domingo, 30 de julio de 2023

Algunas lecciones «reaprendidas»

El diccionario de la Real Academia Española (RAE) no reconoce el término «reaprender», un neologismo con el que se alude a la acción y al efecto de aprender algo de nuevo. Es un concepto que se utiliza con frecuencia en el ámbito de la educación para enunciar el proceso de aprender de nuevo desde una perspectiva diferente a la utilizada originalmente. Intencionadamente, traigo al caso el vocablo porque a lo que con él aludiré no solo no es desconocido sino que, por el contrario, se produce reiteradamente en numerosos territorios y civilizaciones a lo largo de la historia.

A menudo nos echamos las manos a la cabeza al conocer detalles que desvelan el alcance que tiene la corrupción en el mundo actual. Olvidamos, estoy seguro que sin maldad ni torcida intención, que la corrupción en la antigua Roma —por mencionar un ejemplo paradigmático— tenía dimensiones muy superiores, como subrayan y argumentan los mismos autores clásicos y también reconocidos estudiosos del clasicismo. Tanto en los tiempos de la República como en los años del Imperio se compraban votos y cargos, se amañaban elecciones a través de una prolija concatenación de fraudes electorales, se llevaban a cabo apropiaciones indebidas, se cobraban comisiones, se producían acumulaciones fraudulentas, proliferaban las estafas, eran habituales las extorsiones y el cobro de impuestos inflados. De igual forma, eran notorios los sobornos, los cohechos o la ingeniería contable retribuida con obsequios encubiertos. También eran cicateras la administración justicia y la gestión de los asuntos públicos, sustentadas a menudo en conductas dolosas que se resarcían con generosos donativos en metálico. Nihil novum sub sole.

Pero si algo nos muestra la historia es que todas las sociedades, las gobernadas por dictadores despiadados y las que administran representantes bien intencionados, se desmoronan y perecen con el tiempo. Le ocurrió al imperio mongol, al romano, al español, al británico y a la Unión Soviética por citar algunos de los regímenes políticos que más se expandieron en diferentes periodos históricos. Y así continuará ocurriendo.

Los académicos han constatado que secularmente las sociedades con «buen gobierno» —las que proporcionan bienes y servicios a los ciudadanos y limitan la concentración de la riqueza y el poder en pocas manos— tienden a perdurar más que los regímenes autocráticos. Sin embargo, paradójicamente, han comprobado también que cuando los gobiernos bienhechores se desmoronan lo hacen con mayor estrépito que los regímenes despóticos. Adicionalmente, han detectado que un factor que explica la severidad del colapso de los buenos gobiernos es la presencia de líderes que socavan y quiebran la defensa de los principios e ideales de la sociedad que los sustentaba, traicionando los valores y las normas que guiaron las acciones de sus antecesores y generando, en consecuencia, la pérdida de confianza de la ciudadanía en el liderazgo y en el gobierno.

Por tanto, no debería sorprendernos que en las sociedades contemporáneas emerjan con cierta frecuencia prácticas fraudulentas, corruptelas y grandes perversidades, con las mismas pretensiones que tuvieron en otros tiempos y/o territorios. Mal que nos pese, todo ello va a seguir sucediendo. Por tanto, quizá la mejor defensa de los ciudadanos frente a los factótum de la economía, los lobbies de la comunicación y los múltiples resortes del mal llamado «poder auténtico» sea intentar «reaprender» del pasado considerando la propia experiencia y filtrando la información que ofrece el contexto a través del sentido común y la consideración de tres postulados de Perogrullo: ni los duros se cambian a cuatro pesetas, ni los perros se atan con longanizas, y nada es lo que parece. Sinceramente, con ese escueto bagaje y poco más creo que pueden afrontarse la mayoría de los dilemas que se nos presenten. Consecuentemente, comparto algunas de las evidencias que he contrastado desde la aparente simpleza que encierran las premisas enunciadas, acompañadas de las lecciones que me hicieron aprender o reaprender.

La derecha nunca ha logrado la mayoría absoluta en los comicios de nuestro país cuando la participación ha alcanzado o superado el 70 % de los electores. Todas sus victorias se sustentan en la desmovilización de la izquierda. En consecuencia, si queremos influir en la vida pública y pretendemos condicionar las conductas de la clase política, la primera lección a aprender o reaprender es que debemos votar. Si no se vota, las cosas no son como desea la mayoría sino como otros las predeterminan a su gusto y conveniencia.

