domingo, 31 de diciembre de 2017

Cool

Inmemorialmente, hoy, como cada día, asistimos a la gran eclosión de la vida. Gracias a la vida, proclamó justamente la inmortal Violeta del Carmen Parra Sandoval. La vida que siempre sorprende con su imparable curso, a veces participado por las personas y a veces por otros seres y fenómenos. Todos, en suma, simultánea o secuencialmente, protagonistas fortuitos de los acontecimientos aleatorios que construyen la historia.

La Real Academia sigue displicentemente ajena a ese imparable fluir. Persiste en su renuencia a ‘sacralizar’ la vitalidad inabarcable de los códigos que acordamos los hablantes. Pese a lo imparable de la globalización o la abrumadora presencia de la digitalidad. Pese a que el lenguaje, los medios que utilizamos las personas para comunicarnos, sea el mejor reflejo de la trayectoria de nuestras vidas porque las retrata fielmente, a veces con sutileza, otras descarnadamente. Lo hace especialmente el léxico común, al que los próceres y académicos suelen regatear el lugar que, justamente por tal motivo, debiera ocupar en el parnaso de las palabras.

Mientras vivimos echamos mano de lo que sabemos, inventamos y compartimos; construimos nuevos significados. Unas veces con motivación y sentido; otras llevados del esnobismo más frívolo. En todo caso, ahí estamos, unos y otros, vivitos y coleando: transcendentales o superficiales; snobs o castizos; corrientitos o extravagantes. Todos habitantes de la plaza pública, usuarios de las novísimas ágoras sociales, visitantes circunstanciales de mentideros y alcaicerías. Generando léxico, construyendo significados.

La página electrónica del DRAE proclama que el formato digital del Diccionario incorporó, en marzo de 2012, la quinta actualización desde su publicación en 2001, adicionando 1697 modificaciones aprobadas por la Academia desde septiembre de 2007 hasta diciembre de 2011. La semana pasada, sin ir más lejos, el Diccionario incorporó otras 3.345 modificaciones, que incluyen palabras y acepciones nuevas, matizaciones y supresiones de términos en desuso. Por fin, evitando traicionar su trayectoria, la institución decidió considerar vocablos muy extendidos y de plena actualidad. Entre ellos, posverdad, definida como la "distorsión deliberada de una realidad" con el fin de influir en la opinión pública, y atribuida a menudo al presidente estadounidense Donald Trump o a la campaña del Brexit. O chusmear, palabra que alude a quienes hablan "con indiscreción o malicia de alguien o de sus asuntos". También espadón, como manera coloquial de referirse a un militar golpista.

Los nuevos cambios incluyen la anexión al léxico español de extranjerismos procedentes de varias lenguas. Del inglés (a estas alturas) se adopta fair play (juego limpio), cracker (los que vulneran sistemas de seguridad informáticos) o container (en las acepciones de contenedor y de barco destinado al transporte de mercancías en contenedores), y se añade también el verbo clicar. Del árabe se toman sharía (la "ley religiosa islámica reguladora de todos los aspectos públicos y privados de la vida"), umma (la comunidad de creyentes del islam), halal, el término empleado para designar la comida apta para consumo de musulmanes observantes, y hummus, la crema de garbanzos tan popular en Oriente Medio.

Se admiten términos como el neologismo postureo, esa "actitud artificiosa e impostada que se adopta por conveniencia o presunción". O buenismo, vocablo despectivo muy extendido en política y reservado a quien ante un conflicto "cede con benevolencia o actúa con excesiva tolerancia". Y, entre las curiosidades o extravagancias, como se prefiera, figuran dos términos de etimología griega como aporofobia, o miedo al pobre, y amusia, definida como la "incapacidad de reconocer o reproducir tonos o ritmos musicales".

Nada tengo contra las adiciones acordadas, que me parecen pertinentes y juiciosas. Sin embargo, creo que se olvida un término que hace tiempo que debió sumarse a este particular falansterio de las palabras, el extranjerismo “cool”. Porque en el léxico común Maddona es cool y Lady Gaga no lo es tanto, por la misma razón que Marlon Brando es más cool que James Dean y ambos lo fueron más que George Cloony o Al Pacino. Y, obviamente, no estoy hablando de “lo último de lo último”

Cool (“frío”, según los viejos diccionarios), debe su actual acepción al legendario saxofonista de jazz Lester Young, que en la década de 1940 dio un giro radical al término cuando dijo: “I am cool”. Expresaba de ese modo que se encontraba relajado y que tenía la situación bajo control. Para que nos situemos, recordaré que Young fue el primer artista que actuó de noche en un escenario llevando gafas de sol.

Hoy, este adjetivo eclosionado en la escena cultural estadounidense (ya se sabe que hace años que el viento solo sopla del oeste), es sinónimo de un estado mental equilibrado, un comportamiento dinámico y un cierto estoicismo estilístico. Una persona “cool” es aquella que contesta las normas establecidas con un estilo personal, aparentando tener la situación bajo control. Es una especie de “rebelde con éxito”, una heroína o un héroe “a la última”. Gente que tiene un poder icónico instantáneo, que trasluce una visión artística original que materializa con un estilo personal, y que deja un cierto legado artístico con el que se identifica una particular generación.

Sin ir más lejos, en este país tenemos ahora mismo una artista que proclama ser una super cool. Se llama Laura Durand (https://www.youtube.com/watch?v=SYZCqaqt1zo). Tal vez deba esperar algún tiempo para que su propia generación le aúpe al lugar cool que le corresponda. Hago votos porque no acabe en el freezer. ¿Quién sabe?

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Crónicas de la amistad: Santa Pola (21)

Según cuenta la tradición, en cierta ocasión, Sócrates (no el hijo de Antonio García, sino el filósofo) se encontró con un conciudadano que le dijo:
-    ¿Sabes lo que he oído decir de tu amigo?
-    Espera un minuto le replicó, antes de que me digas nada, respóndeme a tres preguntas. No te preocupes, son sencillas y sabrás contestarlas. Yo le llamo el examen del triple filtro.
-    ¿Triple filtro?, preguntó sorprendido.
-    Correcto continuó Sócrates. Lo he ensayado en otras ocasiones y me ha dado resultado. De manera que, si te parece, antes de que me cuentes esas cosas sobre mi amigo, filtraremos tres veces lo que me vas a decir, ¿de acuerdo?
-    Conforme, respondió aquel.
-    ¿Estás absolutamente seguro de que lo que vas a decirme es cierto? le preguntó Sócrates.
-    No dijo el hombre, solo te voy a contar lo que he escuchado.
-    Está bien replicó el filósofo. De manera que no sabes si realmente es cierto, o no.
-    ¿Es algo bueno lo que vas a contar de mi amigo? inquirió a continuación–.
-    No, al contrario…
-    Entonces, deseas decirme algo malo sobre mi amigo, pero no estás seguro de que sea cierto. Y finalmente, añadió:
-    ¿Me servirá de algo saber lo que vas a contarme?
-    No, la verdad es que no, le respondió aquel.
-    Bien concluyó Sócrates si lo que deseas decirme no sabes si es cierto, no es bueno y tampoco es útil, ¿para qué necesito saberlo?

