jueves, 30 de mayo de 2013

Crónicas de la amistad: Aspe (3)

Ayer, el día nos llevó a Aspe.  Alfonso, que venía de Benilloba, me recogió en Alicante y juntos, hablando de nuestras cosas -de Alfonso junior y de Paqui, del tiempo, de los amigos...- enfilamos hacia allá por la autovía de Madrid. Apenas sin advertirlo, estábamos recorriendo las primeras calles del pueblo. Unas cuantas preguntas a los lugareños y un pequeño recorrido periférico nos llevaron sin apenas demora al restaurante “YA”. Allí nos esperaba nuestro anfitrión, Antonio García Botella. Un aspense de pro, amigo y compañero desde hace más de 40 años. Llegamos todos puntuales, a la hora acordada. Nos sentó alrededor de una mesa a seis amigos, además de compañeros de promoción: Elías  Cascant, José Joaquín Pérez (Sofo, para todos), Pascual Ruso, Antonio Antón, Alfonso Olcina y  yo mismo. Allá estábamos los siete. Menú: aperitivos varios y buenos y paella de conejo y caracoles, lo propio en los Valles del Vinalopó. Después del postre (dulces varios, excelentes), unos cafés y unas copillas, que algunos -los menos, todo hay que decirlo- acompañaron de cigarrillos, sentados todos distendidamente en la terraza del restaurante.
Ayer, Alfonso y Pascual nos obsequiaron con una quincena de viejas fotografías que conservan. En ellas estamos atrapadas muchas de las personas, inaccesibles al paso de los años (¡lástima que el blanco y negro delate los detalles!), que coincidimos en aquella magnífica cosecha que fue la promoción de la Escuela de Magisterio de Alicante, que inauguró el llamado Plan de 1967. Probablemente una de las mejores hornadas de maestras y maestros formados en la antigua Escuela Normal.

Estuvimos reconociéndonos y reconociendo a las personas que se ven en esas fotos. Algunos, por desgracia, ya se fueron definitivamente. Nuestro recuerdo emocionado para todos: José A. Moreno, Miguel Giner “El Chupi”, Pascual Ginestar, Juan Silvestre Vivo y ¿quién sabe si alguien más que no sabemos?. Pero también para él o para ella nuestro recuerdo intenso y sincero. Rápidamente nos  apresuramos a decidir que serían escanearlas y remitidas a todos para general tenencia y disfrute. ¡Qué dicha remirar las “caritas de azucena” que todos teníamos con apenas 20 años!. ¡Qué fastidio no reconocerlo todo y a todos!. ¡Qué verdad aquella de que el tiempo y la memoria no perdonan!

Tiempos para el recuerdo y las pequeñas nostalgias, ¿por qué no?. Recuerdos de escarceos, aventuras y desventuras en el tiempo que nos tocó vivir. Escenarios de nuestras vidas pretéritas en la Escuela Normal del Castillo de S. Fernando o en sus proximidades. “Hazañas” imaginadas y/o reales en el “Paso del Ecuador” en Palma de Mallorca, o en la más lejana Galicia, durante el Viaje de Fin de Estudios. Anécdotas, devaneos, vivencias que recordamos con cariño, e incluso con melancolía.

¡Qué magnífica promoción aquella primera del 67!. Bastantes años después de concluir nuestros estudios nos hemos visto unas cuantas veces. Algunos recordábamos ayer cuando coincidimos, allá por los años ochenta, en el Hotel Almirante, en aquella cena veraniega en la playa de San Juan. Otros aseguraban que remataron los postres de aquella velada con un excelente “canutillo” proporcionado por no sé quién.¡Qué memoria tan selectiva!. Años más tarde organizamos otro encuentro más formal, en el que emplazamos a todas y a todos, coincidiendo con el 25 aniversario de nuestra diplomatura. Allí sí que prácticamente concurrimos la inmensa mayoría.  Fue una noche fantástica, inolvidable, para vivirla como la vivimos. Luego hubo algún encuentro más, en Elche y en Santa Pola, probablemente sin el necesario espaciamiento. Como suele suceder, el ímpetu y la participación decayeron y lo dejamos. Pero en los últimos meses, unos cuantos, hemos retomado el saludable de placer de vernos, hablarnos, comer, abrazarnos y querernos durante un rato. Hemos descubierto de nuevo los momentos especiales, esos que nos permiten recordar, compartir, argumentar, reconocernos y afirmarnos. En suma, vivir unas cuantas horas intensa y distendidamente, enredados como las cerezas.


