú que asegura que sólo poseemos aquello que no podemos perder en un naufragio. Para que se entienda el razonamiento, diré que hace tiempo me contaron una leyenda que hablaba de un viejo viajero que llegó a las afueras de una aldea y decidió pasar la noche durmiendo bajo un árbol. Cuando estaba a punto de coger el sueño, se le acercó un joven, se detuvo ante él y le dijo tajantemente: dame la piedra preciosa. Tras el desconcierto inicial, el viejo se serenó y le respondió: no sé de qué me hablas. El joven se quedó igualmente sorprendido, pero decidió sentarse frente a él y le contó que la noche anterior había soñado que alguien le decía que, si al día siguiente veía a las afueras de su aldea alguna persona con apariencia de viajero, debía dirigirse a ella porque le daría una piedra preciosa que le haría rico para siempre. Cuando escuchó su relato, el viejo rebuscó en su bolsa y extrajo una piedra del tamaño de un puño. Se dirigió al muchacho diciéndole: tal vez quien te hablo en tus sueños se refería a una piedra como esta; la encontré junto a un río, me pareció bonita y me la guardé. Toma, ahora es tuya. El muchacho no daba crédito a lo que tenía entre sus manos, que era una guijarro brillante, espectacular y fantástico. Lo cogió y regresó a su casa dando saltos de alegría, convencido de que era una pieza valiosísima. Esa noche el viajero se durmió plácidamente bajo el cielo estrellado, mientras que el joven, tras comunicar a su familia el hallazgo, intento dormir pero no logró conciliar el sueño porque su pensamiento lo monopolizaba el temor de que le robasen el tesoro que había conseguido. Cuando amaneció decidió ir en busca del viajero, que se encontraba recogiendo sus cosas bajo el árbol. Se dirigió a él y le dijo: toma, aquí tienes tu piedra, te la devuelvo; sólo quiero hacerte una pregunta más: ¿puedes enseñarme a conseguir la riqueza que te permite desprenderte de este diamante con tanta facilidad?

Vermeer, El astrónomo (Museo Louvre)
El relato me trajo a la memoria el viejo ensayo de Erich Fromm Ser o tener, que inscribe una reflexión ontológica, profunda y rigurosa, reivindicando la cultura del ser frente a la del tener y criticando ácida y obstinadamente la sociedad de consumo, paradigma de la idolatría del tener. El ser humano parece adolecer de un fallo de origen: transforma los deseos en necesidades con enorme facilidad. De modo que la enormidad de oportunidades, que pese a la crisis y a todo lo que conlleva tenemos actualmente, se visualiza como una pesada carga si nuestro cerebro desarrolla un proceso mental incorrecto que convierte nuestros deseos en necesidades y obligaciones. Hoy, en la era de mayor abundancia de la historia, las personas que vivimos en las sociedades más avanzadas soportamos una carga psicológica y una exigencia personal desconocidas, que causan las mayores tasas de neurosis y suicidios que se han conocido jamás.

Tal vez por ello, son muchos los autores que han trabajado en el desarme intelectual de la sociedad del hiperconsumo, que vincula la felicidad con la capacidad de poseer, de acumular y de gozar de bienes materiales. Nadie discute que las personas necesitamos consumir para desarrollarnos dignamente, lo que si se cuestiona, radicalmente, es que estemos hechos casi exclusivamente para consumir. Como alguien dijo, más allá del Homo consumens está el Homo sapiens, el Homo ludens o el Homo contemplans. Nuestra sociedad está basada en la valoración del rendimiento y en el binomio explotación-consumo. Vale más quién más produce, quién más consume, quién más tiene. Y esa mentalidad lleva directamente al hastío existencial y a la neurosis.

Asociado a lo anterior aparece una de las grandes falacias de nuestro tiempo: la comodidad. La publicidad nos han inoculado la estúpida idea de que es una de las claves de la felicidad. No puede negarse que disfrutar de ciertas comodidades es saludable, pero es igualmente incontestable que el exceso de comodidades es mentalmente devastador. El endiosamiento de la comodidad lleva irremisiblemente a que las personas tengamos graves problemas emocionales, sin que a menudo nos apercibamos de ello.  Este es un proceso creciente y progresivamente patológico porque cada vez somos más sensibles a la incomodidad, cuando vivir con cierto grado de incomodidad es inevitable, e incluso saludable.