Hoy es 5 de diciembre, el día acordado para celebrar el vigésimo primer encuentro de esta nueva era, en Santa Pola. Nos congrega otra vez la amistad, esa relación interpersonal que nos amalgama, sin dependencias ni episodios, y en la que, sin embargo, cabe con toda sencillez la vida. Un sentimiento que requiere la alteridad y que nos impide hablar de nuestros amigos, hacer de ellos un tema de conversación, porque nos obliga a hablarles, sin más. De certezas y utilidades, y también de incertidumbres y quebrantos. Todo tiene cabida en la vida amistosa porque los amigos son esa familia que elegimos para recorrer el camino de la existencia. Definitivamente, la amistad es muchas cosas: es un sentimiento inabarcable, como es un concepto enorme y maravilloso.

Eran las once y media cuando aparcábamos en el tramo medio de la avenida de Granada, lugar en que Pascual nos había emplazado. Allí, junto al Club Náutico, estábamos Sofo, Alfonso, Tomás y yo. Casi simultáneamente llegaba Pascual. Pocos minutos después aparecían Antonio Antón y Elías. Tras los habituales y fogosos saludos, sintiendo todos el frío que a esa hora de la mañana todavía se dejaba notar, nos hemos dirigido a ‘voramar’ buscando el confort de un sol que lucía radiante, escudriñando el panorama e intentando localizar al amigo que nos faltaba, Antonio García Botella, que, inmediatamente, como si hubiese oído nuestra llamada, ha aparecido frente a nosotros justo delante del Boulevard del Puerto, una reputada cervecería de esta zona lúdica de la fachada marítima de Santa Pola, regentada por un exalumno de Pascual (¿quiénes no serán exalumnos de Pascual en este lugar?). Faltaba Luis que, una vez más, se ausentaba por imponderables sobrevenidos. Así que, tras el breve paréntesis de las primeras conversaciones, nos hemos encaminado hacia el Museo de la Sal, ubicado en las instalaciones de un antiguo molino del Parque Natural de la Salinas de Santa Pola. Una amabilísima guía, a la que olvidé preguntar su nombre (vayan por delante mis disculpas), nos ha explicado detalladamente la historia del parque y el proceso de extracción de la sal y su historia. Nos ha invitado a realizar algunos itinerarios para observar flamencos, cercetas pardillas, tarros blancos, garcetas comunes, gaviotas patiamarillas, cigüeñuelas, etc. Ofrecimiento que hemos agradecido, prometiéndole volver otro día para completarlo. Entre tanto, Domingo Moro, con la impagable ayuda del whatsupp, seguía nuestro recorrido desde Ibiza, acompañándonos y animándonos a disfrutarlo.

En el restaurante Nueva Casa del Mar
Y es que sin apercibirnos, embelesados por los detalles que nos han contado y los que hemos leído en la profusión de paneles que custodia el Museo sobre la singular explotación de la industria de la sal, disfrutando del espléndido sol que a esas horas ya reconfortaba, contemplando los flamencos en las balsas próximas…, se nos escapaba el tiempo. De modo que, tras las fotos de rigor, nos hemos apresurado a volver a la Avenida de Granada, y en concreto al Boulevard del Puerto, donde han caído las primeras cervezas, aderezadas con unos “tigres” y unas tapitas de ensaladilla estupendas. Desde allí nos hemos dirigido hacia la calle del Muelle, donde hemos dejado los vehículos. Apenas unos pasos nos separaban de Los Curros, un bar de visita obligada, donde hemos apurado el segundo tentempié antes de encarar la Nueva Casa del Mar, que era el lugar previsto para comer.

Allá estaba Rafa Bonmatí, otro exalumno de Pascual, que nos esperaba en la barra de su establecimiento con los brazos abiertos, una espléndida mesa redonda y un menú sensacional. En un salón inusualmente despejado, hemos despenado unos aperitivos a base de tacos de bonito con tomate raff, salmonetes exquisitamente fritos,  quisquillas de nasa  y un calamar a la plancha buenísimo. Todo ello constituía un preámbulo a la altura del plato principal: una caldereta de rubio, gallopedro y lubina, aderezada con unas patatas y una salsa inmejorables. Todos hemos confesado abiertamente que hacía años que no degustábamos algo similar. Un excepcional menú, regado con unas botellas de Pago de los Capellanes joven y rematado por un soufflé a la altura de las circunstancias.

La degustación de semejante menú ha dispuesto nuestros ánimos para emprender sin demora la habitual sobremesa musical. Antonio Antón ha echado mano mano de su inseparable guitarra y, tras algún escarceo por la canción popular que tanto aprecia (y en el que inusualmente tomó parte muy activa Pascual, con una aportación local y antológica, de marcado carácter marinero-escatológico), la inspiración voló a las cercanías del bolero: Si tú me dices ven, El reloj, Nosotros…, entre otros, han sido dignos broches a una sobremesa espléndida.

Casi estábamos preparando la despedida cuando alguien ha propuesto cruzar la calle y visitar la subasta del pescado que se estaba celebrando en la Lonja. En un plis plas a Pascual –que, como sabemos,  apenas tiene conocidos, ni ascendente sobre los santapoleros– le ha faltado tiempo para encontrar a un amable señor que nos ha acomodado en una tribuna desde la que hemos presenciado, anonadados, un espectáculo fastuoso. Una subasta plenamente mecanizada y puesta al día tecnológicamente y, sin embargo, con un empaque auténticamente tradicional que destila un regusto de autenticidad increíble. Hemos disfrutado de una experiencia única que nos ha proporcionado la oportunidad de admirar, vivita y coleando, una amplísima muestra de las especies que todavía atesora nuestra mar.