Yo les llamaría simbólicamente “tiempos de cerezas y afectos” -¡qué buenas las que nos trajo Alfonso, recién cogidas de sus campos de la Montaña!- Tiempos para los abrazos sentidos y para las miradas cómplices, comprensivas y expresivas. Miradas profundas, de ojos sensibles entre párpados arrugados. Miradas verdaderas, que dicen mucho más que las palabras, porque nunca mienten.

Espacios para las tertulias improvisadas. Con muchos temas, sinfines de preocupaciones, demasiadas cosas para abordar en tan poco tiempo. Diálogos a una, a dos y hasta a tres bandas. Nostalgia, descreimiento, filosofía de la cotidianidad, recuerdos adobados con imaginaciones benévolas y azucaradas, entre whiskies, gintónics y agua mineral con gas. ¡Un gozo!.


martes, 28 de mayo de 2013

La mora.

Pese a las muchas acepciones que tiene esta palabra, en los últimos tiempos aparece vinculada a un nuevo significado, como consecuencia de la iniciativa desarrollada por algunos ciudadanos que viven en unos cuantos municipios de la Sierra Norte de Madrid (Manzanares el Real, Colmenar Viejo, La Cabrera, etc.). Curiosamente, con este término aluden a una moneda alternativa, que utilizan actualmente para intercambiar servicios y productos un colectivo de casi quinientas personas.

La idea de crear esta singular moneda hay que buscarla en el contexto del movimiento 15M Sierra Norte. En mayo de 2012, sus miembros, vecinos de los referidos pueblos, difundieron la propuesta entre familiares y amigos que, según cuenta Franco Llobera, uno de sus organizadores, la acogieron con receptividad, de tal modo que han conseguido intercambiar bienes y servicios por un equivalente a once o doce mil euros, en apenas los seis o siete primeros meses de su existencia. Actualmente, la organización tiene más de ochocientas ofertas, que abarcan casi todo lo imaginable, como se puede comprobar en su web.

El sistema que han urdido estas personas va más allá del trueque de servicios entre ellas. Es una estructura más compleja, porque además de obtener servicios, también pueden "comprar" productos.  Lo que ellos recomiendan para atribuir valor a las ofertas que hacen es que se tase lo que se ofrezca a diez moras la hora de trabajo. Además, si se trata de un producto manufacturado (artesanía, artículos para el hogar…), es posible pagar hasta el 50% de su valor en euros, lo que facilita que el artesano pueda hacer frente a la compra de los materiales necesarios.

En la web corporativa “La mora. Moneda complementaria Sierra Norte” (http://lamorasierranorte.org), podemos leer que para ellos “la mora, o moneda social, es un instrumento para conseguir relaciones económicas igualitarias y basadas en el trabajo real. La moneda social se crea y se destruye por y en función de la actividad económica real que se da entre las entidades y personas participantes. Es una moneda local, que no produce intereses y que no tiene sentido acumular. Esto elimina la posibilidad de especular con ella y facilita una alta rotación de la misma, aspecto que favorece los intercambios internos. En este sentido, nunca hay escasez de moneda, sino que existe tanta como riqueza o trabajo real existe en la Comunidad de Intercambio Sierra Norte. Por tanto, es una moneda que se crea de forma democrática, descentralizada y comunitaria, lo que permite consolidar y potenciar economías locales basadas en la cercanía y el conocimiento mutuo. La mora no tiene una representación física  todavía (billetes o similar). Los intercambios se realizan a través de procedimientos electrónicos, mediante una interfaz web en la que cada usuario dispone de una cuenta propia en moneda social. En el sistema conviven el euro (con su realidad física) y la moneda social con una relación de equivalencia 1:1 entre ambas”.

Los participantes de La Mora, además de utilizar la web para anunciar sus ofertas, se juntan una vez al mes en distintos municipios y organizan mercadillos para mostrar los productos y conocerse, porque al fin y al cabo, de lo que se trata es de volver a un sistema de trueque y compraventa más cercano y de intentar capear la crisis.