Frente a la cultura del tener, que causa frustración y devastación ecológica, reivindico el valor del ser, el cultivo de la persona y de sus cualidades físicas y facultades inmateriales (imaginación, memoria, voluntad, inteligencia...). No es una mera opción personal, al contrario, las sociedades más desarrolladas apuestan por esta sensibilidad posmaterialista, hastiada del hiperconsumo y de la hiperproducción, que busca forjar relaciones humanas de calidad y que cuida el patrimonio cultural, artístico y natural de la Humanidad.

Insisto en la ontología porque en la cultura del tener no atisbo la felicidad. Al contrario, la empiezo a percibir cuando consigo ser lo que quiero ser, o al menos me lo parece. Abogo por cambiar los modos de pensar y de obrar. Pienso que debemos emprender una revolución silente y tenaz que relativice lo material y lo sitúe en su justo lugar, revitalizando el valor de lo intangible. Reivindico la cultura del ser porque no tengo duda de que el capital más valioso de cualquier sociedad son los ciudadanos y su potencial para crear, innovar y transformar la realidad en pos de lograr lo que contribuye a la felicidad. Creo, como otros muchos, que como civilización estamos abocados al exterminio porque no considero viable un cambio radical en los comportamientos como el que propongo. Sin embargo, paradójicamente, creo también que existe la posibilidad de que nos salvemos individualmente. Y a ello invito a los interesados.

miércoles, 12 de agosto de 2015

Bancos.

Me llamo María Martínez y he sido toda mi vida ama de casa. Hace dos años que enviudé y me quedé sola. Ahora comienzo a salir del agujero en el que me sumí entonces. Desde hace unos meses estoy empezando a levantar cabeza. Una buena vecina me aconsejó que participase en los programas de vacaciones que organizan el IMSERSO y la Generalitat Valenciana porque me ayudarían. Ella ha hecho algunos de estos viajes y le parecía que a mi también me vendrían bien. Acepté la idea y le pregunté qué debía hacer. Me explicó con detalle el procedimiento y siguiendo sus instrucciones envié las solicitudes.

En enero pasado recibí un escrito de la Conselleria de Bienestar Social por el que me comunicaban que me habían acreditado para ser beneficiaria del programa de vacaciones sociales para mayores de la Comunidad Valenciana. Me decían en la carta que en febrero debía ir a una agencia de viajes para obtener una reserva de plaza. Así lo hice. Una persona muy amable, empleada de la agencia, me hizo todo el papeleo y me dio un resguardo para que fuese al banco y pagase el importe de las vacaciones sesenta días antes de iniciarlas.

Como soy una mujer previsora y esta semana próxima vencerá el plazo, he decidido no agotarlo y abonar el recibo con tiempo suficiente. He pasado la noche un poco inquieta porque no estoy muy ducha en realizar gestiones y me imponen lo suyo. Son cosas que hacía mi marido y la verdad es que jamás me he ocupado de ellas. Así que me he levantado temprano y dispuesta para salir a la calle y cerrar el contrato de mis vacaciones. Me he dirigido a la sucursal más próxima de la única entidad bancaria en que puede realizarse el pago, como indica el impreso que me remitieron. Cuando he llegado a la puerta me he llevado la primera sorpresa: estaba cerrada y sin cartel alguno que explicase por qué.

Hace muchas semanas que soportamos un calor extraordinario. Hoy también lo hacía de buena mañana. Así que he preguntado en un comercio cercano por otra sucursal del banco. Afortunadamente estaba a unos centenares de metros y hacia allá me he encaminado sudando y resoplando. Esta sí que estaba abierta y, nueva sorpresa, absolutamente vacía de clientes. Eran escasamente las nueve y media de la mañana y solo había en su interior tres empleados detrás de sus respectivos mostradores. Me he dirigido a la que me ha parecido que podía ser la cajera y le he explicado mi propósito. Amablemente me ha respondido que no sabía si podría cobrarme el recibo porque hoy es miércoles y los días acordados por la entidad para tales pagos son los martes y jueves, de 10 a 12. No importa si son muchos o pocos los que hay que cobrar, ni tampoco interesa si es verano o invierno, o la sucursal está en la playa o en la Meseta, en la ciudad o en el campo. Así se ha establecido.