La derecha es proclive a mentir a sabiendas de que lo hace, es decir, lo hace a conciencia. Se trata de una vieja triquiñuela que le resulta familiar y que ha funcionado bien históricamente, entre otras razones por aquello de «miente, que algo queda». Pero, como sucede con casi todo en la vida, la mentira también debe manejarse con tino. En la última confrontación electoral sus representantes y voceros se «pasaron de vueltas» y acabaron haciéndola víctima de su falaz propaganda. La hicieron abandonar una elemental cordura y la deslizaron hacia el territorio de las añagazas y los subterfugios. Por resumir, la auparon a tal estado de soberbia que llegó a creer sus propias mentiras y hasta las que aireaban sus voceros sin fundamento. Lo que no imaginaban ni unos ni otros es que semejante despropósito ponía alerta a la España real, que es mucho más que una y, desde luego, infinitamente más grande, diversa, plural, libre y saludable que la que representan Vox y el PP.

Por tanto, si queremos ser pragmáticos, coadyuvemos en el futuro a que se cuezan en su propia salsa, como sucedió en esta ocasión. Mintamos a sus encuestadores y opinadores, escondámosles el sentido de nuestro voto, que no es sino el más oscuro objeto de su deseo porque saben de sobra que con los de «los suyos» no tienen suficiente para gobernar. No olvidemos que las divisiones suelen ser la causa principal de las derrotas y contribuyamos a ello en la medida de nuestras posibilidades. Tengo por cierto que mientras que la derecha esté dividida (desconozco si eso no es directamente una contradicción) y continue vigente la actual ley electoral, no lograrán alcanzar el poder.

Siguiendo su tónica habitual, considerando que el poder les corresponde por derecho propio o por designio de la providencia, que viene a ser lo mismo, una vez más la derecha ha despreciado a la izquierda. Lo ha hecho hasta tal punto que con su actitud ha logrado movilizarla más que sus propios representantes. No es que Pedro Sánchez y Yolanda Díaz hayan convencido a los votantes progresistas, ha sido Feijóo y sus alianzas con Vox —mucho más que su torticera estrategia en el debate cara a cara con Sánchez— quien logró algo que parecía imposible: movilizar a una izquierda desmotivada y dormida, pero que, a la vista de lo que venía, no ha consentido que se entregase el gobierno a las derechas reaccionarias.

Finalmente, los votantes progresistas debemos reivindicar y poner en valor la importancia de la gran victoria moral lograda el pasado domingo. Y no olvidarla. Hemos de insistir en que el derecho al voto se corresponde con el deber de votar porque el voto, además de ser prerrogativa de cada ciudadano, influye decisivamente en la vida de todos los demás. Por ello, además de la demostración de civilidad que representa votar, las personas que habitamos los países democráticos debemos ejercitar ese derecho inalienable para alcanzar la aspiración común de que lleguen a conformarse gobiernos que antepongan los intereses de los ciudadanos a cualesquiera otros. Pero muy especialmente, cada vez que casi todos los pronósticos, que casi todos los sondeos y que casi todos los medios de comunicación den por muerta y enterrada a la izquierda, debemos movilizarnos en tropel. Es la manera de decirles tajantemente a los descreídos y a quienes carecen de convicciones democráticas que la mayor mentira que puede inducirse en unas elecciones es dar por hecho que todo está escrito y que votar no sirve para nada.

Como le sucede a mi admirado Juan Gabriel Vásquez —así lo refleja en la tribuna que hoy le publica el diario El País—, también me gusta pensar que, por lo menos en parte, lo que rechazamos cientos de miles de españoles el pasado 23 de julio fue el intento metódico de las derechas de envenenar nuestra convivencia y arrastrarnos a visiones extremistas que a muchos nos resultan ajenas o evidentemente falseadas; o de imponernos desde las burbujas de las redes sociales una versión de la realidad que reñía con la experiencia de todos los días, con el decoro y cierta decencia machadiana que hacen parte del trato de la gente cuando está fuera de su Twitter, con las emociones íntimas de una sociedad que suele ser mejor —más generosa, más tolerante, más plural y más solidaria— que lo que creen muchos de sus líderes. Una versión de la realidad que reñía, para usar dos palabras que no están demasiado en boga, con su sentido común; o acaso con su común humanidad, que eso también es posible.