En el contexto de la locura económica que nos está arrasando, saber que hay iniciativas como La Mora (y las hay en otros lugares de España), aún con todas sus limitaciones, es como respirar una bocanada de aire auténtico. Pese a que me retrotrae a más de cincuenta años atrás, cuando en plena autarquía dictatorial había “moras” en todos los pueblos y en muchas ciudades de España. Todavía no he olvidado los viajes que hacía a la tienda del pueblo. En muchos de ellos, mi madre me enviaba con un cesto con huevos o con algunas hortalizas y me indicaba con qué otros presentes debía volver. Unas veces era un paquete de arroz, y otras unas buenas rodajas de chorizo pamplonés que, por cierto, ¡bien bueno que estaba!.

En fin…¡vivir para ver!.


viernes, 24 de mayo de 2013

Las ‘esparteñas’ del tío Fabián.

Hace unos días, hojeando el diario El País, reparé en la viñeta que había enviado el señor Andrés Rábago (conocido antes por OPS, y ahora por El Roto). Ese día, fiel al ascetismo de su estilo y a la cáustica que le caracteriza, reproducía un sencillo vestido veraniego con tirantes, para jovencitas, con un estampado de cascotes y manchas de sangre, acompañado de una lacónica leyenda, que literalmente decía: “La ropa de marca traía manchas de sangre y restos de cascotes: caprichos de la moda...”, en clara alusión al reciente hundimiento de una fábrica textil en Dacca (Bangladesh), una de las llamadas ‘sweatshops’ del Tercer Mundo, que se llevó por delante más de cuatrocientas personas e hirió a innumerables más. Lamentablemente, otra vez la desgracia ha evidenciado las inhumanas condiciones en las que trabajan tantos millones de obreros, siervos de un atroz sistema económico y de quiénes lo gobiernan. Un sistema y unas personas sin otro objetivo que la infinita búsqueda del beneficio, por encima de lo que sea, que son los responsables últimos de ésta y de tantas tragedias.

Paradójicamente, y por una asociación de ideas para la que no tengo explicación, la viñeta de El Roto me trajo a la mente otra imagen bien diferente: la de las esparteñas del tío Fabián. Insisto: esparteñas, que es el nombre genérico con que se denominan en mi pueblo las alpargatas de cuerda de esparto. Y es una acepción correcta,  porque así lo acredita el diccionario de la RAE.  En fin, son cosas  de las lenguas que hablamos los naturales de las zonas fronterizas, que igual que están preñadas de barbarismos, préstamos lingüísticos e incorrecciones, también son guardianas involuntarias de vetustos arcaísmos, tan desconocidos como hermosos.

Empezaré por decir que, no sé por qué, el tío Fabián no era tal. Recuerdo vagamente que su nombre verdadero era Vicente Diago. Así al menos rezaba en los calendarios que año tras año su mujer, la tía María, obsequiaba a mi madre. En ellos se leía: “Vinos y licores Vicente Diago”.  No recuerdo en ellos alusión alguna a Fabián. No obstante, aseguro que el señor Vicente Diago era el tío Fabián para todo el pueblo y, además, era nuestro vecino de enfrente.

En tiempos de la Segunda República, el tío Fabián fue un libertario. Al menos eso me contaron algunos viejos convecinos, que recordaban su participación en la comuna que se estableció en la iglesia del pueblo, convertida en casa de acogida para algunas familias. He olvidado decir que esta historia sucedió en Gestalgar, pueblo donde nací y viví con mi familia hasta los casi 15 años. El tío ‘Fabián’ y la tía María, nuestros vecinos, eran dos personas de bien. Recuerdo especialmente lo buena mujer que era la tía María. Vecina de sus vecinas, diligente en la ayuda desinteresada, discreta y confidente de jóvenes y mayores. Un “paño de lágrimas”, imprescindible para sus amistades y para su familia. Recuerdo su imagen, ya bien entrada en edad, con el pelo ‘a lo garçon’, como decía mi padre, que creo que le acompañó hasta la muerte. ¡Ay, las reminiscencias libertarias!

El tío Vicente, como todos los hombres del pueblo, se dedicaba a las labores agrícolas. La tía María complementaba la precaria economía doméstica con lo que sacaba de una pequeña tienda de licores, que había habilitado en el zaguán de su casa. Por cierto, un lugar conocido y visitado por todos los críos de las calles colindantes. Allí era dónde, por encargo diario de nuestros padres, proveíamos a nuestras familias de vino a granel y, en los meses estivales, de gaseosa. ¡Qué ricas estaban aquellas gaseosas de Escutia y de Montesol, que venían de Liria en camiones repletos de cajas, con refrescos, zarzaparrillas y cholecks!. También traían barras enormes de hielo, aisladas entre sí por pátinas de cáscara de arroz y cubiertas con sacos terreros para facilitar su conservación durante el viaje. Qué refrescante aquella mezcla de gaseosa y vino blanco de merseguera que hacíamos cuidadosamente y con la que acompañábamos las comidas y las cenas niños, mayores y abuelos, bebiendo a gallete en el porrón (barral, le llaman en el pueblo). Democráticamente y por riguroso orden, salvo desistimiento voluntario. También, hay que decirlo todo, el zaguán de la casa del tío Fabián era un pequeño refugio donde los tres o cuatro borrachines del pueblo solían echar algunas copillas de cazalla o de coñac de garrafa.

Pero no es esto lo que nos interesa. Hoy lo que nos importa son las esparteñas que confeccionaba el tío Fabián. Es sabido que las labores agrícolas, especialmente en el invierno, se detienen los días de lluvia, que son como resquicios en la continuidad infinita del trabajo de los labradores, que los aprovechan para reparar los aperos, remendar las lonas, los sacos o los arreos de los animales. O bien, para adecentar las cuadras, desgranar el maíz o para preparar las semillas y labores de la próxima siembra. Y para muchas más. En esos días, el tío Vicente Fabián solía acometer una faena especial, en la que se desenvolvía como un maestro, como había pocos en el pueblo: fabricar sus alpargatas con esparto. Naturalmente, ello requería algunos preparativos. El primero, proveerse de la materia prima. Así que en la mejor época, al final del verano, seleccionaba las matas que tenían el esparto más selecto, que arrancaba cuidadosamente, ataba en manojos y ponía a secar, colgándolo en la ‘cambra’ (palabra en desuso, equivalente a cámara, RAE), que era el último piso de las casas, con ventanas sin batientes ni cristales, donde se disponían las cosechas para que se oreasen y secasen, protegidas de las inclemencias atmosféricas. De modo que, cuando llegaba el invierno, con sus días lluviosos y hasta con sus nevadas, el esparto estaba listo para fabricar las esparteñas.

Recuerdo el descansillo del estrecho callejón que separaba su casa de la colindante, por el que accedía a su cuadra. A la entrada, había un breve espacio, resguardado y bien iluminado, dónde colocaba con esmero un pilón de madera que tenía ex profeso para esta tarea, junto con una maza, también de madera, con la que 'picaba' el esparto, golpeándolo acompasada y reiteradamente hasta que conseguía ablandarlo y darle la textura idónea. Una vez ‘picado’, entrelazaba las hebras y confeccionaba una especie de cordel interminable, que iba plegando en madejas. Con el cordel enhebrado en una aguja saquera empezaba a fabricar sus zapatillas de ‘mudarse’, que en el habla de Gestalgar significa ponerse la mejor ropa, la que se suele utilizar los domingos y días festivos. Eran las esparteñas de mudarse porque eran las nuevas; las usadas del año anterior, a partir de ahora, pasaban a ser de uso diario. Empezaba por la suela. A mi me llamaba la atención aquella suela gruesa, que era como una coraza protectora de la planta de los pies, tan gruesa que parecía que no se quebraría nunca, que los protegería de cuántas piedras y pinchos osasen atravesarla. A su vez, me sorprendía lo menudas que eran la cara y el talón de las zapatillas, apenas un leve sostén de los dedos más largos del pie y una breve sujeción trasera para el talón. Ambas partes eran minuciosamente intercaladas sobre la suela con la aguja. Finalmente, añadía unos finos cordones, que remataban las zapatillas y permitían anudarlas a las piernas, justo a la altura de los tobillos. De modo que, al finalizar la tarea, había conseguido unas espardeñas magníficas, una auténtica obra de artesanía, ajustada perfectamente a la morfología de sus pies. Una obra que daba gozo ver y que era la admiración de muchos de sus convecinos, tal era la maestría que el tío Fabián tenía para hacer sus esparteñas.