Tras hacer unas consultas en su ordenador me ha confirmado con rostro pesaroso que no podía realizar la operación porque el sistema no se lo permitía y que debía volver mañana o el martes próximo. Ciertamente me he quedado perpleja, incapaz de entender por qué debía volver si había tres personas en la oficina sin hacer nada, al menos aparentemente, que podían resolver algo tan sencillo como cobrar un recibo. Lo cierto es que me he sobrepuesto con bastante rapidez y, aunque no estoy diestra en las cosas de los bancos, he pensado que a lo mejor podía pagar a través de un cajero y me evitaba un viaje. A veces he ido a sacar dinero y he visto a personas que introducían dinero en el cajero, no sé sí para pagar recibos o para qué otra cosa. De modo que le he preguntado a la señora si era posible lo que pretendía, respondiéndome que seguramente sí y que lo intentase.

Con mis escasísimos conocimientos tecnológicos me he situado frente a la pantalla y he empezado a escudriñarla para averiguar qué debía hacer. Como no me aclaraba, he pedido ayuda a la empleada, una mujer de mediana edad, que amablemente ha accedido a auxiliarme. Me ha indicado el procedimiento que debía seguir y, cuando ha considerado que me encontraba en disposición de hacerlo, ha vuelto a su puesto de trabajo. Yo he continuado tocando teclas en la pantalla del cajero, seleccionando los elementos del menú que ella me había indicado (por cierto, resulta curioso que llamen menú a unos letreros que no sé qué relación tienen con la comida; supongo que quienes les han puesto ese nombre lo sabrán) y he llegado casi hasta el final. Eso es lo que he pensado cuando he leído en la pantalla que introdujese el dinero en la ranura, y así lo he hecho. Tras unos segundos, cuando creía que solo faltaba que me imprimiese el recibo, una nueva indicación me advierte de que uno de los billetes introducidos estaba defectuoso y que debía introducir otro. No disponía de más y he pedido a la cajera que hiciese el favor de cambiármelo. Lo ha tomado en sus manos y lo ha doblado con dos pliegues transversales, diciéndome que lo intentase de nuevo porque la incidencia era habitual cuando se introducían billetes nuevos. Así lo he hecho, con todo cariño y con sumo cuidado, no sin antes intentar dividirme en dos evitando que un cliente que había entrado en la oficina interrumpiese mi problemática operación en el cajero, a la vez que recogía el billete doblado y recuperaba mis cosas del suelo, a donde se me habían caído con tanto trasiego. La máquina ha vuelto a tragarse el billete y ha empezado a escucharse en su interior un ruido metálico y sordo de maquinaria. De pronto, cuando esperaba ansiosa la salida del recibo, una nueva pantalla me ha indicado que “por motivos ajenos a nuestra voluntad, razones técnicas impiden realizar la operación. Muchas gracias” (digo yo que será porque es miércoles, y no martes o jueves, de 10 a 12).

En consecuencia: mi gozo en un pozo. Una noche de desvelos y un madrugón que no han conducido a ninguna parte, y unas gestiones que inicié ilusionada que han resultado absolutamente improductivas. Harta de tanta inutilidad he decidido volver a casa y hacer una transferencia utilizando la banca electrónica, aunque me cueste una comisión de tres euros resolver el asunto, pero por lo menos lo haré fresquita y sin enfadarme. No están estos días precisamente para darse paseítos a media mañana. 

A estas alturas del relato ya habrán deducido que María no existe y que soy yo mismo el sujeto paciente de una anécdota, que es verdadera. No quiero ni imaginar lo que hubiese pasado María en mi lugar. ¿Hasta cuando vamos a consentir los ciudadanos que nos mangoneen y choteen con semejantes desatinos quienes se lucran con nuestro dinero?

sábado, 8 de agosto de 2015

Viajar en el tiempo.

Viajar en el tiempo es una fantasía recurrente del ser humano, que ha inspirado decenas de creaciones literarias y audiovisuales. Durante el pasado siglo los científicos elaboraron numerosas teorías que sugerían la posibilidad de dar un salto al futuro. Dicen que resulta mucho más complicado volver al pasado, pero aseguran que tampoco es imposible. Einstein es el principal responsable de la gestación de estas teorías científicas sobre los viajes en el tiempo. Sus conjeturas sobre la relatividad cambiaron drásticamente las concepciones del tiempo y del espacio y, en buena medida, son las culpables de que todavía creamos que viajar en el tiempo es posible.