Puerto de Santa Pola
Parece que hoy era un día reservado para las sorpresas. Henchidos todavía de la satisfacción con que salíamos de la Lonja, nos hemos echado a la cara un crepúsculo excepcional. Las rojas tonalidades del cielo empezaban a confundirse con las sombras de la noche, el mar deslizando suavemente sus aguas oscuras, los cascos y los aparejos de las barcas recortándose entre la plateada superficie y el ardiente horizonte, las primeras luces artificiales reflejándose en la dársena, la leve brisa que impregnaba el ambiente... El edén, esos han sido postreros minutos cerca del edén, preámbulo de los últimos abrazos y la partida. Novelda nos espera en febrero. Seguro que allí estará Luis.

Como se acerca la Navidad, ahí va mi felicitación para todos, que toma la forma de un poema que se atribuye, creo que con poco fundamento, a Jorge Luis Borges. Bon Nadal per a tothom!

Poema de la Amistad

No puedo darte soluciones para todos los problemas de
la vida, ni tengo respuestas para tus dudas o temores,
pero puedo escucharte y compartirlo contigo.
No puedo cambiar tu pasado ni tu futuro.
Pero cuando me necesites estaré junto a ti.
[T]us alegrías, tus triunfos y tus éxitos no son míos.
Pero disfruto sinceramente cuando te veo feliz.
No juzgo las decisiones que tomas en la vida.
Me limito a apoyarte, a estimularte y a ayudarte si me
lo pides.
[N]o puedo evitar tus sufrimientos cuando alguna pena te
parta el corazón, pero puedo llorar contigo y recoger
los pedazos para armarlo de nuevo.
No puedo decirte quien eres ni quien deberías ser.
Solamente puedo quererte como eres y ser tu amigo.
[E]n estos días pensé en mis amigos y amigas,
entre ellos, apareciste tu.
No estabas arriba, ni abajo ni en medio.
No encabezabas ni concluías la lista.
No eras el número uno ni el número final.
Lo que se es que te destacabas por alguna cualidad que
transmitías y con la cual desde hace tiempo se
ennoblece mi vida.
Y tampoco tengo la pretensión de ser el primero, el
segundo o el tercero de tu lista.
Basta que me quieras como amigo.
[G]racias por ser mi amigo.

sábado, 2 de diciembre de 2017

Espectros

Anoche me dormí inusualmente tarde. Abstraído en la lectura y arropado por las páginas del libro que Chaves Nogales le escribió a Juan Belmonte para contar su biografía. Habría que decir que se trata de la biografía belmontina por antonomasia, porque Juan no sería quien es si no se hubiese escrito ese texto. ¿Acaso puede imaginarse que saliese de su boca la definición del toreo que se le atribuye? Semejante clarividencia es propia de las entendederas de narradores excepcionales, como lo fue su biógrafo. Es indudable que solo a Juan Belmonte corresponde la peculiar y novedosísima concepción del toreo, que, como bien explica, ejercitó primero en los cerrados de la dehesa sevillana de Tablada (donde la pergeñó) y, luego, entre las talanqueras de los pueblos de poca monta y en los alberos de plazas de primera. Pero no concibo en los labios de Juan Belmonte una definición tan precisa de lo que significó su manera de torear, que es lo mismo que la quintaesencia del toreo actual.

Reflexionando a propósito de la inolvidable corrida que se celebró en Madrid el 2 de mayo de 1914, en la que alternaban Rafael Gómez “El Gallo”, su hermano “Gallito” y Juan Belmonte  (aquella sí que fue la auténtica corrida del siglo), cuando Juan explica el modo en que se abstraía de la enorme presión ambiental que vivía tras el clamoroso triunfo de Joselito en el quinto toro, Chaves Nogales pone en su boca lo que le sugirieron los primeros lances que le dio al sexto de la tarde, el de su apoteosis. Que no es ni más ni menos que la mejor definición del toreo que conozco: “Torear es la maravilla de convertir la pesada e hiriente realidad de una bestia en algo tan inconsútil como el velo de una danzarina”.

La biografía de Chaves Nogales está sembrada de las lindezas que acompañaron al inigualable Juan Belmonte a lo largo de su vida, reinterpretadas y reformuladas por un virtuoso de la palabra, que no solo las pone de relieve sino que les da un empaque que jamás imaginó su genial protagonista. A propósito de su primer viaje transatlántico, pone en su boca aquello de que: “Nueva York no me gustó. Demasiado grande y demasiado distinto. Ni aquellas simas profundas eran calles, ni aquellas hormiguitas apresuradas eran hombres, ni aquel hacinamiento de hierros y cemento, puentes y rascacielos era una ciudad. Va un hombre por una calle de Sevilla pisando fuerte para que llegue hasta el fondo de los patios el eco de sus pasos sonoros, mirando sin tener que levantar la cabeza a los balcones, desde donde sabe que le miran a él, llenando la calle toda con su voz grave y bien entonada cuando saluda a un amigo con quien se cruza: ¡Adiós, Rafaé…!, y da gloria verlo y es un orgullo ser hombre y pasar por una calle como aquella y vivir en una ciudad así. Pero aquí, en Nueva York, donde un hombre no es nadie y una calle es un número, ¿cómo se puede vivir?”.

O esta otra anécdota referida al día de su alternativa en Madrid, el 16 de octubre de 1913, formando terna con Machaquito y El Gallo. Una corrida accidentadísima en la que salieron del chiquero hasta once toros. El público estaba caliente. Llegó un momento en que parecía que  iba a despedazar a los diestros y quemar la plaza. Belmonte veía a la multitud encrespada y se acongojaba imaginando cómo podía terminar aquello. Asegura en el libro que en lo más impresionante del tumulto se le ocurrió lo siguiente: “Dentro de dos horas será de noche, y esto tiene que haber cesado. Se habrán muerto, nos habrán matado, lo que sea. Pero es indudable que dentro de dos horas todo estará tranquilo y silencioso. Es cuestión de esperar. Dos horas pasan pronto” Desde aquel día esa es la reflexión que le ayudó a sobrellevar los momentos de presión de algunas tardes, en las que quince o veinte mil almas aullaban como fieras en el tendido.

Me dormía consumiendo las páginas en las que se relata cuando, ya en 1918, esperaba en Panamá a su mujer, con la que se había casado por poderes en Lima y con la que viajaría inmediatamente a Buenos Aires, dejando a su mozo de espadas junto al Canal, estragado y convencido que de que no sabría volver a su Triana natal; seguro de que se moriría allí sin dar con el camino para regresar a España.

