jueves, 1 de octubre de 2015

La ninfa que sabía contar cuentos.

Para Concha, con mi afecto.

Hace muchos, muchísimos años, conocí a una persona muy especial que casi siempre estuvo rodeada de niños. Vivía en un país oscuro y anticuado, gobernado con mano de hierro por un tirano descomunal que cometía muchas tropelías. Por ser, era tan ogro que decretó que las personas debían vivir tristes, sin hablar ni cantar. Incluso dictó un bando prohibiendo expresamente que pudiesen ser felices y vivir prósperamente.

Esta persona abominaba vivir en país tan lúgubre y miserable y se propuso contribuir a cambiarlo. Para ello decidió hacerse maestra. Estudió la carrera y, como era inteligente y aplicada, logró ser una de las primeras de su promoción. Cuando concluyó los estudios, encontró trabajo y empezó a ejercer su profesión. Dado que era atenta observadora, a los pocos años reparó en que los libros de texto que utilizaban sus alumnos eran feos y poco útiles, como casi todo en aquél país lóbrego y casposo. Apenas tenían ilustraciones y sus textos incluían argumentos o narraban hechos que no eran verdad en muchos casos, y casi no servían para nada en otros. Las lecciones referían historias irreales o recomendaciones inútiles, carentes de interés y de sentido para los niños.

Así que, poco a poco, fue dejando a un lado los libros y empezó a ofrecer a sus alumnos otros materiales más divertidos e interesantes. Ello no siempre fue del agrado de sus jefes, por lo que encontró a menudo su incomprensión y también la de algunos padres y madres. Un día, cansada de remar contracorriente, decidió trabajar con los niños más pequeños de la escuela, con los parvulitos, los únicos que podían prescindir de aquellos odiosos libros porque no tenían la obligación de aprender a leer y escribir. Apenas pasaron unos meses y se había entusiasmado tanto con las cosas que hacía con ellos que, casi sin darse cuenta, a base de atender, escuchar y vivir con los pequeños se olvidó de leer y escribir. Pero al mismo tiempo, también imperceptiblemente, aprendió a contar historias maravillosas: había nacido la maestra que olvidó leer pero aprendió a contar cuentos. Y un día me contó una fábula que recrearé a mi manera:

Antes de que el cambio climático convirtiese el paisaje alicantino en la estepa que conocemos, en las laderas del Benacantil había una enorme oquedad, hoy desaparecida bajo toneladas de escombros, que cobijaba un lago subterráneo prodigioso. En él vivía una ninfa preciosa, hija de Esón, un rey que visitó la gruta donde vivía su madre cuando los griegos llegaron a las costas alicantinas. Allí se enamoró de Adara y, fruto de ese amor, nació Náyade. Náyade, como su progenitora, también conoció a un príncipe, Tansy, con el que se casó y tuvo otra hermosa niña, a la que llamaron Aglaia. Tansy decidió enrolarse en la embarcación de los argonautas para ayudar a Jasón a recuperar su reino. Mientras permaneció ausente, Aglaia vivía feliz en compañía de su madre y de las pequeñas ninfas que habitaban junto a aquella laguna azulada. Un día, cuando paseaba por sus orillas, resbaló y cayó en una hondonada, donde permaneció inconsciente largas horas. Cuando la rescataron tardó en despertarse varios días y al hacerlo descubrió que apenas se podía mover. Desde entonces vivió en una zona ajardinada, sin obstáculos, que le permitía jugar y cantar con sus amigas. En ella había una pérgola fabulosa, hecha de rosales trepadores y madreselvas, donde solía dormir la siesta junto a su madre. Un día, mientras descansaban plácidamente, una tarántula negra y odiosa salió de su agujero y mordió a Náyade en un brazo, inoculándole un veneno lento y terrible que amenazaba con acabar con ella. La ninfa tomó conciencia de la gravedad de la situación y, completamente agobiada, pidió consejo a un viejo gnomo que visitaba periódicamente la laguna. Cuando lo vio llegar le dijo:

Amigo, tú que sabes tanto y eres tan astuto dime: ¿qué podría hacer para salvarme de esta maldición?

El gnomo la miró atentamente, apretó enérgicamente su cabeza con sus manos y le respondió:

Dentro de pocos días oirás los cencerros de un rebaño que suele pastar en estas laderas del Benacantil. Al oírlos, debes redoblar tu canto hasta lograr ensimismar a su pastor y hacer que venga a la gruta y te escuche. Cuando llegue junto a ti, cuéntale tu desdicha y pídele que te ayude. Convéncelo para que viaje al Maigmó, al Puig Campana, a la Serrella y a todas las montañas y sierras de Alicante. Arráncale la promesa de que atenderá las necesidades que tengan las personas mayores que habitan en esos lugares. Asegúrate también de que irá a las escuelas y contará a los niños la auténtica historia de la ninfa Náyade y les enseñará la más bonita de sus canciones.

Cuando haya realizado esta encomienda esperaréis un tiempo, hasta que lleguen los temporales del otoño. Un día se desatará una gran tormenta. Será tan grandiosa que se extenderá por toda la provincia. Cuando escampe y asome tímidamente el sol, aparecerá en el horizonte un gigantesco arco iris doble que embelesará a todos los habitantes de esta tierra. Esa será la señal para que los niños de todos los pueblos canten al unísono la melodía que les habrá enseñado el pastor. Sus voces se expandirán por el éter y viajarán unidas hasta esta gruta del Benacantil.  Aquí, resonarán con tal estruendo que tú, Náyade, presa del miedo, gritarás con todas sus fuerzas, expulsando con tu aliento el veneno que te inoculó la tarántula. Así escapará de tu cuerpo la ponzoña y se quebrará el hechizo.

Para entonces, Tansy habrá regresado a casa y Aglaia habrá logrado recuperarse plenamente de su accidente. Tú ya serás mayor y estarás próxima a llegar a tu destino, pero eso es lo que menos importa. Lo importante será, como dijo Kavafis, que han sido muchas las mañanas de verano en que visitaste puertos nunca vistos y te detuviste en emporios donde conseguiste hermosas mercancías. Lo que importa es que habrás visto muchas ciudades y aprendido de sus sabios, que tienes a Ítaca en tu mente y que llegar a ella es tu destino. Pero no apresures el viaje, porque es mejor que dure algunos años y que atraques en la isla, enriquecida con cuanto ganaste en el camino...

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