Elon Musk es un cuarentón sudafricano, físico y emprendedor, conocido por ser director de grandes proyectos. Para que nos hagamos una idea del personaje, mencionaré uno solo de ellos: Paypal, el sistema de pagos en línea más grande que existe en el mundo. Puede imaginarse el resto. La penúltima de sus ocurrencias la resume el siguiente párrafo: “¿Qué le parecería si existiese un vehículo que nunca se estrellase, que fuese inmune al tiempo meteorológico, que triplicase la velocidad del tren bala o que duplicase la velocidad de un avión? ¿Qué le parecería que costase muchísimo menos fabricarlo de lo que cuesta cualquier otro medio de transporte o que un billete para viajar en él fuese mucho más barato que para hacerlo en cualquiera de los demás? En fin, ¿qué le parecería que ese artefacto necesite consumir menos energía de la que es capaz de producir?”. Esto, que se asemeja al cuento de la lechera, es realmente una síntesis de sus declaraciones hace tres años, cuando presentó por primera vez su proyecto Hyperloop.

Proyecto Hyperloop
Hyperloop es un sistema de cápsulas de aluminio que viajan en el interior de un tubo de acero, cuyo trazado discurre sobre pilares de seis metros de altura espaciados a treinta metros entre sí, aunque en algunos tramos puede soterrarse para sortear áreas pobladas. Cada pilar dispone de sus propios sistemas de compensación para estabilizar los tubos, preservándolos de la climatología o de los movimientos sísmicos. Musk no ha contemplado que todo el sistema sea subterráneo porque tal solución dispararía los costes del proyecto.

Las cápsulas (que son el remedo de los actuales vagones) viajan por el interior de un tubo de acero presurizado para reducir la resistencia del aire. La idea es que haya dos tubos separados para cada sentido del viaje. Cada una puede acoger hasta 28 pasajeros, pudiéndose adaptar para transportar tres coches de tamaño medio. Musk calcula que cuando estén en funcionamiento deberán estar separadas por una distancia de 37 kilómetros, que garantiza una frenada segura en caso de que se produzca alguna incidencia. Teniendo en cuenta estos detalles, puede concluirse que el sistema arroja una capacidad media de 840 pasajeros en tránsito por hora. Se alimentará con paneles solares montados sobre la superficie exterior de los tubos. Por tanto, Hyperloop será energéticamente muy eficiente. De hecho, está pensado para generar más energía de la que necesita en determinadas horas del día.

La primera vía de Hyperloop comenzará a ser construida en 2016. Será una pista de ocho kilómetros en la ciudad de Quay Valley, en California, a medio camino entre Los Ángeles y San Francisco, donde tendrá lugar el levantamiento del tramo que acogerá la primera versión funcional de este transporte supersónico terrestre. Este trazado es insuficiente para que el vehículo alcance los 1.000 km/h., pero es un primer paso que le permitirá viajar a casi 400. Está previsto que los primeros pasajeros suban a esta especie de tren futurista en 2018. Los casi noventa millones de euros necesarios para su construcción se recaudarán mediante una oferta pública de venta, en la que se comercializarán acciones. Hasta ahora, la compañía ha conseguido fondos por medio de crowdfunding, procedimiento que resulta insuficiente para lograr los recursos que demandan los objetivos finalistas. La empresa encargada de gestionar este fantástico proyecto es Hyperloop Transportation Technologies. Más que de una empresa se trata de una comunidad de unos doscientos ingenieros americanos, que hacen sus jornadas laborales en Boeing o la NASA y que, al concluirlas, emplean su tiempo libre intentando solucionar los problemas a los que se enfrenta el vehículo de Musk. Junto a ellos trabaja un importante grupo de estudiantes de arquitectura y diseño de la Universidad de California.

La verdad es que viajar a semejantes velocidades por el interior de un tubo parece cosa de ciencia ficción, y en realidad todavía lo es. El sistema se ha comparado con los cilindros que se muestran en la serie Futurama y con otras tecnologías futuristas aparecidas en obras tan antiguas como Un expreso del futuro, el cuento que escribió Michel Verne, hijo del célebre Julio, en 1895, en el que aborda el viaje de un ferrocarril subterráneo, cuya tecnología se relaciona con vagones cilíndricos propulsados por aire comprimido a través de túneles de hierro desde Boston a Liverpool.