Hoy ha amanecido un día helador. Las temperaturas se han desplomado estrepitosamente. Al abrir las ventanas del dormitorio hemos comprobado que había llegado de verdad el invierno, seguramente para quedarse durante algunos días. Tras desayunar y completar las tareas rutinarias que exige el mantenimiento doméstico, he dado una vuelta por el mercadillo para comprar unas zapatillas de estar por casa y algunos olvidos. Hoy estaba concurrido y efervescente, estimulado por una climatología poco común. Todos andábamos presurosos. En pocos minutos he concluido mis propósitos y he vuelto a casa dispuesto a dar mi habitual paseo matinal.

Un recorrido a buen paso por los viales del PAU 2 me ha hecho sentir en el rostro la “rasca” de la mañana, tan cara de ver por estos pagos. Un viento frío del noroeste, con la intensidad justa, espabilaba las mientes y alegraba el paso. Las avenidas se ofrecían especialmente despejadas de vehículos y viandantes. No estaba la mañana para bromas. Así, disfrutando de esas frescas y soleadas horas mañaneras, he trazado un recorrido que habitualmente recorro con mi amigo José Joaquín y su perro Lula.

Ya había encarado el último tramo del itinerario cuando me he cruzado con una especie de espejismo, que me ha recordado a otro pasaje del libro de Chaves. No es que lo que he visto sea una imagen ignota porque he contemplado otras similares, aunque menos impactantes. En ocasiones me he cruzado con aguerridos progenitores que hacían footing empujando los carritos de sus bebés, blandiéndolos cual arietes a lo largo de las aceras. He visto en los paseos marítimos y en algunas avenidas esas sorprendentes imágenes, que he asociado a improvisaciones lúdicas de padres entusiastas que, probablemente llevados de inclinaciones atléticas tardías, parecían satisfacerlas e inculcarlas incipientemente a sus vástagos. Pero lo que hoy he visualizado supone una vuelta de tuerca más. Se trataba de un carrito de bebé ‘customizado’ ex profeso, con tres ruedas enormes y neumáticas, cual remolque de bicicleta para niños, que un orgulloso y trotón padre blandía como protuberancia abriéndose paso por las aceras que bordean las avenidas del PAU 2.


Al ver a ese prohombre empuñando el artefacto en que viajaba su hijo dormido no he podido evitar transportarme repentinamente a uno de los lances que incluye la biografía de Juan Belmonte, intitulado “la pantasma”. Cuenta el torero que una especie de fantasma, envuelto en una sábana y con una luz en la cabeza, atravesaba solemnemente algunas noches la Cava de los Civiles, una zona del barrio de Triana que frecuentaba cuando era niño. Ni él ni sus amigos, como tampoco los habitantes del barrio, osaban ponerse en su camino. Sin embargo, una noche que un ganadero encerraba una piara de toros, cuando atravesaba por la calle de S. Jacinto, los muchachos apartaron un torete de la manada y lo callejearon por las calles de la Cava para desconcierto de los trasnochadores. En una de esas carreras, los torerillos descubrieron una sombra blanca, encaramada en la reja de una ventana. Era “la pantasma”, como llamaban en el barrio a aquel atrabiliario personaje, al que se le había caído el puchero que llevaba en la cabeza y cuya ridícula calva y asustado rostro afloraban entre los pliegues de la sábana que tenía arrollada al pescuezo. Aquel lance hizo que le perdieran el respeto porque un fantasma que se asustaba de los toros y no sabía torear no podía ser serio y respetable. ¡Cómo han cambiado los tiempos! No solo nos parece respetabilísimo el peculiar paseo a ritmo de footing que el hombretón del carrito daba a su hijo, sino que a buen seguro pronto se convertirá en una tendencia.

domingo, 19 de noviembre de 2017

Lecciones no aprendidas

Hace pocas semanas que Manuel Valls, el denigrado y vilipendiado exprimer ministro francés y exsecretario general del PSF, ofrecía en el suplemento Ideas, del  diario El País, algunas impresiones sobre el libro de Gilbert Grellet, que salía a la venta a primeros de este mes de noviembre con un largo título: Un verano imperdonable. 1936: la guerra de España y el escándalo de la no intervención.

El comentarista, abundando en un asunto trillado, exponía ciertas consideraciones acerca del significado de la Guerra Civil y de sus vínculos con la subsiguiente Guerra Mundial que, en mi opinión, nada añaden a lo que otros han reiterado pródigamente. A partir de ellas, deducía algunas conclusiones sobre los cicateros posicionamientos adoptados por su país y por el Reino Unido, de Winston Churchill, que fueron determinantes para el desenlace de la tragedia española. Por otro lado, les oponía con vehemencia el espíritu de resistencia que representaron gentes como Malraux y otros, que, en su opinión, representan la antítesis de aquella impresentable determinación.

Aún siendo sustanciales estas reflexiones –dado que apuntan a la parte nuclear del problema– no son precisamente el asunto que hoy me interesa. Lo que retengo del argumentario de Valls, lo que concita mi atención, son los párrafos finales de su artículo en los que detalla algunas lecciones que deben extraerse de cuanto sucedió en aquel lejano verano de 1936. Y me interesan particularmente porque son enseñanzas no aprendidas que, lamentablemente, en mi opinión, están de plena actualidad.

Alude, en primer lugar, a la ineludible obligación de ser lúcidos que tienen los responsables políticos y que debería requerírsenos, también, a todos los ciudadanos. Concuerdo con él en que una de las  principales enseñanzas que nos legó el verano del 36 es que no debemos acomodarnos en los brazos de la complacencia que producen las posturas evidentes. No se puede sucumbir al desahogo que proporcionan las soluciones de conveniencia. Al contrario, hemos de esforzarnos en practicar el discernimiento crítico, con tesón, incluso cuando conlleve enturbiar las relaciones con nuestros socios y colegas, y hasta cuando propicia los desacuerdos y las rupturas con los aliados. No pueden traicionarse los principios, ni siquiera cuando los demás están determinados a hacerlo. De manera radical y sin ambages. Políticos y ciudadanos estamos obligados a empeñar nuestras capacidades cognitivas, nuestros recursos analíticos y reflexivos, en examinar rigurosamente las situaciones y en enfocar los problemas, aunque ello signifique ir contracorriente. Hemos de activar los reflejos y la capacidad de reacción en los momentos de tensión y/o de incertidumbre para tratar de asegurar la mayor coherencia entre las acciones y las convicciones. Ser lúcido no equivale a ser docto o erudito, significa, simplemente, ejercitar la capacidad de razonar y comprender con sensatez, claridad y premura. Dicho de otro modo, esforzarse por tener activadas permanentemente la perspicacia y la sagacidad en lugar de sucumbir a la acomodación y al conformismo.