martes, 25 de julio de 2023

El día después

Se ha dicho hasta la saciedad que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos que se han implementado a lo largo de la historia. Algo con lo que se puede estar o no de acuerdo. Yo, lo estoy. Partiendo de esa premisa, argumentaré lo que sigue. Como sabemos, el origen del sistema democrático imperante en las sociedades occidentales hay que buscarlo en la imperfección de la democracia ateniense. Hace veinticinco siglos, en los albores de nuestra civilización, ya existía un elemento crucial para asegurar la salud y la pervivencia del sistema: lo que algunos han denominado la conversación pública, que no es sino la práctica del diálogo concreto, sincero, disciplinado y reflexivo entre los miembros de un grupo social para alcanzar acuerdos y lograr organizar la vida en común de la mejor manera posible. La historia nos demuestra la importancia de los diálogos en el devenir de la humanidad, como herramienta para el mutuo entendimiento y, generalmente, como reemplazo de la violencia. No existe conflicto ni guerra que no hayan concluido en una mesa de diálogo. Más o menos mediatizada, pero al final, la paz empieza con los acuerdos de personas que dialogan sentadas en torno a una mesa. Lamentablemente, hemos aprendido muy poco de la experiencia histórica. Es irrefrenable la propensión de los seres humanos al aislamiento y al egoísmo.

Pese al formidable desarrollo de los medios audiovisuales y digitales, constato que es creciente la incomunicación existente en nuestra sociedad. Es tan apabullante la cantidad de datos que nos bombardean diariamente que no hay manera de filtrarlos, procesarlos, aprovecharlos y guardarlos. De un día para otro se convierten en contenidos fugaces, envejecidos e inmediatamente sustituidos por oleadas que no cesan. Todavía más preocupante es que quienes participamos en la «conversación pública» hablamos para nuestro propio círculo, para interlocutores que seguramente coinciden con nosotros. Usamos términos y conceptos abstractos o sintéticos que son claros para nuestros amigos o enemigos pero muchas veces incomprensibles para la mayoría de los ciudadanos.

A nivel político, sucede un poco lo mismo. Tal vez sea verdad eso de que cada sociedad tiene los políticos que merece. Ciertamente, la interacción política entre las distintas formaciones reviste unas hechuras enervantes. Podría considerarse dentro de la normalidad que durante las campañas electorales se agudice la dureza de las intervenciones públicas y predomine el lenguaje descarnadamente agresivo, el recurso a la exageración e incluso el exabrupto o la acusación ad hominem. Pero lo que no es aceptable es que el ambiente social, el clima civil de una sociedad democrática, esté sistemáticamente enlodado, cuestionado, pintado de sordidez, envuelto en la mentira y en la propagación de bulos, que mienten descaradamente sobre realidades sociales que los ciudadanos no perciben y que los indicadores socio-económicos desmienten con contundencia.

Lamentablemente, ha desaparecido de la práctica social el diálogo y prevalece la propaganda instigada unilateralmente por los agentes interesados en diseñar un retrato pavoroso de un país en descomposición, que ni perciben sus ciudadanos ni obedece a la realidad objetiva. Un país que intentan «vender» determinados voceros, poseedores de multitud de recursos técnicos y de amplificación, altavoces desvinculados del sentir, de las convicciones y de las vidas cotidianas de una realidad española que trasciende en tamaño y diversidad los escasos 7 millones de ciudadanos que viven en Madrid y sus alrededores, millón y medio de ellos votantes del PP. España tiene, además, cuarenta y pico millones de ciudadanos que no comulgan ni con la frivolidad, ni con los extremismos, ni con la mentira o la perplejidad sistemáticas que alimentan políticos y creadores de opinión alarmistas, a los que han dejado en cueros los pactos entre la extrema derecha y el PP en municipios y comunidades autónomas. En ellos se constata que el país que ellos han imaginado en absoluto se corresponde con el que quieren gobernar. Sí, ha fracasado la estrategia de la tensión y de la radicalización. Los ciudadanos no estamos dispuestos a que la política sea el territorio de la descalificación personal, de la mentira y de la hipérbole falaz y continua. Los ciudadanos no permitimos ni permitiremos que se pierda la comunicación, los valores y las maneras que hacen posible la convivencia diaria en nuestras calles y ciudades.