Ahora que algunos profesionales británicos, trabajadores de la City londinense, se están planteando residir en Madrid y viajar en avión cuatro veces por semana a atender sus asuntos allí porque les resulta más barato que vivir y desplazarse en el Reino Unido, ¿se imaginan un viaje entre Madrid y Barcelona de media hora de duración, a mitad de precio que el AVE, sin riesgo de accidentes, cómodamente instalados en una butaca reclinable y entre paneles panorámicos que ofrezcan series o deportes en gran formato? ¿Imaginan lo que puede significar vivir en Marbella, trabajar en París y tomarse un cóctel o una buena botella de vino en la Costa Azul o en la Riviera antes de volver a casa tras la jornada de trabajo? Realmente lo que propone Musk no es viajar al futuro, pero no me negarán que casi lo parece.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Morir.

Cuando tienes la fortuna de llegar al final de tus días sin haber perdido el sentido, una opción decente para morir dignamente es saber que no tienes remedio. Sin embargo, los expertos aseguran que más de la mitad de los enfermos terminales se mueren sin saber que lo son y, por tanto, concluyen su existencia entre actitudes y comportamientos “indecentes”, que normalmente son fruto de las conductas bienintencionadamente hiperprotectoras de sus familias y de la pervivencia de cierto paternalismo médico. Pienso que el camino de aceptación de la muerte empieza, de verdad, cuando se inicia el diálogo definitivo entre paciente y médico. Ese que empieza, o debiera empezar así: “tú me cuentas, y yo decido”. Y ese fue más o menos el recorrido en este caso.

Pienso que morimos como somos. Unos, aferrados a la vida, sin querer saber nada de lo que sucede, negando toda evidencia, intentando escapar alocadamente del sino que nos apresa, del que en el fondo sabemos que no podemos huir aunque hagamos lo imposible por conseguirlo. Otros morimos callados, defraudados por la incapacidad para sobreponernos a la última traición de nuestro cuerpo, eludiendo saber más de nada, aunque conozcamos de sobra lo que debemos saber. En esa tesitura, muchas veces elegimos el silencio: ¿de qué hablar cuando no hay de qué hacerlo?, ¿qué decir cuando no se tiene tiempo para respirar? Estoy seguro que esa fue la opción de mi amiga.

La muerte es el último tabú, si no el definitivo. Incluso entre los sanitarios, que la  encaran diariamente aguantando que les reviente ante el rostro el fracaso profesional más descarnado. Tal vez por ello rechazan cuanto tenga que ver con ella. En la universidad les adiestran para curar, pero no para asistir impotentes a su llegada. (¿Para cuando la especialidad de “paliativos”?)

Es madrugada del tercer día de agosto. Sentado en el incómodo sillón del acompañante, mi amigo vela con un libro entre las manos el inquieto sueño de su compañera. Pese a la sedación prescrita por el equipo médico se halla en un estado de molesta semiinconsciencia. Hace horas que no responde a las palabras, ni abre los ojos, ni parece reaccionar a casi nada. Cabecea levemente, intenta apartar la mascarilla del oxígeno, mueve arrítmicamente su mano… se agarra a la vida que se le escapa. A veces el ruido de su respiración se amortigua interrumpiendo el duermevela del compañero, que se sobresalta y extrema la vigilancia sobre el gorgoteo del oxígeno. Todo parece estar bien, pasan los minutos y reaparece la somnolencia. De pronto, un sonido raro le produce otro pequeño sobresalto que le permite ver un postrero fruncido del ceño, el cese de la respiración y la paz en el rostro, que custodia el más absoluto de los silencios. Se apagó la luz, todo se acabó.