La segunda lección apunta a la intransigencia. Una actitud que no afecta igual a las ideas que a los principios, que es sana y valiente, y que debe  ejercitarse frente a la razón y/o la fuerza del poder, especialmente cuando éste se manifiesta con arrogancia y/o estupidez. Concuerdo con Valls en que se puede y se debe debatir sobre cualquier idea, pero no sobre determinados principios. Para su defensa no cabe otra actitud que la intransigencia. Inequívocamente, se debe ser intransigente con quienes cuestionan la dignidad del ser humano o su libertad individual, con quienes niegan la igualdad de todos o la solidaridad. Es irrenunciable combatir las anomalías que arremeten contra el humanitarismo, como es ineludible defender los valores cívicos: la igualdad, la honestidad, la integridad, la abnegación, la laboriosidad, el activismo político y, en general, el compromiso con la suerte de los demás. Todos ellos son principios situados en las antípodas de la ambición, la ostentación o la avaricia, del cinismo, la cobardía, la extravagancia o el lujo, anomalías, todas, que alimentan las actitudes opresivas y la corrupción.

La tercera lección alude a eso que retóricamente se conoce como “altura de miras”. Algo de lo que carecieron las llamadas “potencias occidentales” cuando con su tibieza e indefinición propiciaron la gran farsa de la “no intervención”. El recelo del Foreign Office y el ‘mindungueo’ francés facilitaron y consintieron que Alemania e Italia apoyaran sin reservas la causa de los sublevados. Obviamente, no por convicciones filantrópicas sino porque tenían la mirada puesta en “mayores empresas” que estaban por llegar, para las que se preparaban intensivamente utilizando el magnífico banco de pruebas que les ofrecía la Guerra Civil. La tríada que completó la Unión Soviética, tan desleal a los principios de la no intervención como cicatera y rácana en la ayuda a sus camaradas republicanos, no tiene parangón hasta hoy. Como dice Grellet en su libro, todos adoptaron actitudes y disposiciones imperdonables, sin paliativos. Actitudes y acciones que les condenan ad eternum, sin remisión posible.

Los demócratas, las gentes con convicciones, debemos intentar aprender y sacar provecho de las lecciones que nos ofrece la Historia. Esta nos enseña que sucumbir a los intereses inmediatos y a las actitudes egocéntricas nos convierte en seres miserables, capaces de desplegar conductas tan imperdonables como las mencionadas. Los demócratas estamos obligados a no retroceder, a no abandonar nunca y a esperar siempre porque, si nos vence la tibieza, habremos fallado estrepitosamente como lo hicieron las viejas potencias europeas. Nuestra determinación será, entonces, tan imperdonable como la de quienes propiciaron el abandono del proyecto republicano en las fauces de los implacables golpistas.

viernes, 10 de noviembre de 2017

Tú me retratas, yo te castigo

"Dichoso el que ha aprendido a admirar
pero no a envidiar,
 a seguir pero no a imitar,
a aplaudir pero no a adular
 y a dirigir, pero no a manipular".
[W.A. Ward]


El chantaje emocional es una vieja estrategia que se sirve de los sentimientos y que no pasa de moda. Es una forma de control que manipula la culpa y otras emociones para lograr que la gente actúe de acuerdo con los deseos de quienes lo practican. El mensaje que esconde es taxativo: “Si no me das lo que deseo, vas a sufrir”. A veces se expresa más sutilmente, aunque con la misma interesada intención, “eres egoísta y muy malo, porque me haces sufrir”. Así pues, es una de las prácticas psicológicas más utilizadas e ilegítimas con las que, unas veces inconscientemente y otras de modo voluntario, presionamos a los otros para que actúen, digan, piensen o sientan de una determinada manera, aunque ello signifique ir en contra de sus principios.

Está tan incrustado en las relaciones sociales que no resulta fácil discernir entre cuando somos sus víctimas y cuando lo ejercitamos. De hecho, la manipulación es una de las prácticas más utilizadas en las relaciones de pareja. A menudo se exige al otro que actúe según los propios deseos o necesidades utilizando como arma los sentimientos. El silencio, las amenazas directas o veladas, los celos, o incluso la actitud victimista, son las indignas estrategias que se activan con mayor frecuencia en esas diatribas.

Chantajear emocionalmente es lo que acostumbran a hacer las gentes débiles e inseguras, carentes de argumentos y de recursos para conseguir sus propósitos. Personas incapaces de convencer a los demás con sus conductas o con sus razonamientos, que imponen torticeramente sus apetencias y caprichos utilizando los sentimientos. Gentes que no dudan en calificar a los demás de traidores a la amistad o al cariño, que entienden que les deben, cuando no acceden a sus exigencias. Esta variante de la intimidación psicológica ha prosperado en los diferentes contextos sociales, sean familiares, amistosos o de pareja. ¿Quién no ha dicho u oído aquello de: “¿es que ya no me quieres?”; o el socorrido: “con lo que he hecho por ti…”

En el fondo, estos embaucadores, burdos o sutiles, que de todo hay, son personajes tóxicos, posesivos, conocedores de los puntos vulnerables de quienes les rodean, que saben mostrarse como víctimas cuando no se accede a sus exigencias. A veces aparentan ser personas maquiavélicas y enrevesadas, incluso egoístas o malvadas; otras, rehúsan disfrazarse y se muestran tal cual son: débiles e inseguras, auténticas naderías comparadas con los que se relacionan que, contrariamente, suelen ser gentes con criterio y autonomía.

Todos hemos sido protagonistas eventuales de algún chantaje emocional. ¿Quién no ha intentado alguna vez utilizar a otras personas para conseguir algún beneficio? Sin embargo, existen importantes diferencias de grado. Ciertos chantajes son circunstanciales, transparentes y casi inofensivos, mientras otros resultan sistemáticos, retorcidos e incluso tiránicos y destructivos, llegando al maltrato psicológico y a la agresión impune, que no deja rastro ni heridas, pero que no por ello es menos dañina.

