lunes, 17 de agosto de 2015

Mi tío Bernardo.

No siempre las cosas han sido como ahora. Vocablos que hoy son muletillas cargantes, habituales en boca de gente joven y no tanto, como los socorridísimos “tío" y "tía”, en mi pueblo, históricamente, han representado un tratamiento respetuoso que se daba a las personas de cierta edad. Obviamente, también se han utilizado para designar a los hermanos y primos de nuestros padres, aunque en este caso solían acompañarse del posesivo “mi”, alusivo al vínculo parental distintivo (mi tía Carmen, mi tío Germán). Hoy voy a recordar a uno de ellos.

Mi tío Bernardo Corachán Obrador debió nacer, como mi padre, en la primera década del siglo XX y abandonó esta vida casi con él, cuando iniciaba su último decenio. Hijo de Manuel -hermano de Carmen, mi abuela paterna-, ambos chivanos de pro y horneros por tradición familiar. Se casó con mi tía Amparo, una moza de Siete Aguas, bien plantada y de buena talla, con la que tuvo cuatro hijos: Amparo, Manolo, Emilia y Bernardo. Gentes de bien, como sus padres; cada cual a su manera, pero todos buena gente.

Era un hombre de escasa estatura pero de complexión fuerte. Una persona de cara ancha y oronda, expresiva y simpática. Lucía una frente amplia y despejada, sustentada por unas cejas espesas y gruesas, relativamente separadas, que enmarcaban unos ojos despiertos, intensos y vivarachos. Una nariz bien definida coronaba su boca grande, de labios carnosos –como los de todos los corachanes- permanentemente prestos a la sonrisa, que encuadraban unos dientes prematuramente ambarinos por efecto del tabaco. Mi tío era hombre de mejillas rollizas y orejas grandes -un poco de soplillo- con un cuello corto, grueso y vigoroso. Sus manos eran tan poderosas como ágiles, tan firmes como sensibles. Y sus piernas, que nunca vi, siempre las imaginé robustas, imprescindibles para abastecer su rápido discurrir, rematadas con unos pies cortos y anchos, calzados permanentemente con zapatillas de loneta blanca y esparto. Un hombre de tez desvaída, fruto de su permanente reclusión en la tahona, con un cabello blanco y ralo que dejaba a la intemperie su oronda cabeza de patricio romano.

Mi tío fue una persona que ejemplificaba a la perfección la condición de campechano: llano, cordial, franco, afable y sencillo; poco dado a ceremoniales y formulismos y dispuesto siempre a soltar o a reír cualquier ocurrencia. Creo que fue persona sincera y feliz. Y muchas más cosas. Fue un trabajador incansable, tenaz, inteligente, educado, generoso y humilde. Un ser con una inteligencia emocional portentosa. Un adelantado a su tiempo, aunque ni lo supo ni lo imaginó. Alguien que, como todos, intentó ser feliz y creo que lo consiguió, porque estoy convencido que logró cuanto se propuso.

En el ámbito profesional supo combinar tradición y modernidad. Mantuvo en su negocio las virtudes de la panadería tradicional, complementándola con una sección de exquisita repostería artesanal, que poco menos que acabó siendo su esencia. La gente, especialmente los transeúntes de los fines de semana, paraba exclusivamente para comprar mucha más repostería que pan. Armonizó esa deriva distintiva con la modernización del tradicional negocio del pan, introduciendo en su tahona maquinaria que facilitaba el amasado y otros elementos complementarios para realizar la cocción del pan y la repostería, combinando el combustible tradicional con el gasóleo. Las caldas que se fabricaban cada día, quemando ramas de algarrobo, lentisco, almendro y otras especies, se complementaban circunstancialmente, según la demanda, con el instantáneo y abrumador aporte calórico de una bomba de gasóleo instalada en un lateral del horno.

Panadería Corachán. Chiva.
En la dimensión personal no tengo duda alguna de que acertó plenamente en su desempeño como compañero de su mujer y padre de sus hijos. Recuerdo a todos mis primos con una salud mental envidiable (también ahora, que empiezan a ser octogenarios y que tienen vivido y pasado lo suyo), y con un respeto, reconocimiento y devoción por sus padres unánime. Asimismo, las relaciones que observé entre mi tío y mi tía el tiempo que conviví con ellos me parecieron siempre excepcionales. Era una evidencia la complicidad de ese matrimonio, desde todos los puntos de vista. Yo creo que convivir con mi tío no debía ser muy difícil pero es un punto de vista subjetivo, seguro que tendría sus cosas. Por ejemplo, era una persona con genio, que sacaba de vez en cuando. Socarrón, jovial, rígido cuando era necesario y flexible cuando lo exigían las circunstancias. Era un individuo inusual para su tiempo: cariñoso, detallista, amable, optimista, amigo de sus amigos…

