miércoles, 9 de septiembre de 2015

Paseo matinal.

¡Vaya placer de mañana septembrina! Apenas había recorrido los doscientos pasos que median entre nuestra casa y las afueras del pueblo y, de golpe, tenía frente a mí la larga y oronda serpiente verde que engulle las aguas de un río que enseñorea y alimenta un espectacular lecho de cañas, cuyas panículas mecía a esa hora un leve viento de levante.

Son días de tormenta y abundan los charcos en los caminos y los barrizales en la huerta. Cruzo el cauce por el vado habilitado hace décadas, cuando la enésima riada se llevo el pontón que construyeron el año 57, después de la gran riada; de la "riada", como aquí se la conoce, porque no se recuerda otra semejante. El primer barrizal que encuentro en el camino me disuade de avanzar por él. Opto por tomar un ramal alternativo que me lleva a la pista de macadán cuyos repechos conducen a los Yesares, la primera estación de mi paseo matinal.

Desde allí encaro la larga recta de un camino asfaltado, mal llamado carretera, que enlaza Chiva y Gestalgar. Una de las dos únicas vías por las que se puede llegar o salir del particular culo de saco en que se encuentra esta montaraz población. Un suave descenso conduce directamente al estribo que engarza el puente nuevo con la margen derecha del río. Un puente larguísimo, de casi trescientos metros, que se construyó tras la gran riada con voluntad de que aguantase desastres similares. Y la verdad es que ahí sigue, enhiesto y viril, aunque lo cierto es que no hemos vuelto a conocer riada como aquélla. Casi cuatro minutos de caminar a buen paso son necesarios para atravesarlo por completo y llegar a las tapias del cementerio, un lugar que en este pueblo, contrariamente a lo dicho por Serrat, no está en la ladera de un monte más alto que el horizonte, sino en el punto más bajo del mismo, en un rincón desde el que solo se avistan las últimas casas hacia el oeste, el barranco que lo circunda por el este, sus propios tapiales con sus nichos y las cumbres de la Peña del Cuervo, que verdean las copas de los pinos que escaparon al último incendio.

Gestalgar, septiembre 2015
Justo delante de la puerta del camposanto se han instalado unas balizas y un rótulo grande que anuncia obras en la carretera que conduce a Bugarra. Realmente es el otro camino enmascarado, igualmente asfaltado, que permite acceder y salir del pueblo. La pista no está practicable para coches y vehículos agrícolas, pero sí para los peatones. Y en ella me adentro. Subo con esfuerzo un repecho de unos doscientos metros, que inmemorialmente se conoce con el nombre de Rocha de los Terreros. (Debo aclarar que en mi pueblo a las cuestas se les denomina rochas, especialmente a las duras de subir) Una rampa que ribetea el monte y cuya margen izquierda es absolutamente descarnada y vertical, coronada de grandes masas pétreas que se muestran amenazantes al paso de viandantes y vehículos. Enormes roquedos calizos, apostados y levemente sujetos por su base a las margas y yesos de su solera, expuestos a cualquier temporal que provoque su desprendimiento. Ciertamente, me inquieta saber qué han maquinado los ingenieros para lograr el ensanchamiento de la carretera en este tramo, a cuyo lado derecho se extiende el piedemonte que conduce a las huertas de la Ermita y de la Cueva de Paulo y que, en su último trecho, permite avistar enfrente, en el otro extremo del valle, toda la extensión de las labores del Olivar y la Huerta Nueva, preámbulo de las de la Andenia y las de las cercanías de Bugarra.

Concluyo la subida entresudado y resoplando accediendo, por fin, a un relativo rellano. Recorro un centenar de metros antes de encarar la fuente Murté, un acreditadísimo manantial de agua blanda, al que tradicionalmente ha peregrinado la población para llenar los cántaros que saciaban la sed de las personas con salud delicada. Viejos algarrobos jalonan a derecha e izquierda la descarnada carretera. Más allá, en las lomas y vaguadas, un sinfín de agujas negras y cenicientas permanecen verticales, cual elocuentes testigos de la última barbaridad medioambiental.

Al pasar por delante de la fuente oigo a la izquierda de la carretera unas voces que provienen de uno de esos chamizos que se construyen en medio del campo, sin orden ni concierto, sin permisos ni autorización, expuestos a cualquier fortuito avatar, sea bajo la forma de asalto intempestivo o de catástrofe meteorológica. Avanzo recorriendo las vueltas y revueltas que describe la carretera que lleva a Bugarra, que está a algo más de una legua. Todo el camino es un serpenteo continuo de curvas y contracurvas, que están siendo recrecidas o disminuidas, según convenga, por la maquinaria pesada que ensancha desde hace unos meses la carretera.

Llego finalmente al corral de Torres y me detengo para descansar unos minutos y acabar de contemplar el progreso de las obras. Antes, ya me había quitado la camisa, caminando a pecho descubierto y disfrutando del tenue sol y de la otoñal y exquisita temperatura. Doy la vuelta dispuesto a deshacer el camino a buen paso, recorriendo el serpentín de curvas mientras diviso en lontananza el paisaje que se extiende ante mis ojos, tan agreste como embelecador. Un escenario soberbiamente estructurado, con un espectacular telón de fondo dibujado por la Cazoleta y la Ceja del Campillo, que encuadran unas pizpiretas bambalinas, representadas por las alturas de la Peña del Cuervo y los confines de Pera, que acotan el escenario portentoso de la feraz vega que se extiende sobre las riberas del río.

Hiere a la vista el estridente contraste entre el verdor del exiguo manto vegetal que escapó al último incendio, resaltado por las últimas lluvias, y el paisaje abrasado que pervive. Los ribazos de piedra seca emergen de las tierras calcinadas, escondidos e inermes frente a un abandono y una maleza incivil que lo acabara invadiendo todo, haciendo esfumarse el esfuerzo y la pericia de nuestros abuelos. Esta atmósfera áspera y desabrida, paradójicamente, acoge en su severidad el lejano e idílico tintineo de las esquilas de un rebaño de ovejas que pasta en alguna de las miles de huertas abandonadas, que se mezclan en mis oídos con el runrún que producen los motores de los espaciados vehículos que circulan por el otro lado del río y el de un tractor que laborea en el Olivar. Reparo continuamente en el canto de los pájaros que me circundan y diviso, sobre la Ceja del Campo, una colonia de buitres que describen amplios círculos aprovechando las térmicas allá en las alturas, casi perdidos entre las nubes.

Es tiempo de bonanza otoñal. Una ocasión propicia para disfrutar de un paseo matinal como el que emprendí esta mañana, que una vez más me transportó a redescubrir mis orígenes, devolviéndome al principio.

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