Los y las chantajistas adoptan diferentes perfiles. Unos responden a la tipología del “castigador” y son personajes toscos, que expresan con claridad lo que ansían y las consecuencias a las que se expondrán quienes no cedan a sus pretensiones. A menudo ofrecen promesas maravillosas a cambio de que se acate su voluntad. En cambio, los que adoptan el perfil del “autocastigador” son personajes más sutiles; advierten de que se dañarán a sí mismos si no se accede a sus anhelos. Son especialistas en mostrarse como víctimas, obligando a los demás a adivinar sus deseos y haciendo recaer sobre ellos la responsabilidad de satisfacerlos.

Estas manipulaciones suelen producirse en el contexto de una relación con muchos elementos positivos. El o la chantajista logra que el recuerdo de las experiencias agradables compartidas con el otro eclipse en él la percepción de que algo no funciona. De hecho, quienes sufren el chantaje optan por ceder para no quebrar el “buen rollo”. Es algo equiparable a pagar cierto peaje para obtener y/o disfrutar del cariño y/o el respeto de las personas que se aprecian. El problema es que los chantajistas ignoran los sentimientos de los demás y nunca están satisfechos. Por mucho que se ceda, piden más y más; no dudan en presionar y extorsionar hasta conseguir sus deseos, suceda lo que suceda con la autoestima o el bienestar de los otros.

Pocos son quienes no han conocido algún practicante del chantaje emocional, a cualquiera de esos individuos que utilizan las múltiples formas de intimidación para mantener a un ser cercano pendiente continuamente de sus deseos y sentimientos. Sabemos por experiencia que mantener vivas las relaciones interpersonales exige cesiones alternativas por las diferentes partes. No es eso lo que sucede con los chantajistas de sentimientos, sino otra cosa bien diferente. No es aquello de “hoy por ti, mañana por mí”; lo que prima en este caso es “yo, yo, y después de mí, yo también”. Con tan deshonesta y tóxica receta abusan de los demás, de la gente sensible y bienintencionada que ante un lagrimeo o un gesto torcido ceden a sus espurios deseos, aunque ello signifique renunciar a ser quienes son.

Evidentemente, no es ese el camino. Con los chantajistas hay que actuar de la manera que se considere idónea para cada momento y situación. Sin rehuir las circunstancias comprometidas; al contrario, aprovechándolas para dejar claro que no es así como deben conseguirse los propósitos y manteniendo la firmeza en el ofrecimiento de un diálogo sincero para llegar a acuerdos. Porque, no lo olvidemos, las relaciones interpersonales saludables se basan esencialmente en la confianza y en la aceptación, no en la toxicidad. Cuando el camino para mantener un vínculo pasa por la manipulación del otro, seguramente no merece la pena tomar en consideración tal ligazón; y mucho menos, conservarla.

domingo, 5 de noviembre de 2017

Confianza

He dicho en otras ocasiones que las denominadas emociones básicas contribuyen a asegurar la adaptación social y a facilitar el propio equilibrio personal, aspectos ambos que son transcendentales en la vida. Por ello me han preocupado con cierta asiduidad y me siguen interesando. Hoy me he propuesto comentar algunas impresiones sobre una de ellas, la confianza.

Es esta una emoción positiva que experimentamos las personas, que la primera acepción del diccionario de la RAE define como la esperanza firme que se tiene de alguien o algo. Algo como la certidumbre depositada en la respuesta del otro, o en que una determinada cosa sucederá. Por otro lado, no es una cualidad privativa de los humanos, sino que es patrimonio de todos los seres vivos. Bien es cierto que los animales la experimentan a nivel instintivo, mientras que las personas la practicamos consciente y voluntariamente. De ahí que alcanzarla nos cueste bastante más trabajo y esfuerzo que a ellos, porque no en vano es un recurso valiosísimo que facilita las relaciones personales y ayuda a entenderlas. Cuando confiamos en alguien, creemos indubitablemente que cumplirá sin ambages los compromisos que ha adquirido, y eso nunca ha tenido precio, y mucho menos en estos tiempos.

Esta emoción esencial puede analizarse desde el punto de vista individual, como puede estudiarse desde una perspectiva sociológica. Desde la perspectiva individual, está ampliamente contrastado que cuanta más confianza tenemos en nosotros mismos más fácilmente logramos nuestros propósitos. También es indubitable que la confianza acrecienta el optimismo y la felicidad, como se sabe por experiencia que confiar en las personas que nos rodean facilita la convivencia.

Por otro lado, desde la perspectiva sociológica, entre los expertos existe acuerdo en que el sentimiento de confianza es un recurso preciosísimo para cualquier grupo social. Y es que, pese a ser un bien intangible, a la vez es un elemento tan real y provechoso como los bienes tangibles que palpamos y disfrutamos. De ahí que se considere un activo importantísimo del capital social que atesora una determinada colectividad. De hecho, cuanto más abunda en ella, más rica se considera porque donde predomina la confianza es más fácil cooperar, emprender proyectos, realizar negocios o impulsar iniciativas sociales que en los entornos donde prima la desconfianza. La confianza propicia, incluso, que crezca la propensión a aceptar de buen grado las cargas impositivas y a cumplir las obligaciones cívicas; lo que, en último término, no hace sino redundar en beneficio de todos.

Así pues, si parece fuera de toda duda que la confianza contribuye al enriquecimiento personal y al incremento del bienestar general, como es evidente que la desconfianza conlleva importantes costes personales y sociales, ¿cuál es la razón para que sea tan común la segunda?

Básicamente, la desconfianza es un mecanismo de autoprotección. Cuando nos percibimos indefensos frente a algo o a alguien tendemos a desconfiar mucho más que cuando nos sentimos fuertes y seguros. De ahí que la desconfianza sea un dudoso patrimonio, compañero de la inseguridad, originado en el miedo a no saber defenderse de las amenazas, sean reales o imaginadas. Los desconfiados acostumbran a ser personas temerosas, con baja autoestima, que se sienten vulnerables y se protegen de todo y en cualquier situación. La tensión que acumulan y el círculo vicioso en el que se desenvuelven no hacen sino empeorar su situación porque, al desconfiar sistemáticamente de los demás, motivan que adopten  comportamientos reactivos que coadyuvan a que sientan verificadas sus hipótesis, fortaleciendo sus ideas acerca de la desconfianza.

De manera que, como en tantas otras cosas, lograr buenas cosechas exige sembrar a tiempo y extremar los cuidados a los planteles. En el ámbito al que nos referimos queda mucho camino por recorrer. No deja de ser paradójico contrastar que llegamos a la vida sintiendo las emociones de los demás con naturalidad, con plena empatía. Los primeros pasos de cualquier ser humano son esencialmente emocionales y, sin embargo, esa empatía casi universal se pierde en el olvido, por mor de no cultivarla, en un escasísimo intervalo de tiempo. Anteponemos la educación de los sentidos o de la razón a la educación de la emoción y del deseo, olvidando una cautela esencial: la educación emocional es sustancial para la crianza tanto en el ámbito doméstico como en el escolar y social.