Algunos, particularmente, ansiamos que los resultados electorales del pasado domingo destierren de una vez la hiperactividad desbocada de quienes entienden la política como un espectáculo de acoso y derribo incondicional, como la turbación del cuerpo social y la desactivación de su capacidad de reflexión. Aprendan estos aprendices de brujos, que saben menos de lo que creen, porque los ciudadanos, cuando ven amenazada su subsistencia y sus vidas, reaccionan. Aprendan, también, quienes tienen la responsabilidad y la difícil tarea de asegurar la gobernabilidad del país, asentada en la comunicación pública —sí, pública, con luz y taquígrafos—. Abogo porque sean pragmáticos, pero igualmente valientes. La vida es una lucha inextinguible, y quien no combate es un cobarde. Pues, eso. ¡Ánimo!




sábado, 15 de julio de 2023

Yo estuve allí

15 de julio, por fin llegó el gran día, una ardorosa jornada para completar otra semana canicular. Atrás quedaron momentos de nerviosismo, de impaciente espera del ansiado reencuentro acordado por un nutrido grupo de personas, que nacieron cuando se iniciaba la década de los 70 y que finalizaron la EGB mediada la de los 80. La cita era a las 14:00 h. en el restaurante Rincón del Polío, de San Vicent del Raspeig. Hacía días que la emoción estaba a flor de piel. A medida que iban llegando, unos se reconocían a primera vista y se apresuraban a abrazarse y besarse alborozadamente. Otros, más timoratos o confusos, reiteraban a quienes encontraban la misma pregunta: «¿Te acuerdas de mí?». Tras las lógicas vacilaciones, reaccionaban con efusivas muestras de afecto y adoptaban actitudes de innegable complacencia. Los profesores abrazábamos a unos, besábamos a otros y los mirábamos a todos, porfiando por identificar y poner nombre a cada rostro, asociándolo con las imágenes que todavía retenemos de su infancia. Ciertamente, eran unos chiquillos cuando los conocimos y, después de tantos años, cuesta reconocerlos escudriñando en la fisonomía de personas en plenitud, que fueron en su día nuestros alumnos en el extinto Colegio Público Ruperto Chapí.

Proliferaban los piropos entre compañeras y compañeros. Por momentos, las risas y expresiones de satisfacción se adueñaban del ambiente. Algunos apenas podían controlar la emoción y contener las lágrimas. Otros confesaban haberse desvelado la noche anterior, imaginando los detalles del feliz reencuentro. Los profes estrujábamos las neuronas para lograr reconocer las vetustas siluetas y rostros infantiles en las fisonomías actuales, intentando colocar a cada cual en el imaginario pupitre de su clase.

Seguro que se me olvidará alguien — si así fuere, aquí tienen los omitidos mis disculpas por anticipado—, pero creo recordar que allí estuvieron Juan Carlos Almagro, Santiago Vera, José V. Campayo, Miguel Ángel Cubí, José Ignacio Ros, Isabel Fernández, Javier Ramírez, José A. Sánchez (Toño), Asunción Martí, Toñi Aracil, M. Mar Richart, Carmen Cana, Jaime Sarrión, David García, Rafa Forner, Alberto Guzmán, María Cristina Sánchez, María José Muela, Pedro M. Amat, Juan Carlos Blanco, Ubaldo Martínez, Bernardo Esquiva, Yolanda Pomares, M. Cristina Soro, Leopoldo Gumpert, David Cubí y Agustín Congost. También Manolo y Vicente, en representación de los profesores. Una amplia y cualificada muestra del más de medio centenar de chicas y chicos que integraron la promoción que concluyó la EGB el año 1985, si no me falla la memoria.

Nos aplicamos a dar buena cuenta del menú negociado por los organizadores —es justo que destaque aquí el afán y los buenos oficios desplegados por Miguel Ángel Cubí y Cristina Soro, y el apoyo de J. Ramírez—, integrado por aperitivos varios tales como tostas con tomate y alioli, jamón de reserva y queso manchego, dúo de croquetas de jamón, queso fresco frito con mermelada casera de tomate, calamares a la andaluza y gambas al ajillo. Como plato principal se ofrecía arroz del señoret (seco, o meloso con verduras), bacalao al horno gratinado con alioli y solomillo a la pimienta. Obviamente, todo ello bien regado con refrescos, cervezas y vino. Naturalmente, dimos cumplida cuenta de las viandas, pero lo auténticamente relevante fueron los prolegómenos y la sobremesa, en los que compartimos infinidad de anécdotas, vivencias, risas y muchos, muchos recuerdos.

