jueves, 15 de octubre de 2015

36 hombres justos.

En la tradición judía existen historias asombrosas que sorprenden e incluso conmueven a los espíritus más indolentes. Son decenas las leyendas y mitos que han trascendido el ámbito del judaísmo e impregnado culturalmente a la humanidad entera. La religión judía, como la católica y la musulmana, constituye un sistema de creencias caracterizado por fundamentarse en una concepción dramática de la vida. Como toda mitología, resalta el sacrificio personal, concebido como valor humano primordial para la protección de la tribu o del grupo social. En el judaísmo el “mártir” es la encarnación del valor positivo, en tanto que personifica a quien es capaz de sacrificar su propia vida para lograr el bienestar de los suyos. Se conforma así una especie de raza de héroes, cuyas meritorias acciones en favor de sus colectividades les granjean el reconocimiento y la gracia de la divinidad. En tanto que víctimas que se inmolan son capaces de protagonizar la mayor gesta concebible: la entrega superlativa que supone ofrecer la propia vida para que los demás sigan existiendo.

Desde una perspectiva diferente, la solidaridad y la interdependencia cósmica no son preceptos morales sino que más bien constituyen un modo de existir inserto en una cosmogonía específica. Quienes aceptan o practican este modus vivendi entienden que nada significativo puede suceder en el cosmos sin que el conjunto lo acuse inmediata y manifiestamente mediante una especie de aspaviento fraternal, solidario y casi mimético.

Es conocido que el 36 es el número de la solidaridad cósmica y también el del encuentro de los elementos y las evoluciones cíclicas. En efecto, 36 es lo que mide el cuadrado de lado 9, es también el valor aproximado del círculo de diámetro 12 y tiene una clara resonancia de los 360 grados de la división de la circunferencia y del año lunar. Por otro lado, para los chinos el 36 es el número del “gran total”. Además, la mayoría de los ciclos cósmicos son múltiplos de 360. Y por si faltaba algo, 36 es la suma de los cuatro primeros números pares y de los cuatro primeros nones, lo que hizo que los pitagóricos le atribuyesen el nombre de “gran cuaternario”. Abundando en este  argumentario, 36 es, también, la suma de los cubos de los tres primeros números. Por tanto, no es de extrañar que en la Cábala —disciplina de pensamiento esotérico relacionada con el judaísmo que analiza los sentidos recónditos de la Torá—  se considere que son treinta y seis los hombres justos e invisibles que sostienen la paz en el mundo.

En el imaginario de los colectivos sociales se aprecia una cierta tendencia a profetizar que los mayores benefactores de la humanidad o son invisibles, o bien adoptan las máscaras más sencillas y humildes para desarrollar su acción protectora. Así se recoge, por ejemplo, en una leyenda judía que asegura que en cada generación hay treinta y seis hombres que sostienen el mundo (es superfluo abundar en la misoginia de las religiones monoteístas). Estos hombres no deben buscarse entre las figuras destacadas de cada época histórica porque no suelen ser intelectuales o artistas famosos, ni tampoco jefes de estado o premios Nobel. Son personas de cualquier raza, color o edad, que diariamente respaldan al mundo con sus acciones empapadas de justicia. Se desconocen entre sí y actúan sin saber siquiera que son tales. Cuando uno de ellos muere, nace otro para reemplazarlo. La cifra permanece invariable y también la misión que tienen encomendada. Por tanto, son héroes anónimos, personas rectas que cargan con el peso de la humanidad entera y que con sus acciones, igual que los héroes mitológicos o los mártires, garantizan el bien común a costa de su propio sacrificio. No poseen poder sobrenatural o gracia divina alguna que les ayude a llevar a cabo su gesta, siendo únicamente su voluntad y su actitud de servicio lo que les diferencia de los demás.

Desde esta perspectiva podría decirse que habría una especie de justicia externa y falible  —que concierne a los seres humanos “normales” — que coexistiría con otra justicia, interna e invisible, cuya función primordial sería evitar que el universo se destruya o desaparezca, empresa que estaría encomendada a esos treinta y seis agentes justos y encubiertos. Según la leyenda, dado que estas personas cargan con el peso de la existencia humana, cuando mueren y llegan al cielo, Dios los calienta entre sus brazos durante cien años, que es el tiempo que requiere la desaparición del pesar y el dolor con el que vivieron para salvar a sus congéneres. Otras versiones sostienen, no obstante, que algunos de estos héroes anónimos jamás encuentran el descanso dado el tremendo sufrimiento que acumulan a lo largo de su vida para mitigar el dolor del resto de la humanidad.

Tal vez porque soy poco amigo de heroicidades y martirologios tengo para mi que hay una verdad esencial en la leyenda, más allá de sus aspectos contingentes. Nadie puede asegurar que los justos sean 36. Particularmente me inclino a creer que son muchos más los que sostienen al mundo. Entre los siete mil quinientos millones de almas que hoy lo pueblan, ¿acaso es disparatado pensar que sean 36 millones, o cien veces más, los hombres y las mujeres “normales” que viven o sobreviven de su trabajo, que llegan con dificultades a fin de mes, cuando lo consiguen,  y que aún así no dejan de echar una mano a los demás cuando y en cuanto pueden? Yo creo que son ellos los auténticos héroes y mártires, sin saberlo, porque sostienen silentemente a la otra mitad de la humanidad. He conocido y conozco a algunos de ellos, que no han sido santificados ni serán mencionados jamás en los libros de historia pero que nos han dejado o nos dejan la mejor herencia imaginable: su anónimo ejemplo como seres humanos.

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