En
la tradición judía existen historias asombrosas que sorprenden e incluso conmueven
a los espíritus más indolentes. Son decenas las leyendas y mitos que han trascendido
el ámbito del judaísmo e impregnado culturalmente a la humanidad entera. La
religión judía, como la católica y la musulmana, constituye un sistema de
creencias caracterizado por fundamentarse en una concepción dramática de la
vida. Como toda mitología, resalta el sacrificio personal, concebido como valor
humano primordial para la protección de la tribu o del grupo social. En el
judaísmo el “mártir” es la encarnación del valor positivo, en tanto que personifica
a quien es capaz de sacrificar su propia vida para lograr el bienestar de los
suyos. Se conforma así una especie de raza de héroes, cuyas meritorias acciones
en favor de sus colectividades les granjean el reconocimiento y la gracia de la
divinidad. En tanto que víctimas que se inmolan son capaces de protagonizar la
mayor gesta concebible: la entrega superlativa que supone ofrecer la propia
vida para que los demás sigan existiendo.
Desde
una perspectiva diferente, la solidaridad y la interdependencia cósmica no son
preceptos morales sino que más bien constituyen un modo de existir inserto en
una cosmogonía específica. Quienes aceptan o practican este modus vivendi
entienden que nada significativo puede suceder en el cosmos sin que el conjunto
lo acuse inmediata y manifiestamente mediante una especie de aspaviento
fraternal, solidario y casi mimético.
Es
conocido que el 36 es el número de la solidaridad cósmica y también el del
encuentro de los elementos y las evoluciones cíclicas. En efecto, 36 es lo que
mide el cuadrado de lado 9, es también el valor aproximado del círculo de
diámetro 12 y tiene una clara resonancia de los 360 grados de la división de la
circunferencia y del año lunar. Por otro lado, para los chinos el 36 es el
número del “gran total”. Además, la mayoría de los ciclos cósmicos son
múltiplos de 360. Y por si faltaba algo, 36 es la suma de los cuatro primeros números
pares y de los cuatro primeros nones, lo que hizo que los pitagóricos le
atribuyesen el nombre de “gran cuaternario”. Abundando en este argumentario, 36 es, también, la suma de los
cubos de los tres primeros números. Por tanto, no es de extrañar que en la Cábala
—disciplina
de pensamiento esotérico relacionada con el judaísmo que analiza
los sentidos recónditos de la Torá— se considere que son treinta y seis los
hombres justos e invisibles que sostienen la paz en el mundo.
En
el imaginario de los colectivos sociales se aprecia una cierta tendencia a profetizar
que los mayores benefactores de la humanidad o son invisibles, o bien adoptan
las máscaras más sencillas y humildes para desarrollar su acción protectora. Así
se recoge, por ejemplo, en una leyenda judía que asegura que en cada generación
hay treinta y seis hombres que sostienen el mundo (es superfluo abundar en la
misoginia de las religiones monoteístas). Estos hombres no deben buscarse entre
las figuras destacadas de cada época histórica porque no suelen ser intelectuales
o artistas famosos, ni tampoco jefes de estado o premios Nobel. Son personas de
cualquier raza, color o edad, que diariamente respaldan al mundo con sus
acciones empapadas de justicia. Se desconocen entre sí y actúan sin saber
siquiera que son tales. Cuando uno de ellos muere, nace otro para reemplazarlo.
La cifra permanece invariable y también la misión que tienen encomendada. Por
tanto, son héroes anónimos, personas rectas que cargan con el peso de la
humanidad entera y que con sus acciones, igual que los héroes mitológicos o los
mártires, garantizan el bien común a costa de su propio sacrificio. No poseen
poder sobrenatural o gracia divina alguna que les ayude a llevar a cabo su
gesta, siendo únicamente su voluntad y su actitud de servicio lo que les
diferencia de los demás.
Desde
esta perspectiva podría decirse que habría una especie de justicia externa y
falible —que concierne a los seres
humanos “normales” — que coexistiría con otra justicia, interna e invisible, cuya
función primordial sería evitar que el universo se destruya o desaparezca, empresa
que estaría encomendada a esos treinta y seis agentes justos y encubiertos. Según
la leyenda, dado que estas personas cargan con el peso de la existencia humana,
cuando mueren y llegan al cielo, Dios los calienta entre sus brazos durante cien
años, que es el tiempo que requiere la desaparición del pesar y el dolor con el
que vivieron para salvar a sus congéneres. Otras versiones sostienen, no
obstante, que algunos de estos héroes anónimos jamás encuentran el descanso dado
el tremendo sufrimiento que acumulan a lo largo de su vida para mitigar el
dolor del resto de la humanidad.
Tal
vez porque soy poco amigo de heroicidades y martirologios tengo para mi que hay
una verdad esencial en la leyenda, más allá de sus aspectos contingentes. Nadie
puede asegurar que los justos sean 36. Particularmente me inclino a creer que
son muchos más los que sostienen al mundo. Entre los siete mil quinientos millones
de almas que hoy lo pueblan, ¿acaso es disparatado pensar que sean 36 millones,
o cien veces más, los hombres y las mujeres “normales” que viven o sobreviven
de su trabajo, que llegan con dificultades a fin de mes, cuando lo consiguen, y que aún así no dejan de echar una mano a los
demás cuando y en cuanto pueden? Yo creo que son ellos los auténticos héroes y mártires,
sin saberlo, porque sostienen silentemente a la otra mitad de la humanidad. He
conocido y conozco a algunos de ellos, que no han sido santificados ni serán mencionados
jamás en los libros de historia pero que nos han dejado o nos dejan la mejor
herencia imaginable: su anónimo ejemplo como seres humanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario