viernes, 24 de mayo de 2013

Las ‘esparteñas’ del tío Fabián.

Hace unos días, hojeando el diario El País, reparé en la viñeta que había enviado el señor Andrés Rábago (conocido antes por OPS, y ahora por El Roto). Ese día, fiel al ascetismo de su estilo y a la cáustica que le caracteriza, reproducía un sencillo vestido veraniego con tirantes, para jovencitas, con un estampado de cascotes y manchas de sangre, acompañado de una lacónica leyenda, que literalmente decía: “La ropa de marca traía manchas de sangre y restos de cascotes: caprichos de la moda...”, en clara alusión al reciente hundimiento de una fábrica textil en Dacca (Bangladesh), una de las llamadas ‘sweatshops’ del Tercer Mundo, que se llevó por delante más de cuatrocientas personas e hirió a innumerables más. Lamentablemente, otra vez la desgracia ha evidenciado las inhumanas condiciones en las que trabajan tantos millones de obreros, siervos de un atroz sistema económico y de quiénes lo gobiernan. Un sistema y unas personas sin otro objetivo que la infinita búsqueda del beneficio, por encima de lo que sea, que son los responsables últimos de ésta y de tantas tragedias.

Paradójicamente, y por una asociación de ideas para la que no tengo explicación, la viñeta de El Roto me trajo a la mente otra imagen bien diferente: la de las esparteñas del tío Fabián. Insisto: esparteñas, que es el nombre genérico con que se denominan en mi pueblo las alpargatas de cuerda de esparto. Y es una acepción correcta,  porque así lo acredita el diccionario de la RAE.  En fin, son cosas  de las lenguas que hablamos los naturales de las zonas fronterizas, que igual que están preñadas de barbarismos, préstamos lingüísticos e incorrecciones, también son guardianas involuntarias de vetustos arcaísmos, tan desconocidos como hermosos.

Empezaré por decir que, no sé por qué, el tío Fabián no era tal. Recuerdo vagamente que su nombre verdadero era Vicente Diago. Así al menos rezaba en los calendarios que año tras año su mujer, la tía María, obsequiaba a mi madre. En ellos se leía: “Vinos y licores Vicente Diago”.  No recuerdo en ellos alusión alguna a Fabián. No obstante, aseguro que el señor Vicente Diago era el tío Fabián para todo el pueblo y, además, era nuestro vecino de enfrente.

En tiempos de la Segunda República, el tío Fabián fue un libertario. Al menos eso me contaron algunos viejos convecinos, que recordaban su participación en la comuna que se estableció en la iglesia del pueblo, convertida en casa de acogida para algunas familias. He olvidado decir que esta historia sucedió en Gestalgar, pueblo donde nací y viví con mi familia hasta los casi 15 años. El tío ‘Fabián’ y la tía María, nuestros vecinos, eran dos personas de bien. Recuerdo especialmente lo buena mujer que era la tía María. Vecina de sus vecinas, diligente en la ayuda desinteresada, discreta y confidente de jóvenes y mayores. Un “paño de lágrimas”, imprescindible para sus amistades y para su familia. Recuerdo su imagen, ya bien entrada en edad, con el pelo ‘a lo garçon’, como decía mi padre, que creo que le acompañó hasta la muerte. ¡Ay, las reminiscencias libertarias!

El tío Vicente, como todos los hombres del pueblo, se dedicaba a las labores agrícolas. La tía María complementaba la precaria economía doméstica con lo que sacaba de una pequeña tienda de licores, que había habilitado en el zaguán de su casa. Por cierto, un lugar conocido y visitado por todos los críos de las calles colindantes. Allí era dónde, por encargo diario de nuestros padres, proveíamos a nuestras familias de vino a granel y, en los meses estivales, de gaseosa. ¡Qué ricas estaban aquellas gaseosas de Escutia y de Montesol, que venían de Liria en camiones repletos de cajas, con refrescos, zarzaparrillas y cholecks!. También traían barras enormes de hielo, aisladas entre sí por pátinas de cáscara de arroz y cubiertas con sacos terreros para facilitar su conservación durante el viaje. Qué refrescante aquella mezcla de gaseosa y vino blanco de merseguera que hacíamos cuidadosamente y con la que acompañábamos las comidas y las cenas niños, mayores y abuelos, bebiendo a gallete en el porrón (barral, le llaman en el pueblo). Democráticamente y por riguroso orden, salvo desistimiento voluntario. También, hay que decirlo todo, el zaguán de la casa del tío Fabián era un pequeño refugio donde los tres o cuatro borrachines del pueblo solían echar algunas copillas de cazalla o de coñac de garrafa.

Pero no es esto lo que nos interesa. Hoy lo que nos importa son las esparteñas que confeccionaba el tío Fabián. Es sabido que las labores agrícolas, especialmente en el invierno, se detienen los días de lluvia, que son como resquicios en la continuidad infinita del trabajo de los labradores, que los aprovechan para reparar los aperos, remendar las lonas, los sacos o los arreos de los animales. O bien, para adecentar las cuadras, desgranar el maíz o para preparar las semillas y labores de la próxima siembra. Y para muchas más. En esos días, el tío Vicente Fabián solía acometer una faena especial, en la que se desenvolvía como un maestro, como había pocos en el pueblo: fabricar sus alpargatas con esparto. Naturalmente, ello requería algunos preparativos. El primero, proveerse de la materia prima. Así que en la mejor época, al final del verano, seleccionaba las matas que tenían el esparto más selecto, que arrancaba cuidadosamente, ataba en manojos y ponía a secar, colgándolo en la ‘cambra’ (palabra en desuso, equivalente a cámara, RAE), que era el último piso de las casas, con ventanas sin batientes ni cristales, donde se disponían las cosechas para que se oreasen y secasen, protegidas de las inclemencias atmosféricas. De modo que, cuando llegaba el invierno, con sus días lluviosos y hasta con sus nevadas, el esparto estaba listo para fabricar las esparteñas.