Una persona que, aunque medró en sus negocios e hizo un importante patrimonio, jamás dejó que el nuevo tener impregnarse un ápice su manera de ser. Durante los cincuenta años que puso su negocio al servicio de sus clientes y clientas nadie detectó en su comportamiento un atisbo de la prepotencia que caracteriza a los nuevos ricos. Siempre entendió su trabajo como un servicio público que era la fuente de sus recursos. Unos recursos que jamás se le subieron la cabeza y que siempre administró con tiento y sabiduría. Porque acopiarlos no le quitó el sueño, los logró porque eran la consecuencia de su manera de actuar, pero no porque su objetivo fuese hacerse rico. Yo creo que visualizaba la riqueza viendo el ajetreo, la actividad, la complacencia y la satisfacción de cuantos le rodeaban. Ese era su verdadero patrimonio: la colectividad en la que se reflejaba, en la que se proyectaba y para la que vivía. Creo que esa era la síntesis más genuina de mi tío Bernardo.

Tuve la fortuna de vivir en su casa, gratis et amore, durante 4 ó 5 años. Allí me acogieron y fui tratado como uno más de la familia, sin distingos de ninguna clase, como todos los que aparecimos por allí. Cuando tocaban regañinas o reproches los hubo, como hubo besos y lisonjas, por cierto, bastante más abundantes que las reprimendas. Allí fui uno más entre su prole. Una familia que tuvo la suerte de vivir en un ecosistema variopinto, plural, tolerante, educado y, por encima de todo, sano, a más no poder.

De mi tío Bernardo se puede predicar casi todo. Fue un fulano que no se perdió un puñetero entierro en su pueblo desde que se reconoció con entidad para representar a su casa en semejantes trances. Un personaje que iba a Valencia, a resolver asuntos profesionales en el Gremio de Horneros, y aprovechaba la media hora que le sobraba antes de tomar el autobús de regreso para meterse en un cine de sesión matinal y descabezar una siesta del borrego (el sueño era su auténtica asignatura pendiente), de la que lo despertaba el acomodador al que previamente había dado la propina para salir triscando. ¿Qué se puede decir de una persona capaz de aguantar cuarenta años consecutivos repitiendo la misma rutina diaria, sin queja alguna: a las 14:30 comida; a las 15:00, café en la Mutua; a las 15:15, a la cama: y a las 10 de la noche, en pie, cena, café en el Bar Madrileño, y, sin pausa, a elaborar la levadura para elaborar más tarde el pan de mañana? ¿Qué argüir de alguien cuyo hogar parecía, como decía mi padre, la casa de “Pepe Merda”, un lugar donde todo el mundo era bienvenido y encontraba acogimiento, comida, y hasta trabajo?

Confesaré por enésima vez mi admiración por una persona aparentemente descreída, que sin embargo dejaba de fumar cada Semana Santa para guardar la cuaresma. Por alguien que no conocía el significado de las palabras descanso o vacaciones (entonces se hacía pan todos los días, incluidos los domingos), que jamás se tomó un día libre en su trabajo, excepto para ir cada septiembre a Garaballa, a ver la Virgen de Tejeda. ¿Qué se puede decir de quien parecía querer igual a sus hijos que a quienes no lo éramos? ¿O de quien sin pretenderlo nos enseñó a ser generosos, inteligentes y honorables? ¿Qué se puede contar de alguien que pudo subir al Everest y se quedó tranquilamente en su casa por voluntad propia?

Bernardo Corachán fue un hombre grande que, sin pretenderlo, estuvo dándonos lecciones de vida diariamente, hasta en sus últimas horas. Jamás olvidaré la última vez que lo ví, viudo ya de su querida Amparo, viviendo sus últimos días en casa de su hija, vencido por la enfermedad y entregado a lo imposible. Débil y rendido, como nunca lo imaginé. También entonces aprendí de su postrera lección.

Mi tío Bernardo, una referencia imprescindible.

1 comentario:

  1. Me parece una disección magistral, con la profesionalidad de un cirujano de talla. Enhorabuena. Eres lo que todos tus amigo sabemos, "un dibujante de la realidad". Un abrazo. Mon

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