Al final de aquellos años, la enfermedad de mi padre nos trajo a Alicante. Volvíamos al pueblo algunos días en verano. Yo había abierto mis ojos a muchas cosas en la ciudad, que en el pueblo ni siquiera imaginaba, tal era el silencio reinante. Entre los recuerdos de entonces, emerge la voz del tío Vicente, que siempre nos esperaba como agua de mayo. “Chiquillo, chiquillo, ¿has traído algo?", me decía en un murmullo apenas nos veía abrir la puerta de casa. Y lo hacía con ilusión y esperanza, que delataban sus ojos vivarachos. Se refería a si llevaba conmigo revistas como Cambio 16, Cuadernos para el Diálogo, Hermano Lobo… O libros, como la Historia de España, de Pierre Vilar, u otros de la editorial Ruedo Ibérico, que yo solía prestarle a hurtadillas. El leía incansablemente y con avidez. Después, venían las tertulias nocturnas, sotto voce, tomando la fresca a la luz de la luna, recostados en sillas de anea apoyadas en las fachadas de nuestras casas. Era un hombre que esperaba con codicia las noticias del más allá, cuyos destellos iluminaban por unos días su anodina vida en el pueblo, envuelta en silencios y sufrimiento.

Tal vez, entre estos recuerdos, surgió la asociación de ideas entre los trabajadores de Bangladesh y los labriegos de Gestalgar. Ambos comparten vidas miserables, engaños, explotación y silencio. Pero hay una pequeña diferencia entre ellos. El tío Fabián tenía atribuciones y oportunidad real para hacerse sus zapatillas. Podrá decirse que eran muy modestas, pero no se podrá negar que eran únicas. Y desde luego, ni estaban a la venta, ni nadie podía lucrarse con ellas. Lo de los ciudadanos de Bangladesh es bastante peor. No sólo no tienen zapatillas sino que se pasan la vida fabricando las nuestras, que las compramos a mercachifles, sin preguntarles ni preguntarnos por dónde y por cómo se hacen, y mucho menos por lo que reportan a sus artesanos. Se nos dirá que, gracias a ellas y a otras lindezas similares, en Bangladesh se ha reducido la pobreza a la mitad en los últimos años. Yo simplemente añadiré que sí, que la pobreza se habrá reducido de 100 takas (equivalentes a 1 euro), por salario y día, a 200 takas. Pero eso es sólo palabrería, porque lo que no se ha evitado es que su vida y su trabajo sean miseria y compañía. Y nosotros, quienes compramos unos productos seriados, que ni siquiera imaginaron sus artesanos, que apenas pasan por sus laboriosas manos el tiempo necesario para darles forma y enviarlos a las tiendas, miramos para otro lado, jactándonos de lo bonitas que son nuestras zapatillas o blusas y, sobre todo, del precio al que las hemos comprado. Entre oleadas de propaganda y glamour, casi sin percibirlo, somos cómplices de un sistema inhumano, regido exclusivamente por la ley del máximo beneficio. Y nos da lo mismo. El tío Vicente Fabián no lo hubiera consentido, prestándose a mercadear con sus esparteñas. Estoy seguro.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Jacarandas.