Este es el final de la dolorosa crónica de una muerte habitual, la muerte en un hospital, en este caso la de mi amiga. Idéntica a la que conocen doscientos mil conciudadanos cada año, la mitad de los decesos que se producen en el país, aunque sea otra la preferencia mayoritaria: morir en nuestra cama, rodeados de la familia y atendidos por un equipo médico domiciliario. Diferentes razones lo hacen imposible. Por desgracia, aquí todavía se muere como se puede en demasiados casos porque no disponemos ni de la mitad de las unidades de cuidados paliativos que necesitamos, según dicen los expertos. De modo que hasta para morirse hay que tener suerte, porque la calidad de vida de nuestras últimas semanas, días u horas no solo depende de la salud que tengamos sino también del entorno asistencial que nos corresponda, de si es o no fin de semana, de si hay habitaciones individuales en el hospital, de las voluntades propias y ajenas respecto a los cuidados paliativos e, incluso, del umbral de tolerancia de los médicos al sufrimiento ajeno.

Aunque parezca lo contrario, morirse no es fácil. Nuestros organismos han evolucionado durante milenios para sobrevivir a todo tipo de amenazas. En general, el fallo cardiorrespiratorio definitivo que suele producir el fallecimiento exige la concurrencia de muchos factores. Las últimas fases de algunas enfermedades generan mucho sufrimiento físico y psicológico. Por eso es ineludible asegurar a todos los cuidados paliativos, que permiten el alivio y el acompañamiento humanitario de las personas hasta su final. Consuela saber que así ha sucedido con mi amiga.

Pese a ello, con la misma hiriente intensidad que me duele su pérdida y el sufrimiento de su familia, reivindico que acaben las reticencias de muchos cirujanos, oncólogos, cardiólogos o neumólogos que, en mi opinión, llevados de su obsesión sanadora, ponen en cuestión la ineludible obligación de cuidado del enfermo que incluye la profesión médica. Hoy hay fármacos seguros, baratos y eficaces para garantizar una muerte tranquila y digna, por encima de las suspicacias que despierta su supuesta capacidad de acortar la vida. No es aceptable que no haya suficiencia de instalaciones o que se escatimen recursos en los cuidados paliativos. Animo a los médicos a que sean valientes, a que eviten ir un paso por detrás del dolor y a que le tomen definitivamente la delantera. Tienen en sus manos ahorrar muchas horas de sufrimiento innecesario. Y deben evitarlo a las personas porque esa es la conducta humanitaria que los ciudadanos esperamos de ellos.

En fin, hoy es un mal día, aunque lo recordaré siempre.

domingo, 2 de agosto de 2015

Parecido a la felicidad.

Ayer, día primero del ‘ferragosto’, era la fecha del emplazamiento, a la una del mediodía, en un lugar emblemático: la plaza del 25 de mayo. Un espacio de amplias y contradictorias reminiscencias, que ha acogido importantes hitos de la historia de la ciudad, que ha dado cobijo a la vida ciudadana en una de sus más genuinas expresiones –el mercado- y que hoy se ha convertido en uno de los epicentros de la diversión, constituyéndose en el punto de partida de un itinerario que atiende una moda que arrasa el centro de la ciudad las tardes-noches de los fines de semana, a la que algún imaginativo y anónimo publicista ha atribuido el nombre de “tardeo”.

Los profes, como corresponde a nuestra doble condición de tales y de jubilados, fuimos los más madrugadores. Era poco más del mediodía cuando Manolo y yo charlábamos de nuestras cosas en una terraza de la plaza. Apenas unos minutos después, apareció por allí Antonio, siempre un alumno aventajado, inconfundible en su porte aunque hayan transcurrido más de treinta años desde que lo vimos por última vez. Venía de hacer una visita a Fela, en su tahona de la calle San Vicente, donde había adquirido una suculenta repostería. Su teléfono le avisaba de los insistentes requerimientos de Jorge, el tercer  profesor, que también había madrugado y que ya había apurado un par de cañas en la barra de la cafetería Los Maños, nuestro posterior destino.

Promoción 1980-81 CP Ruperto Chapí. Alicante.
A esa hora, la plaza hervía de bullicio y las mesas de las cafeterías estaban plenamente ocupadas. Nos esforzamos inútilmente para mantener reservadas un par de ellas y recibir a los invitados. Apenas acertamos a conservar la nuestra unos minutos y, finalmente, optamos por abandonarla cuando comprobamos visualmente que ya se guarecían del sol, bajo las marquesinas de las floristerías, los más madrugadores en acudir a la cita: José Manuel, Mariángeles, José Antonio, Valeriano y Miguel. Allí nos encontramos con ellos y con Jorge, que había abandonado la cafetería y se había incorporado al grupo. Besos, abrazos, exclamaciones, lisonjas, bromas, alegría y bienestar compartidos y a raudales. Enseguida llegaron Juana y Consuelo, y muy poco después Rafa y Juanma, por separado. Y así todos hasta casi completar la nómina, excepto Pili y Fela. Todavía era temprano para ir a comer y decidimos entretener la espera trasladándonos desde las floristerías a una amplia mesa corrida que conseguimos en una de las terrazas. Allí dimos cuenta de unos aperitivos frugales, regados abundantemente con zumo de cereal gasificado (así es como denomina José Manuel a la cerveza), como merecía la ocasión.