Rememoramos las danzas y las canciones, los juegos y los deportes, la cantina y los murales…, las excursiones y los viajes de fin de curso. Las envidias y pelusas que generaban los destellos del «Ruperto» entre los colegios vecinos: Emilio Varela, Lucentum, La Paz… Tiempo para el recuerdo y para las pequeñas nostalgias, ¿por qué no? Reminiscencias de las contingencias y acontecimientos que vivimos en aquella pretérita época. Escenarios lejanos y complacientes que sirvieron de telón de fondo a la gratificante travesía que significó nuestro paso por el Colegio. Hechos acontecidos y aspiraciones imaginadas. Anécdotas y vivencias que recordamos con ternura e incluso con cierta melancolía. Materia inagotable para las improvisadas tertulias, abigarradas de temas y profusión de inquietudes; demasiadas cosas para abordarlas en tan poco tiempo. Diálogos a una, a dos y hasta a tres bandas. Nostalgia, filosofía de la cotidianidad, recuerdos enhebrados con expresiones benévolas y azucaradas, mientras se consumen cafés, aguas minerales y algún cubata.

Cerrar el encuentro fue difícil porque a nadie le apetecía marcharse. A los profesores nos hubiese gustado concluirlo con un pronunciamiento y un deseo imaginarios: «¡Gracias por volver al Colegio! ¡Como siempre, os esperamos de nuevo con las puertas y los brazos abiertos!». Pretensiones que, como sabemos, era imposible materializar. No obstante, podéis estar seguros, como lo estamos nosotros, de que encontraréis otros espacios igualmente gratificantes —como lo habéis hecho hoy— y de que surgirán nuevas oportunidades para reencontrarnos en el futuro. Finalmente, permitidme que concluya esta apresurada crónica con unas postreras reflexiones sobre aquel tiempo feliz que compartimos en el barrio Virgen del Remedio, donde transcurrió vuestra infancia.

En aquellos años, en aquel distrito de la ciudad donde vivíais con vuestras familias, como tantas otras gentes humildes y laboriosas, una legión de niños y muchachos consumíais la niñez y estrenabais la adolescencia. Nosotros, los maestros, nos afanábamos para transmitiros nuestro mejor legado, empecinados como estábamos en que prosperaseis y en ayudaros a crecer y a ser ciudadanos responsables, participantes activos en la construcción de la nueva sociedad que reestrenaba la democracia, en la que debían prevalecer la decencia, la solidaridad y el civismo.

Siempre he tenido el convencimiento de que, en el precario e improvisado contexto que representó el desaparecido colegio Ruperto Chapí, todos juntos cocinamos un menú especial. Los chavales y las familias aportasteis llaneza, disposición, energía, actitud y, por encima de todo ello, generosidad. Nosotros, los profesores, pusimos sobre la mesa y os ofrecimos esfuerzo y dedicación, aderezados con nuestro compromiso, saber profesional y afecto. Nos parecía que eran los mejores ingredientes para ejercer el oficio de maestro, sin duda una forma decente de ganarse la vida pero, sobre todo, una manera de ganar la vida de los otros, como ha subrayado en alguna ocasión Emilio Lledó, uno de nuestros últimos filósofos y sabios vivos. Así pienso que fue entonces y así considero que lo es ahora. Maestros y alumnos, alumnos y maestros conviviendo estrecha y apasionadamente en los apretados territorios de las aulas. Inventando y rentabilizando los recursos, exprimiéndolos en esos efímeros y verosímiles escenarios, donde unos intentan ayudar a otros para que todos aprendan a ser y a estar, a vivir y a convivir. Allí germinan las semillas, crecen las raigambres, se tejen las relaciones y se conforman urdimbres que perduran años y años. Nada, ni los privativos espacios familiares, ni las fructíferas trayectorias personales, ni los éxitos o sinsabores profesionales y vitales atenúa el brío de los viejos vínculos, de las intensas complicidades que se forjaron. Bien al contrario, los aprendizajes, los afectos, las anécdotas, los recuerdos, las reelaboradas conciliaciones que se fraguaron durante aquellos años se mantienen vivos en la memoria de quienes fuimos sus protagonistas. Hoy hemos disfrutado de una excelente oportunidad para comprobarlo. Gracias, chavales, por hacerlo posible. Salud y progreso para todas y para todos.


PROMOCIÓN DE 1985 (C. P. RUPERTO CHAPÍ)

Grupo A

Matilde Albaladejo Pastor

Juan Carlos Almagro Ruiz

Isabel Alonso Lozano

Gregorio Alonso Osma

Francisco Álvarez Pareja

Pedro M. Amat Fernández

Antonia Aracil Marcos

Antonio Aragón Gómez

Mª Fuensanta Argilés Lucas

José Asensi Sánchez

José Luis Barriga Parra

Miguel Barrull Díaz

Juan Carlos Blanco García

Ana María Callado Hernández

José Vicente Campayo Martínez

Carmen Cana Herreros

Mª Isabel Carrasco Grimaldos

Agustín Congost Doménech

David Coronado Vives

Miguel Ángel Cubí Aracil

Ricardo Díaz Moreno

Mª Isabel Fernández Mérida

Mª José Fernández Moresi

Adela Ferrero Díaz

Rafael Forner Navalón

Jesús Miguel García Cano

David José García Ferrol

Javier Gómez García

Eva Izquierdo López

Mª Asunción Jaén Harinero


Grupo B


David CubÍ AraciL

Bernardo Esquiva García

Leopoldo Gumpert Jiménez

Alberto Guzmán Martínez

Ana Hernández García

José C. Lahoz Benito

Manuel J. López Martínez

Gregorio A. Lucas Pedroche

Carlos Marco Bonilla

Mª Asunción Martí Jiménez

Roberto Martín Fernández

Ubaldo Martínez Calvo

Mª José Muela Rosado

Rafael Pascual García

Mª Dolores Piqueras Ortíz

Yolanda Pomares Rico

Javier Ramírez Cruz

María del Mar Richart Carrasco

José Juan Rodríguez Sánchez

José Ignacio Ros Puche

Mª del Mar Samper Soriano

Cristina Sánchez Bustos

Juan Antonio Sánchez Ibarra

Jaime Sarrión Santamaría

Vicente Sarrión Santamaría

Javier Solís Cárdenas

María Cristina Soro Martínez

José Manuel Jiménez Valdivieso






sábado, 8 de julio de 2023

¿Agonizan las fiestas de toros?

Quizá estos días de julio, de perfil inequívocamente sanferminero, síntesis antonomástica de la tauromaquia y del festejo popular, constituyen una oportunidad para reflexionar sobre las «fiestas de toros», que es lo mismo que decir sobre la variopinta tipología de espectáculos en los que intervienen reses bravas y diferentes profesionales o aficionados, bien en recintos específicos (plazas de toros) de acuerdo con las reglas de la tauromaquia, o bien al aire libre en espacios urbanos o en entornos rurales, sin otras normas que las emanadas de las ordenanzas gubernativas que regulan las condiciones de celebración y desarrollo de los festejos para garantizar la seguridad, los derechos e intereses legítimos de los participantes, espectadores, vecinos y bienes, así como la integridad de los animales que intervienen en ellos.

Más allá del antitaurinismo y de los argumentarios que se oponen a la práctica de la tauromaquia (que existen y se hacen notar), por encima del legítimo y lucrativo interés que mueve a los adalides, a las figuras, a los jornaleros y a los adláteres de la llamada «fiesta brava» (los profesionales taurinos inscritos actualmente en los registros oficiales son más de diez mil), según las estadísticas del prestigioso portal Mundotoro, en los últimos tiempos se ha acentuado la merma de los espectáculos. En poco más de una década, más de quinientas localidades han dejado de dar festejos, sin que haya mediado acción antitaurina alguna. Dicho de otro modo, en 2007, se celebraron corridas y novilladas en 902 pueblos y, sin embargo, en el año 2019, víspera de la pandemia, solamente 377 localidades dieron un festejo mayor. Actualmente, transcurridos tres años pospandémicos, nada parece haber cambiado.

Perder casi 700 localidades en apenas una década equivale a precipitar el toreo hacia la desertización. No obstante, debe matizarse de inmediato que el mapa del «vaciado» de la tauromaquia coincide con el de la llamada «España vacía». Si se superponen ambos, coinciden como dos gotas de agua, como dos síncronas tendencias involutivas. Ocho de cada diez pueblos de menos de mil habitantes han perdido hasta un 45% de su población y más del 40 % de las localidades que celebraban festejos taurinos han dejado de hacerlo. Pero no sucede lo mismo en las ciudades, ni con los festejos populares.