Una persona inmersa en una buena educación emocional crecerá confiada y confiando en sí misma, será capaz de percibir sus capacidades y déficits, aprenderá de sus errores, se autoestimará y será asertiva, tendrá habilidades sociales y recursos para resolver los conflictos, será capaz de enfrentarse a los desafíos diarios y se comunicará con los demás exitosamente... No en vano las emociones condicionan el modo como afrontamos la vida; de ahí la radical importancia de su educación. Abogo tajantemente por la educación emocional como prerrequisito de cualquier aprendizaje exitoso, sea personal, social o académico. La reivindico como quimera educativa, como proceso continuo y permanente a lo largo del ciclo vital, en el que estamos concernidos todos los actores sociales: padres, amigos, compañeros, maestros, profesores…, la ciudadanía global. Como alguien dijo en cierta ocasión, la confianza de un pájaro no esta en que la rama sobre la que se posa no se rompa, está en sus propias alas. 

jueves, 2 de noviembre de 2017

Apología de los viejos insultos

Los profesionales de la psicología suelen decir que el insulto tiene una función reguladora de las emociones. Aseguran que recurrimos a los insultos (incluidos los pretendidamente afectuosos y entrañables) cuando percibimos, consciente o inconscientemente, que algo amenaza nuestras pretensiones y somos incapaces de responder o argumentar de otra manera. Cuando reaccionamos con un insulto a una amenaza o a una frustración, real o subjetivamente percibida, intentamos recuperar el estatus que creemos haber perdido pese a que ello no mejora nuestra posición; al contrario, el insulto es un comportamiento reactivo y poco exitoso cuando se pretende erosionar la posición del insultado.

Realmente los insultos vienen a ser desahogos, reacciones primarias, cuya intención perciben los demás inmediatamente. En cierto modo son como las frases hechas o los refranes: facilitan la comunicación a base de simplificar las cosas o de empobrecer la expresión. A veces, son ocurrencias de quienes viven la vida desde el ‘postureo’, queriendo demostrar permanentemente a los demás que son de lo más guay, sin reflexionar sobre los efectos que pueden ocasionar sus infantiles, descabellados e irresponsables comportamientos. En ocasiones, sus ocurrencias –que solo ellos celebran– afectan intensamente a las personas que les rodean, haciéndoles sujetos pasivos de sus despropósitos que, a veces, suponen monumentales meteduras de pata de las que suelen salir indemnes, beneficiándose de una norma no escrita, aunque muy común en la sociedad desregulada, extremadamente permisiva con los excesos y radicalmente restrictiva con los derechos.

Por otro lado, aunque los insultos contribuyan a aliviar las tensiones o a regular las emociones ello no les convierte, necesariamente, en procedimientos idóneos para conseguir tales finalidades. Existen otros mecanismos que constituyen respuestas más ajustadas para lograr esos propósitos. Pondré un ejemplo: es más recomendable intentar racionalizar las amenazas percibidas utilizando técnicas como la afirmación positiva, la detención del pensamiento, el cambio de perspectiva o el ensayo mental, que “tirar por el camino de en medio” y optar por el insulto, que no es otra cosa que una respuesta improvisada e irreflexiva, una nadería comparada con cualquiera de las réplicas anteriores, que son respuestas serenas e incomparablemente más pertinentes para el logro de la finalidad perseguida.
               
Ciertos estudiosos han intentado clasificar los insultos, agrupándolos en categorías. Básicamente organizan el elenco de los improperios en cuatro grandes grupos: los destinados a desmerecer o infravalorar (inútil, zopenco), los que atribuyen estupidez o deprivación intelectual (idiota, mongolo), aquellos que aluden al vicio y/o la depravación (degenerado, drogota), y, finalmente, los que atribuyen cualidades que contravienen o se apartan de las normas o convenciones sociales (gordinflas, marrano).

Los insultos, como parte que son del lenguaje, evolucionan con él. Cada época histórica tiene los suyos, aunque exista un poso que trasciende las modas y asegura en cierto modo la pervivencia de la tradición en el uso del improperio. A veces son auténticas metáforas, recurso que no solo es artificio genuino de la imaginación poética o de la ornamentación retórica sino que también forma parte del lenguaje común. Porque las metáforas no son simples medios formales; al contrario, constituyen vehículos para el pensamiento y la acción. Muchos consideran que podemos arreglárnoslas perfectamente sin metáforas, sin embargo, creo que están profundamente equivocados porque nuestro sistema conceptual, el que posibilita que pensemos y actuemos, es radicalmente de naturaleza metafórica. Cómo interpretar si no befas como truhán, malandrín o granuja, que son cariñosas maneras de etiquetar a personas astutas, ligeras y enredadoras, incluso estafadoras, cuyos comportamientos asociales o delictivos difieren radicalmente de los de otros especímenes actuales como los corruptos, los rufianes o los depravados.

Los insultos seguirán formando parte de las lenguas y evolucionando con ellas. De modo que siendo ello inevitable, y pese a que existen recursos más eficientes para desfogarse, yo abogaría por combatir el simplismo y la impericia, también en este ámbito. Propondría que se promocionase el uso de insultos con clase, con pedigrí, en lugar de recurrir a la torpeza del uso constante de los diez o doce que integran el actual top ten de la especialidad, que incluye bobadas como gilipollas, idiota o mamón; burro, calientapollas y capullo; o puta, payaso y cabrón.