Un poco después se incorporó Pili y, finalmente, llegó Fela, que debió atender su pequeño negocio hasta la hora del cierre, como no puede ser de otro modo. No están las cosas para andarse con bromas en estos tiempos de precariedad, en los que cualquier iniciativa productiva requiere dedicación absoluta y plena disponibilidad, sin posibilidad alguna de concesiones a la superficialidad y mucho menos a la frivolidad. Por desgracia, son tiempos de permanecer amarrados al duro banco, silentes y resignados, y… que no falte el escabel, aunque sea tosco. 

Tras organizarnos con el reparto a escote de los costes de aperitivos y copichuelas, designado el tesorero (nadie dudó en señalar a Juanma como el idóneo) y satisfecha la cuenta, nos dispusimos a recorrer el centenar de metros que nos separaba de la cafetería Los Maños, lugar donde habían preparado la cuchipanda. El párvulo tamaño del local hizo que con nuestra llegada casi se ocupase por completo. Apenas media docena de personas asistieron, entre sorprendidos y ajenos, a nuestro particular ágape. Obviamente, todo estaba preparado y nos dispusimos inmediatamente a dar cuenta del menú que había apalabrado Valeriano. Fuimos dando cuenta de las viandas dispuestos en una larga mesa en la que, espontáneamente, se conformaron a modo de tres pequeños subgrupos, cuyos componentes fuimos rotando mientras se desgranaba el menú. De ese modo multiplicamos los contactos y la interacción entre todos, en parejas, en tríos y en pequeños subgrupos de conversación en los que intercambiamos locuazmente impresiones, pareceres, sentimientos, experiencias, inquietudes, bromas, etc. Entre plato y plato, algunos interrumpían la comida para salir a la calle, fumarse el cigarrito y compartir en petit comité cuitas y confidencias.

La verdad es que aquello más que un banquete de celebración parecía una comida de familia. Huero de etiquetas y formalidades y pleno de cercanía, afecto, miradas y sonrisas cómplices, y risas que ayudaban a estrechar la confianza y las relaciones fraternales entre quiénes estábamos sentados a la mesa. La mayoría nos aplicamos más a hablar que a comer. Habíamos esperado treinta y cinco años para estar juntos y era una oportunidad única para intercambiar puntos de vista, recordar anécdotas y chascarrillos, reinventar los recuerdos, desvelarnos novedades, compartir nuestras vidas privativas, contarnos nuestras pequeñas historias, reafirmarnos en muchas de las cosas que nos han ido conformando y que nos unen: valores, experiencias, convicciones… Fue una ocasión excepcional para contrastar la serena madurez que hemos ido alcanzando todas y todos. Profes y alumnos, mujeres y hombres, todos nos hemos hecho mayores y hemos ido organizando nuestras vidas armando nuestros respectivos núcleos familiares, que acogen nuevas generaciones en las que hemos intentado imbuir muchos de los valores y de las convicciones que nosotros compartimos hace años.

Comprobamos la satisfacción general con el legado educativo recibido y con el bagaje adquirido autónomamente. Comprobamos que persisten lazos amistosos entre todos, que en algunos casos han trascendido el apego y se aproximan a la fraternidad, e incluso llegan al parentesco en otros. Comprobamos por enésima vez la riqueza intelectual, emocional y ética que acumulamos las personas; cómo el tiempo nos ha ido moldeando y ha contribuido a destacar capacidades y rasgos que ya nos caracterizaban hace muchos años y que ahora se muestran mejor perfilados y nítidos. Son, en general, atributos que, por una parte, expresan lo mejor que teníamos y tenemos, mientras, por otra, evidencian aristas que ha forjado el devenir de la experiencia y que ha moldeado la aventura de vivir. En este momento de nuestras vidas todo ello arroja un claro saldo positivo, extremadamente valioso.