Si reorientamos el foco y consultamos otras fuentes, contrastaremos que la fiesta de los toros parece que recupera terreno en España. Aunque es innegable que la aceptación social de la tauromaquia está lejos de las cotas que alcanzó en otras épocas doradas, los datos que ofrece el servicio de Estadística de Asuntos Taurinos del Ministerio de Cultura y Deporte, elaborados con la información que facilitan las comunidades autónomas, muestran un inequívoco aumento de los espectáculos. El año pasado se celebraron más eventos que en 2019, año previo a la pandemia. En concreto, en cuanto a los festejos que se ubican en plazas, con participación de toros, novillos, rejones, becerros y modalidades mixtas, como el toreo cómico, el incremento registrado fue del 8,5% para un total de 1.546 eventos. Pese a todo, la estadística ministerial aporta datos incontrovertibles que abonan un retroceso continuo: en 2007 se celebraron 3 651 espectáculos taurinos, mientras en 2022 solamente fueron 1 546.

Por otro lado, se constata en la misma fuente que, con relación a la otra gran vertiente de la fiesta representada por los festejos populares, entre 2011 y 2022, se ha pasado de celebrar 14 262 a 16 868 espectáculos, incrementándose en más de un 18%. Por tanto, contrariamente a lo que sucede con corridas y novilladas, las celebraciones en la vía pública adquieren relevancia creciente. Según datos de la Asociación Nacional de Organizadores de Espectáculos Taurinos (ANOET), el año pasado experimentaron un crecimiento considerable en muchos puntos del país. Especialmente en nuestra Comunidad, que es con gran diferencia la región donde mayor número se celebran: un total de 8.757, en 2022, siendo Castellón (4.593) y Valencia (3215) las provincias que lideran el ranking.

En todo caso, los espectáculos taurinos tienen desigual importancia en los distintos territorios del Estado. Así, en Canarias no existe la tauromaquia; en Cataluña se prohibieron las corridas en 2010; y son prácticamente inexistentes en Galicia y Asturias. Sin embargo, abundan en Andalucía y Madrid. En cambio, los festejos populares son cuantiosísimos en la Comunidad Valenciana y en Aragón. Por otra parte, recordaremos, una vez más, que las estadísticas son muy sufridas y ofrecen perspectivas que, según se miren, pueden amparar visiones contradictorias o complementarias de las mismas cosas. Ahí queda, pues, este primer apunte: parece que en el medio plazo decrecen a buen ritmo las corridas y novilladas, mientras prosperan con vigor los festejos populares.

En otro orden de cosas, en las últimas décadas han visto la luz algunas publicaciones dedicadas al estudio de la consideración moral de los animales. Hoy quiero retomar una de ellas, A favor de los toros (2010), obra de Jesús Mosterín, en la que se realiza una crítica de la tauromaquia, ofreciendo una serie de razones que le hacen concluir que tal actividad resulta moralmente indefendible. Ya en la introducción deja claro que no es el problema moral más grave que plantea la relación de las personas con los animales. Sostiene al respecto que, desde una perspectiva amplia, la ganadería intensiva es más importante y difícil, argumentando que se dan maltratos de animales cuya solución es muy compleja por la relevancia que tienen para la alimentación o en la investigación, vertientes que no atañen a las corridas ni a los festejos populares que, en su opinión, no sirven para nada y solo producen sufrimiento inútil, prescindible y evitable. El último capítulo del libro, titulado «Argumentos fallidos en defensa de la tauromaquia», es el de mayor interés filosófico, pues en él expone y refuta siete de los argumentos más conocidos alegados por quienes defienden la conservación de la tauromaquia. Son los siguientes:

1. Las corridas son crueles, pero también hay otras muchas salvajadas en el mundo. Mosterín replica a este argumento defendiendo que la existencia de otras prácticas moralmente injustificables no legitima la existencia de la tauromaquia. Me parece que poco se puede añadir al respecto.

2. La corrida de toros es un festejo tradicional y eso la justifica. Mosterín defiende que aceptar ciegamente todos los componentes de la tradición es negar la posibilidad del progreso de la cultura. Como se ha dicho, el carácter tradicional de una práctica no implica que sea moralmente aceptable. Tampoco me parece que pueda añadirse mucho más.