El “arte de insultar” es complicado y no está al alcance de cualquiera. Todos los días escuchamos insultos vulgares, innobles, chabacanos, inoportunos e innecesarios. Son pocos los proferidos con calidad, con actitud distante, utilizados en el momento oportuno, bien pensados y trabados con símiles, metáforas o hipérboles, que producen cien veces más efecto que las socorridas mediocridades vociferadas con alusiones a los muertos o a la profesión de la madre de turno. Por tanto, si decidimos insultar, no trivialicemos y por lo menos hagámoslo con gracia. Incorporemos a nuestros falsarios requiebros recursos estilísticos que aliviarán su tosquedad. Y si nuestras habilidades expresivas o nuestra imaginación son romas, al menos echemos mano de términos que den cierta enjundia a conductas tan poco edificantes. Ahí va una propuesta de vademécum de bolsillo que tal vez sea útil para ese propósito: botarate, papanatas, chiquilicuatre, abrazafarolas, cenutrio, pimpín, gualtrapa, mangurrian, alfeñique, petimetre, mascachapas, mamacallos, gaznápiro, verriondo, pelafustán, badulaque, zahorro, estafermo, perdulario, pisaverde, zurumbático, harón, arracacho, malquisto… Es un decir, claro.

sábado, 28 de octubre de 2017

Andante, ma non troppo

Como se sabe, la memoria genética es un concepto controvertido y todavía nada científico que podría definirse como una reminiscencia, presente desde el nacimiento, que existe en ausencia de experiencia sensorial y que se incorpora al genoma durante el transcurso de largos periodos de tiempo. Noción utilizada y debatida en numerosas obras literarias, audiovisuales y películas de ciencia ficción, en cierto modo viene a presuponer que los individuos –también los humanos– no solo podemos adquirir o mejorar determinados caracteres físicos durante nuestra vida y transmitirlos a nuestra descendencia, sino que tenemos la capacidad adicional de incorporar nuestra personalidad y nuestras experiencias al código genético. De modo que cada uno arrastraríamos las memorias y personalidades de nuestros antepasados, que podrían ser recuperadas bien por urgencias inconscientes o mediante el uso de la tecnología o el adiestramiento adecuados.

Por otro lado, hace aproximadamente cuatro millones de años que el hombre se puso de pie. Al menos es lo que aseguran estudios científicos realizados del carpo de la muñeca de fósiles de australopithecus y de primates actuales. Las comparaciones que han hecho los paleontólogos entre las tomografías computerizadas de alta resolución del hueso capitatum de ambos han alumbrado modelos virtuales del desarrollo de los huesos de la muñeca, que permiten constatar rasgos diferenciales entre unos y otros. Se ha contrastado, por ejemplo, un desarrollo distintivo del hueso central, que es más robusto en las especies con conductas arbóreas que en las que practican la vida terrestre y la bipedación, que trasladan esa hipertrofia al dedo pulgar.

Los estudios referidos han permitido comprobar que la morfología de las extremidades inferiores del australophitecus anamensis, hallado en Kanapoi (Kenia), donde vivió hace  4,2 millones de años, evidencia que practicaba la bipedación terrestre, compatibilizándola con conductas arbóreas residuales. En cambio, el análisis de los fósiles del australophitecus afarensis, de hace 3,5 millones de años, acredita que ya no trepaba a los árboles. Ambas verificaciones son elementos que refuerzan la hipótesis de que la consolidación de los ancestros de la bipedación humana se debió producir en un intervalo que se extiende entre hace 4,2 y 3,5 millones de años. Dato que habla por sí mismo de la enormidad del espacio de tiempo que los humanos empleamos en tomar la decisión de caminar de pie y empezar a ver el mundo desde otra perspectiva. Nada menos que 700.000 años, es decir, cien veces la duración de la protohistoria y la historia juntas, o sea, el periodo de tiempo que media entre los vestigios conocidos de los primeros pueblos con nombre propio (sumerios, egipcios…) y la actualidad.

Nada tengo a favor o en contra de la verosimilitud de la memoria genética, aunque, la verdad, si la especie humana empleó milenios en adoptar la bipedestación, no deja de sorprender que los actuales humanos consumamos poco más de un año para adoptar idéntica decisión. Claro que ello puede ser el resultado de un proceso evolutivo consolidado que se muestra a través de resultados que son la consecuencia lógica del mero progreso biológico, pero ¿por qué desechar que el genoma pudiera replicar ciertas reminiscencias personales o experienciales de nuestros antepasados?

Ya se sabe que hoy la línea que separa la vida real y la homónima digital es crecientemente difusa. Para no poner ejemplos ajenos, señalaré que mi nieto nació hace dieciséis meses y ya conservo en mi teléfono una media de cuatro fotografías/vídeos diarios, que dan inequívoca fe de que existe. Apostillaré, entre comas, que me colma de satisfacción tal circunstancia porque me permite verlo casi diariamente aunque viva a cuatrocientos kilómetros de distancia. Pues bien, entre esos miles de testimonios gráficos, uno de mis preferidos es el vídeo que recoge  sus primeros ensayos para caminar erguido. Esa rutina tan común que pasa completamente inadvertida para la mayoría, excepto para quiénes tienen impedimentos insoslayables para practicarla y también para algunos expertos que la han escudriñado desde diferentes puntos de vista, algunos con objetivos tan peregrinos como descubrir en ella los rasgos de la personalidad. Sus conclusiones aseguran, por ejemplo, que caminar de forma enérgica y con pasos largos expresa felicidad; que deambular con paso lento o arrastrando los pies evidencia tristeza, miedo o incertidumbre; que caminar con las manos en los bolsillos supone confesar implícitamente que no estamos satisfechos con la imagen que proyectamos; o que justamente sucede todo lo contrario cuando nos movemos como si estuviésemos participando en un desfile de moda.

Nada de todo lo dicho tiene que ver con la conducta de mi nieto, que apenas alcanza a lograr el delicado equilibrio que exige desplazarse a pie. Cada vez que visiono la secuencia que mencionaba rememoro su epifanía en la bipedación. Las seis o siete decenas de raudos e inconscientes pasos que ensayó cuando cumplía los catorce meses, persiguiendo a su huidizo y estimulante padre entre lloros inconsolables, seguramente producto de su propio asombro al descubrirse involuntario practicante de arriesgadas conductas. Deslumbrado por una perspectiva que le alejaba de las que le habían proporcionado hasta entonces las seguras atalayas urdidas por los amorosos brazos de sus padres y abuelos, por las manos bienhechoras de los amigos de sus familiares, o por la cercanía de la tierra firme al reptar o gatear. El nuevo e ingrávido altozano que alcanzamos cuando nos ponemos de pie por primera vez seguramente nos induce un vértigo enorme, nos hace percibirnos frente a un abismo que nos sobrecoge. Probablemente el llanto desconsolado de mi nieto fue su espontánea reacción a la sensación que estaba experimentando. Nunca sabré, por otro lado, si fue expresión de lo atónito que se sintió o de la alegría que experimentó. Lo cierto es que desde entonces no hay marcha atrás. A partir de ahora verá la vida de otro modo. Lo importante es que la vea desde una perspectiva sana, feliz, larga y provechosa. Al menos es lo que yo deseo.