Apenas sin percatarnos, entre unas cosas y otras habían transcurrido más de tres horas desde que nos sentamos a la mesa. Era tiempo de abandonar el local y así lo hicimos, enfilando la calle Capitán Segarra hacia la ruta del tardeo, simbolizada por la calle Castaños. Apenas habíamos recorrido sus primeros cincuenta metros, cuando nos topamos con un restaurante japonés que dispone de un garito subterráneo donde se puede practicar el karaoke. Ese fue el primer destino de la velada. Allí dimos cuenta de unas copichuelas y ensartamos un rosario de viejas canciones que volvieron a sorprender a propios y extraños, acreditándose públicamente las habilidades ocultas que tenemos algunos. Allí descubrimos a una Juana primorosa, adueñada del escenario, con una voz y una bis dramática que para sí quisiesen algunos profesionales. A la de ella precedieron y siguieron otras intervenciones que contribuyeron a acrecentar la sensación de solaz y bienestar que nos embargaba a todos, envueltos como estábamos ya en los efectos del zumo gasificado de cebada y de los primeros gintonics.

En ese punto y hora algunos debimos desertar porque el prosaísmo de la vida nos reclamaba en otros pagos, donde había y hay asuntos que debían atenderse. Afortunadamente, la vida sigue y no siempre ofrece sus mejores vertientes. A estas alturas del camino todos sabemos que también golpea con recovecos, imprevistos y baches que hay afrontar y remontar. Esa es una de las paradojas de la existencia.

Por lo que sé, la mayoría continuaron la velada y parece que, como dice Sabina, les dieron las diez, las once, las doce y hasta la una y más, llegando a sus domicilios entrada ya la madrugada. Todos llegaron bien y por lo que parece muy satisfechos. Con solo echar una ojeada a las decenas de guasaps que hay en el grupo se comprueba lo que ayer significó para cuantos participamos en el concierto polifónico-afectivo que organizó Valeriano, gracias a la insistencia de Pili (todo hay que decirlo).

Fue una ocasión excepcional para testimoniarnos el reconocimiento mutuo, para dar rienda a nuestros afectos y para evocar muchos recuerdos compartidos. Un día idóneo para explicitar las experiencias que nos han hecho ser como somos, para darnos los abrazos que obviamos cuando éramos más jóvenes y para expresar la admiración que sentimos unos por los otros. Una jornada para destacar el valor que hemos ido atribuyendo a las acciones, habilidades y desempeños que quizá antes no supimos ponderar. Unas horas para emocionarnos y compartir retazos de nuestra vida que nos enorgullecen porque muestran cómo somos. Todo eso y mucho más es lo que traslucen los videos, las fotografías y los textos que todos hemos ido poniendo en el grupo de WhatsApp.

Pero, por encima de cuanto vengo contando, ese registro incorpora secuencias de un valor incalculable que reproducen el sublime y espontáneo show de Antonio, que provocó por enésima vez un ‘desgañitamiento’ generalizado. Esa especie de resuello cavernoso que intercala en su contagiosa risa, que ya ejercitaba cuando era jovencito y que ahora ha convertido en ruido grave y estruendoso que nos hizo reír a mandíbula batiente. Una vez más, Antonio se convirtió en una pieza angular del 'divertimento' propio y ajeno, desempeño en el que únicamente consiguen ser expertos quienes son capaces de reírse de sí mismos y de construir mundos especiales que logran hacernos felices a los demás, sana y afectuosamente.

De alguna manera, este último flash es la imagen metafórica que sintetiza lo que somos como grupo: un conjunto de personas que nos encontramos fortuitamente, que fuimos capaces de sintonizar afectiva y emocionalmente y que logramos empatizar profundamente, generando unos flujos de afecto que solo se han alterado para acrecentarse. Sobre ellos hemos articulado el reconocimiento y la admiración mutua y, también, sobre los valores que fuimos construyendo en aquella pretérita convivencia que, aunque corta, fue enormemente productiva y que nos ha dejado a todos una profunda huella. Sentimos la risa de Antonio como propia, esa risa que simboliza la alegría de vivir y de hacerlo compartida y solidariamente. Tal es así que ya estamos contando las horas que faltan para el próximo encuentro.