3. Los toros no sufren. Una afirmación que carece de todo fundamento pues, como argumenta Mosterín, los neurólogos han acreditado que el toro sufre, puesto que las estructuras neurales de su diencéfalo y de su sistema límbico son semejantes a las humanas. Es más, en algunas ocasiones utilizan el dolor de los toros como modelo para sus estudios sobre el padecimiento. 

4. Los toros sufren, pero antes lo pasan bien. Mosterín lo reconoce, señalando que los animales empleados en la tauromaquia viven mucho mejor que la mayoría de las vacas estabuladas en explotaciones intensivas. Es consciente de esta problemática, pero no aboga por su abolición sino por la mejora de las condiciones de vida de las vacas lecheras. Esta postura es incoherente con su pretendida defensa de la consideración moral de los animales. Contra su posicionamiento, puede argumentarse que el hecho de que las vacas sean criadas y destinadas a la producción de carne y leche es moralmente objetable, con independencia de las condiciones en que dicha actividad se realice. Desde un punto de vista crítico con el especismo, la única solución aceptable es dejar de criar y usar a los animales, algo que solo ocurrirá cuando los ciudadanos dejen de consumir productos de origen animal.

5. Sin corridas, los toros de lidia y las dehesas en que se crían desaparecerán. Mosterín replica a esa afirmación reseñando que la especie y subespecie de los toros (Bos primigenius taurus), con unos 1.400 millones de ejemplares vivos, no está precisamente en peligro de extinción. Es más, aboga porque, una vez abolidas las corridas, toros y vacas vivan en las dehesas, reconvertidas en reservas naturales protegidas, compartiendo el territorio con otras especies, incluidos los lobos reintroducidos, que servirían para mantener la salud de la población de bovinos (como ha pasado recientemente en Yellowstone). Estos argumentos evidencian de nuevo que Mosterín no considera igualitariamente los intereses de los animales, sino que se adhiere a los postulados de la ética ambiental, que no reivindican la consideración moral de los animales, pese a ser individuos sintientes.

6. Las corridas dan de comer a mucha gente, que sin ellas perdería su trabajo. Mosterín responde a esto apuntando que hay maneras de ganarse la vida sin ocasionar daño a terceros, y apuesta por la reconversión profesional para los profesionales de la lidia.

7. No hay que prohibir las corridas de toros porque no hay que prohibir nada: prohibido prohibir. Mosterín subraya que quienes defienden este argumento, contradictoriamente, son partidarios de prohibir determinadas prácticas. Insiste en que la libertad no es una patente de corso para cometer crueldades y salvajadas contra víctimas inocentes, sino la capacidad de los seres humanos de interactuar entre ellos como quieran, siempre que sea de un modo voluntario por ambas partes y su derecho a hacerlo sin interferencia de terceros. Además, la libertad exige la prohibición de violencias y crueldades de todo tipo. Poco que añadir, pues, a los dos últimos epígrafes. En síntesis, el problema de fondo que subyace a algunos de los planteamientos que hace Jesús Mosterín, tanto en este libro como en otros (Los derechos de los animales, ¡Vivan los animales!), es que de ellos no se deriva realmente una apuesta coherente por la consideración moral de los animales.

Más allá de las cuestiones precedentes, cuyo interés ni decae ni parece que lo hará en el futuro, y además de las evidencias que arrojan las estadísticas referidas a las fiestas de toros, para aventurar algún vaticinio sobre el futuro de la «fiesta», deben tomarse en consideración otros elementos. Desde la pujanza que tienen otras modalidades de esparcimiento (deportivas, musicales, viajeras…) a la hipersensibilidad de la sociedad moderna con la aspereza de algunos vetustos usos y costumbres, pasando por el efecto nivelador de las modas universales, de las tendencias inducidas por los trust mediáticos o de los grandes intereses financieros… En definitiva, es amplio el conglomerado de factores que influyen en la tauromaquia y en los festejos populares y que dificultan aventurar una prospectiva fundamentada sobre su futuro. No obstante, me mojaré y concluiré diciendo que, en mi humilde opinión, en este momento, no parece que la fiesta de los toros sea precisamente un valor en alza, sino más bien lo contrario. Ahora bien, tampoco me parece que nos hallemos frente a un moribundo arrastrándose a las puertas de la expiración. En todo caso, presumo que su agonía será larga, aunque cada vez me parece más ineludible.

Antoñete, pase de la firma