Recuerdo el descansillo del estrecho callejón que separaba su casa de la colindante, por el que accedía a su cuadra. A la entrada, había un breve espacio, resguardado y bien iluminado, dónde colocaba con esmero un pilón de madera que tenía ex profeso para esta tarea, junto con una maza, también de madera, con la que 'picaba' el esparto, golpeándolo acompasada y reiteradamente hasta que conseguía ablandarlo y darle la textura idónea. Una vez ‘picado’, entrelazaba las hebras y confeccionaba una especie de cordel interminable, que iba plegando en madejas. Con el cordel enhebrado en una aguja saquera empezaba a fabricar sus zapatillas de ‘mudarse’, que en el habla de Gestalgar significa ponerse la mejor ropa, la que se suele utilizar los domingos y días festivos. Eran las esparteñas de mudarse porque eran las nuevas; las usadas del año anterior, a partir de ahora, pasaban a ser de uso diario. Empezaba por la suela. A mi me llamaba la atención aquella suela gruesa, que era como una coraza protectora de la planta de los pies, tan gruesa que parecía que no se quebraría nunca, que los protegería de cuántas piedras y pinchos osasen atravesarla. A su vez, me sorprendía lo menudas que eran la cara y el talón de las zapatillas, apenas un leve sostén de los dedos más largos del pie y una breve sujeción trasera para el talón. Ambas partes eran minuciosamente intercaladas sobre la suela con la aguja. Finalmente, añadía unos finos cordones, que remataban las zapatillas y permitían anudarlas a las piernas, justo a la altura de los tobillos. De modo que, al finalizar la tarea, había conseguido unas espardeñas magníficas, una auténtica obra de artesanía, ajustada perfectamente a la morfología de sus pies. Una obra que daba gozo ver y que era la admiración de muchos de sus convecinos, tal era la maestría que el tío Fabián tenía para hacer sus esparteñas.

Al final de aquellos años, la enfermedad de mi padre nos trajo a Alicante. Volvíamos al pueblo algunos días en verano. Yo había abierto mis ojos a muchas cosas en la ciudad, que en el pueblo ni siquiera imaginaba, tal era el silencio reinante. Entre los recuerdos de entonces, emerge la voz del tío Vicente, que siempre nos esperaba como agua de mayo. “Chiquillo, chiquillo, ¿has traído algo?", me decía en un murmullo apenas nos veía abrir la puerta de casa. Y lo hacía con ilusión y esperanza, que delataban sus ojos vivarachos. Se refería a si llevaba conmigo revistas como Cambio 16, Cuadernos para el Diálogo, Hermano Lobo… O libros, como la Historia de España, de Pierre Vilar, u otros de la editorial Ruedo Ibérico, que yo solía prestarle a hurtadillas. El leía incansablemente y con avidez. Después, venían las tertulias nocturnas, sotto voce, tomando la fresca a la luz de la luna, recostados en sillas de anea apoyadas en las fachadas de nuestras casas. Era un hombre que esperaba con codicia las noticias del más allá, cuyos destellos iluminaban por unos días su anodina vida en el pueblo, envuelta en silencios y sufrimiento.

Tal vez, entre estos recuerdos, surgió la asociación de ideas entre los trabajadores de Bangladesh y los labriegos de Gestalgar. Ambos comparten vidas miserables, engaños, explotación y silencio. Pero hay una pequeña diferencia entre ellos. El tío Fabián tenía atribuciones y oportunidad real para hacerse sus zapatillas. Podrá decirse que eran muy modestas, pero no se podrá negar que eran únicas. Y desde luego, ni estaban a la venta, ni nadie podía lucrarse con ellas. Lo de los ciudadanos de Bangladesh es bastante peor. No sólo no tienen zapatillas sino que se pasan la vida fabricando las nuestras, que las compramos a mercachifles, sin preguntarles ni preguntarnos por dónde y por cómo se hacen, y mucho menos por lo que reportan a sus artesanos. Se nos dirá que, gracias a ellas y a otras lindezas similares, en Bangladesh se ha reducido la pobreza a la mitad en los últimos años. Yo simplemente añadiré que sí, que la pobreza se habrá reducido de 100 takas (equivalentes a 1 euro), por salario y día, a 200 takas. Pero eso es sólo palabrería, porque lo que no se ha evitado es que su vida y su trabajo sean miseria y compañía. Y nosotros, quienes compramos unos productos seriados, que ni siquiera imaginaron sus artesanos, que apenas pasan por sus laboriosas manos el tiempo necesario para darles forma y enviarlos a las tiendas, miramos para otro lado, jactándonos de lo bonitas que son nuestras zapatillas o blusas y, sobre todo, del precio al que las hemos comprado. Entre oleadas de propaganda y glamour, casi sin percibirlo, somos cómplices de un sistema inhumano, regido exclusivamente por la ley del máximo beneficio. Y nos da lo mismo. El tío Vicente Fabián no lo hubiera consentido, prestándose a mercadear con sus esparteñas. Estoy seguro.

2 comentarios:

  1. Maravilloso, Vicente. Gracias por esta lección de vida, un abrazo para ti y para el tío Fabián.

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  2. Muchas gracias por tu comentario. Me alegro de que te interesen mis reflexiones.

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