¡Vaya
placer de mañana septembrina! Apenas había recorrido los doscientos pasos que
median entre nuestra casa y las afueras del pueblo y, de golpe, tenía frente a
mí la larga y oronda serpiente verde que engulle las aguas de un río que enseñorea
y alimenta un espectacular lecho de cañas, cuyas panículas mecía a esa hora un leve
viento de levante.
Son
días de tormenta y abundan los charcos en los caminos y los barrizales en la
huerta. Cruzo el cauce por el vado habilitado hace décadas, cuando la enésima
riada se llevo el pontón que construyeron el año 57, después de la gran riada;
de la "riada", como aquí se la conoce, porque no se recuerda otra
semejante. El primer barrizal que encuentro en el camino me disuade de avanzar
por él. Opto por tomar un ramal alternativo que me lleva a la pista de macadán cuyos
repechos conducen a los Yesares, la primera estación de mi paseo matinal.
Desde
allí encaro la larga recta de un camino asfaltado, mal llamado carretera, que
enlaza Chiva y Gestalgar. Una de las dos únicas vías por las que se puede
llegar o salir del particular culo de saco en que se encuentra esta montaraz población.
Un suave descenso conduce directamente al estribo que engarza el puente nuevo
con la margen derecha del río. Un puente larguísimo, de casi trescientos
metros, que se construyó tras la gran riada con voluntad de que aguantase desastres
similares. Y la verdad es que ahí sigue, enhiesto y viril, aunque lo cierto es
que no hemos vuelto a conocer riada como aquélla. Casi cuatro minutos de
caminar a buen paso son necesarios para atravesarlo por completo y llegar a las
tapias del cementerio, un lugar que en este pueblo, contrariamente a lo dicho
por Serrat, no está en la ladera de un monte más alto que el horizonte, sino en
el punto más bajo del mismo, en un rincón desde el que solo se avistan las
últimas casas hacia el oeste, el barranco que lo circunda por el este, sus
propios tapiales con sus nichos y las cumbres de la Peña del Cuervo, que
verdean las copas de los pinos que escaparon al último incendio.
Gestalgar, septiembre 2015 |
Concluyo
la subida entresudado y resoplando accediendo, por fin, a un relativo rellano. Recorro
un centenar de metros antes de encarar la fuente Murté, un acreditadísimo
manantial de agua blanda, al que tradicionalmente ha peregrinado la población
para llenar los cántaros que saciaban la sed de las personas con salud delicada.
Viejos algarrobos jalonan a derecha e izquierda la descarnada carretera. Más
allá, en las lomas y vaguadas, un sinfín de agujas negras y cenicientas
permanecen verticales, cual elocuentes testigos de la última barbaridad medioambiental.
Al
pasar por delante de la fuente oigo a la izquierda de la carretera unas voces
que provienen de uno de esos chamizos que se construyen en medio del campo, sin
orden ni concierto, sin permisos ni autorización, expuestos a cualquier fortuito
avatar, sea bajo la forma de asalto intempestivo o de catástrofe meteorológica.
Avanzo recorriendo las vueltas y revueltas que describe la carretera que lleva
a Bugarra, que está a algo más de una legua. Todo el camino es un serpenteo
continuo de curvas y contracurvas, que están siendo recrecidas o disminuidas,
según convenga, por la maquinaria pesada que ensancha desde hace unos meses la
carretera.
Llego
finalmente al corral de Torres y me detengo para descansar unos minutos y acabar
de contemplar el progreso de las obras. Antes, ya me había quitado la
camisa, caminando a pecho descubierto y disfrutando del tenue sol y de la otoñal
y exquisita temperatura. Doy la vuelta dispuesto a deshacer el camino a buen
paso, recorriendo el serpentín de curvas mientras diviso en lontananza el
paisaje que se extiende ante mis ojos, tan agreste como embelecador. Un
escenario soberbiamente estructurado, con un espectacular telón de fondo
dibujado por la Cazoleta y la Ceja del Campillo, que encuadran unas pizpiretas
bambalinas, representadas por las alturas de la Peña del Cuervo y los confines
de Pera, que acotan el escenario portentoso de la feraz vega que se extiende sobre
las riberas del río.
Hiere
a la vista el estridente contraste entre el verdor del exiguo manto vegetal que
escapó al último incendio, resaltado por las últimas lluvias, y el paisaje abrasado
que pervive. Los ribazos de piedra seca emergen de las tierras calcinadas,
escondidos e inermes frente a un abandono y una maleza incivil que lo acabara
invadiendo todo, haciendo esfumarse el esfuerzo y la pericia de nuestros abuelos.
Esta atmósfera áspera y desabrida, paradójicamente, acoge en su severidad el
lejano e idílico tintineo de las esquilas de un rebaño de ovejas que pasta en
alguna de las miles de huertas abandonadas, que se mezclan en mis oídos con el
runrún que producen los motores de los espaciados vehículos que circulan por el
otro lado del río y el de un tractor que laborea en el Olivar. Reparo
continuamente en el canto de los pájaros que me circundan y diviso, sobre la
Ceja del Campo, una colonia de buitres que describen amplios círculos aprovechando
las térmicas allá en las alturas, casi perdidos entre las nubes.
Es
tiempo de bonanza otoñal. Una ocasión propicia para disfrutar de un paseo
matinal como el que emprendí esta mañana, que una vez más me transportó a redescubrir
mis orígenes, devolviéndome al principio.
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