martes, 22 de septiembre de 2015

Tiempo de silencio y soledad.

Hace meses que apenas reparamos en otra cosa que no sean las malas noticias. Pésimas nuevas en forma de enfermedades, desgracias personales, muertes y peripecias que suceden de manera recurrente e inoportuna. Se ha generado en nuestro derredor una especie de atmósfera amenazante, que respiramos con desagrado porque ha alterado más de lo que debiera nuestro habitual equilibrio biológico, haciéndonos partícipes de una realidad que nos incomoda profundamente y que nos incita a exteriorizar frecuentemente que ansiamos que finalice este año 2015, convencidos de que el mero transcurrir de los días alterará la tendencia de esta insólita secuencia que nos desazona y hasta nos desvela.

Cuando pensamos sobre el particular, o cuando conversamos y compartimos pensamientos y preocupaciones con amigos y conocidos, advertimos que lo que nos está sucediendo no es flor de un día, ni tampoco una circunstancia fortuita o un contratiempo puntual. Es algo que forma parte de la vida cotidiana de casi todo el mundo, pero muy especialmente de las personas que integran nuestros círculos de afinidad que, en general, son gentes que tienen una edad similar a la nuestra.

Las conversaciones habituales nos hacen tomar conciencia de la edad que tenemos, aportando evidencias y detalles que son argumentos incontestables y demostrativos de que nuestros itinerarios vitales transcurren por una década que hace muy pocos años era patrimonio de los mayores, de gentes que casi habían agotado su vida, a las que sus hijos y conciudadanos calificaban de “viejos”, sin paliativos. Estamos en la sesentena, una década crítica por más que las estadísticas, la ironía de los jóvenes o nuestros caprichosos estilos de subsistencia insistan en convencernos de lo contrario. Aunque la esperanza de vida esté por encima de los ochenta o nos empecinemos en hacer caso omiso de las limitaciones que conlleva la edad, la realidad es la que es: tozuda, mal que nos pese. Por ello, la certidumbre que la mayoría tenemos anclada en nuestra biología, que no obedece a razones científicas ni a cálculos matemáticos, nos advierte de que a partir de ahora es habitual que la gente empiece a despedirse de este mundo. Algo que, por otro lado, hemos olvidado con demasiada alegría porque, a poco que nos esforcemos, recordaremos que hace escasos años era una realidad casi universal. Y lo que es más, sigue siéndolo en las tres cuartas partes del mundo.

De modo que, bien mirado, lo que últimamente nos sobresalta no son incidentes circunstanciales que se desvanecerán en unos meses, presagiando un nuevo tiempo de tranquilidad y salud que nos alejará de los malos augurios y de las desgracias. Al contrario, es más que probable que no vuelva la generosa estación en la que estábamos instalados que, en el mejor de los casos, reverdecerá en pequeños paréntesis durante el tiempo que nos queda por vivir. Porque querámoslo o no, casi sin darnos cuenta, hemos empezado a vivir el tiempo del silencio y de la soledad.

Del silencio, en singular, esa especie de entidad abstracta y mítica que no se nos muestra, a la que atribuimos connotaciones metafísicas y existenciales y que identificamos como metáfora de lo inefable. El silencio, esa oquedad sustancial que se percibe como una especie de fuerza cósmica, misteriosa, y sobrenatural, que Machado y García Lorca, por poner dos ejemplos, abordaron tan acertadamente en sus poemas vínculándola a la muerte, subrayando a través de sus versos el genuino valor connotativo de ambos términos. El silencio como atributo existencial de la finitud, o variante de la idea de muerte, como se prefiera.

Vivimos un tiempo de silencio, que aísla a las personas presas de la enfermedad y de la muerte que nos van dejando. Un silencio que a ratos se alarga y nos captura a quienes permanecemos aquí, huérfanos de interlocución y de convivencia. Unos más y otros menos, todos vivimos embargados por un silencio cómplice e irracionalmente solidario que nos aboca a las soledades y a la infelicidad, que nos expone a la espera desesperanzada del silencio definitivo.

No sé si la compañía perfecta del silencio es la soledad o viceversa porque, ciertamente, casi siempre estamos solos, ensimismados, con nuestra conciencia, nuestros sentimientos, nuestras ideas o nuestros prejuicios. Esa soledad autoimpuesta y existencial, que hace posible la convivencia y que llega a ser placentera, se transmuta en una imposición dolorosa e inaceptable cuando sobreviene la quiebra de la vida en común con la desaparición definitiva del otro, del interlocutor que nos acompaña habitualmente. Cuando ello sucede se quiebra abruptamente la comunicación y alumbra la desesperanza. Nos invade una injuriosa soledad, una nada enmudecida, que nos sume en la tristeza y en el desaliento. Percibimos la orfandad a destiempo y abrazamos la soledad, ese estado de tristeza y negatividad que obtaculiza el bienestar que la soledad ocasional y deseada suele reportar.

Tal vez por eso debemos aprender a convertir la soledad en una situación transitoria y a percibirla como algo no forzosamente traumático. Quizás represente una oportunidad para intensificar la autorreflexión, para conocernos a fondo y encontrarnos con nuestra propia identidad. ¿Por que no creer que existe un tiempo para comunicarnos y compartirlo con los demás y otro, el de la soledad, necesario para encontrarnos con lo más profundo de nosotros mismos y para dialogar con nuestros más acendrados miedos, esos que ni pueden ignorarse ni deben bloquearnos? Acaso sea esa nuestra última tarea, o posiblemente no. ¡Qué difícil es ensayar respuestas a preguntas tan complicadas!

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