El próximo domingo cumpliré 11 años. Esta mañana he abierto la ventana de mi habitación y el despuntar del día me ha mostrado el leve color azulado que ya reviste los huesudos leños de las jacarandas que tengo enfrente de mi casa. Año tras año, esa es la señal inequívoca de que se acerca mi aniversario. Siempre recordaré las jacarandas.
Precisamente, las jacarandas, ¡quién me lo iba a decir!. Un muchacho aguerrido y montaraz, nacido y crecido entre jaras y romeros, entre algarrobos  y olivos, entre enebros y lentiscos, enamorado de un ‘árbol subtropical de la familia de las bignoniáceas, oriundo de Sudamérica y ampliamente implantado en las avenidas y jardines de las ciudades por sus vistosas y duraderas flores de color lila’ (Wikipedia dixit). Y es que la cosa tiene su historia.
Un domingo, 26 de mayo, me dio un ‘jamacuco’ tremendo. En este caso, no fue una indisposición leve y transitoria (sic).  Angina de Prinzmetal, le llamaron los médicos. Salimos cortando hacia el hospital que nos correspondía (Clínica Vistahermosa), pero la cosa no tenía mucha espera y decidimos acortar el camino, ingresando en la Residencia de la Seguridad Social. Cuando tras bastantes horas de plena inconsciencia salí de mi singular frenesí, encontré a un galeno de apellido tocayo, el doctor Carrasco (¡qué casualidades nos depara la vida!), al que ni conocía ni me une parentesco alguno, pero que me hizo el mayor regalo que me han hecho desde que me parió mi madre: devolverme la vida. Y lo mejor del caso es que ni lo había visto antes, ni he vuelto a verlo. Pero da igual, él y cuantos me acogieron (médicos, enfermeras, auxiliares…), quiénes me cuidaron y me ‘revivieron’, dejaron una marca indeleble en mi corazón, por derecho propio, y nunca mejor dicho. Recordaré muchos años, seguramente toda la vida, la salida del mayor túnel que he recorrido, que visualizo desde entonces en ese espléndido color lila que aquél final de mayo y todos los que le han seguido viste tan elegantemente a las jacarandas y que me anuncia puntual que pronto llegará mi cumpleaños.

Y en este 2013, pese a la alegría que tengo por seguir vivo y sano, maldigo y reniego de los políticos sin entrañas que están cargándose la sanidad pública, sin fundamento ni razón y con el exclusivo fin de lucrarse, ellos y/o quienes consideran sus amigos. Cuando hace once años llegué inopinadamente al hospital de la Seguridad Social, y no al que por derecho me correspondía (y al que pudieron derivarme), no me preguntaron quién era, de dónde venía o por qué estaba allí. Sencillamente, me acogieron con lo mejor que tenían (la UCI), me devolvieron la vida -nada menos- y, cuando a la semana estuvieron seguros de que todo estaba bien, me dejaron volver a casa. Gratis et amore. Por eso, abomino a los bastardos que se afanan en malbaratar, cuanto más deprisa mejor, esa joya fruto del esfuerzo de todos que es la Seguridad Social. ¡Ojalá no lo consigan!

martes, 21 de mayo de 2013

A Luis Soler.



La reflexión de hoy está dedicada a mi amigo Luis Soler. Le he llamado a primera hora de la tarde. Venía de Sella, su pueblo, de pasar unos días con su madre. Me ha dicho que su salud está muy delicada. El médico, que la ha visitado esta mañana, no le encuentra nada especial, más allá de lo que dan de sí sus 96 años. Probablemente, le queda vida para pocas semanas, tal vez sólo para algunos días. La madre de Luis, cuyo nombre no recuerdo, tiene la fortuna de conservar la cabeza a sus años y por eso, cuando se han despedido, le ha tranquilizado diciéndole: “Vete tranquilo, hijo, que estoy bien y no me hace falta nada”. Mi madre y todas las madres nos hubiesen dicho lo mismo y, por eso, cuando imagino una escena de la que podíamos ser protagonistas todos, me siento un mucho como mi amigo Luis: preso de la emoción y de la nostalgia. Él sabe que sus dos primas atenderán a su madre en cuanto necesite, como si fuesen sus hijas, pero yo sé que Luis, hombre de temple y mesura, tiene hoy el alma dolida, comprobando por enésima vez la abnegación de su madre, incluso a las puertas de la muerte. Larga vida a tu madre, Luis. Y a todas las madres.

21 de mayo de 2013

¿Para qué este blog?



No tengo ni idea de cómo funciona este mundo. Simplemente he decidido hacer una especie de dietario, sesgado e intencionado, retrospectivo y actual, según se tercie, que voy a cultivar hasta que me canse. Me he propuesto escribir frases que reflejen algo de lo que me procuraron los días y también de lo que hoy me ofrece la vida. No sé cuanto durará la experiencia, ni qué voy a hacer con el resultado, pero esa es la intención. Así que lo que aquí vaya apareciendo no sé si realmente es o será un contenido específico para un blog, pero me da lo mismo. Me servirá de almacén y ¿quién sabe si para más cosas? Ya se verá.