El diccionario de la Real Academia Española (RAE) no reconoce el término «reaprender», un neologismo con el que se alude a la acción y al efecto de aprender algo de nuevo. Es un concepto que se utiliza con frecuencia en el ámbito de la educación para enunciar el proceso de aprender de nuevo desde una perspectiva diferente a la utilizada originalmente. Intencionadamente, traigo al caso el vocablo porque a lo que con él aludiré no solo no es desconocido sino que, por el contrario, se produce reiteradamente en numerosos territorios y civilizaciones a lo largo de la historia.
A menudo nos echamos las manos a la cabeza al conocer detalles que desvelan el alcance que tiene la corrupción en el mundo actual. Olvidamos, estoy seguro que sin maldad ni torcida intención, que la corrupción en la antigua Roma —por mencionar un ejemplo paradigmático— tenía dimensiones muy superiores, como subrayan y argumentan los mismos autores clásicos y también reconocidos estudiosos del clasicismo. Tanto en los tiempos de la República como en los años del Imperio se compraban votos y cargos, se amañaban elecciones a través de una prolija concatenación de fraudes electorales, se llevaban a cabo apropiaciones indebidas, se cobraban comisiones, se producían acumulaciones fraudulentas, proliferaban las estafas, eran habituales las extorsiones y el cobro de impuestos inflados. De igual forma, eran notorios los sobornos, los cohechos o la ingeniería contable retribuida con obsequios encubiertos. También eran cicateras la administración justicia y la gestión de los asuntos públicos, sustentadas a menudo en conductas dolosas que se resarcían con generosos donativos en metálico. Nihil novum sub sole.
Pero si algo nos muestra la historia es que todas las sociedades, las gobernadas por dictadores despiadados y las que administran representantes bien intencionados, se desmoronan y perecen con el tiempo. Le ocurrió al imperio mongol, al romano, al español, al británico y a la Unión Soviética por citar algunos de los regímenes políticos que más se expandieron en diferentes periodos históricos. Y así continuará ocurriendo.
Los académicos han constatado que secularmente las sociedades con «buen gobierno» —las que proporcionan bienes y servicios a los ciudadanos y limitan la concentración de la riqueza y el poder en pocas manos— tienden a perdurar más que los regímenes autocráticos. Sin embargo, paradójicamente, han comprobado también que cuando los gobiernos bienhechores se desmoronan lo hacen con mayor estrépito que los regímenes despóticos. Adicionalmente, han detectado que un factor que explica la severidad del colapso de los buenos gobiernos es la presencia de líderes que socavan y quiebran la defensa de los principios e ideales de la sociedad que los sustentaba, traicionando los valores y las normas que guiaron las acciones de sus antecesores y generando, en consecuencia, la pérdida de confianza de la ciudadanía en el liderazgo y en el gobierno.
Por tanto, no debería sorprendernos que en las sociedades contemporáneas emerjan con cierta frecuencia prácticas fraudulentas, corruptelas y grandes perversidades, con las mismas pretensiones que tuvieron en otros tiempos y/o territorios. Mal que nos pese, todo ello va a seguir sucediendo. Por tanto, quizá la mejor defensa de los ciudadanos frente a los factótum de la economía, los lobbies de la comunicación y los múltiples resortes del mal llamado «poder auténtico» sea intentar «reaprender» del pasado considerando la propia experiencia y filtrando la información que ofrece el contexto a través del sentido común y la consideración de tres postulados de Perogrullo: ni los duros se cambian a cuatro pesetas, ni los perros se atan con longanizas, y nada es lo que parece. Sinceramente, con ese escueto bagaje y poco más creo que pueden afrontarse la mayoría de los dilemas que se nos presenten. Consecuentemente, comparto algunas de las evidencias que he contrastado desde la aparente simpleza que encierran las premisas enunciadas, acompañadas de las lecciones que me hicieron aprender o reaprender.
La derecha nunca ha logrado la mayoría absoluta en los comicios de nuestro país cuando la participación ha alcanzado o superado el 70 % de los electores. Todas sus victorias se sustentan en la desmovilización de la izquierda. En consecuencia, si queremos influir en la vida pública y pretendemos condicionar las conductas de la clase política, la primera lección a aprender o reaprender es que debemos votar. Si no se vota, las cosas no son como desea la mayoría sino como otros las predeterminan a su gusto y conveniencia.
La derecha es proclive a mentir a sabiendas de que lo hace, es decir, lo hace a conciencia. Se trata de una vieja triquiñuela que le resulta familiar y que ha funcionado bien históricamente, entre otras razones por aquello de «miente, que algo queda». Pero, como sucede con casi todo en la vida, la mentira también debe manejarse con tino. En la última confrontación electoral sus representantes y voceros se «pasaron de vueltas» y acabaron haciéndola víctima de su falaz propaganda. La hicieron abandonar una elemental cordura y la deslizaron hacia el territorio de las añagazas y los subterfugios. Por resumir, la auparon a tal estado de soberbia que llegó a creer sus propias mentiras y hasta las que aireaban sus voceros sin fundamento. Lo que no imaginaban ni unos ni otros es que semejante despropósito ponía alerta a la España real, que es mucho más que una y, desde luego, infinitamente más grande, diversa, plural, libre y saludable que la que representan Vox y el PP.
Por tanto, si queremos ser pragmáticos, coadyuvemos en el futuro a que se cuezan en su propia salsa, como sucedió en esta ocasión. Mintamos a sus encuestadores y opinadores, escondámosles el sentido de nuestro voto, que no es sino el más oscuro objeto de su deseo porque saben de sobra que con los de «los suyos» no tienen suficiente para gobernar. No olvidemos que las divisiones suelen ser la causa principal de las derrotas y contribuyamos a ello en la medida de nuestras posibilidades. Tengo por cierto que mientras que la derecha esté dividida (desconozco si eso no es directamente una contradicción) y continue vigente la actual ley electoral, no lograrán alcanzar el poder.
Siguiendo su tónica habitual, considerando que el poder les corresponde por derecho propio o por designio de la providencia, que viene a ser lo mismo, una vez más la derecha ha despreciado a la izquierda. Lo ha hecho hasta tal punto que con su actitud ha logrado movilizarla más que sus propios representantes. No es que Pedro Sánchez y Yolanda Díaz hayan convencido a los votantes progresistas, ha sido Feijóo y sus alianzas con Vox —mucho más que su torticera estrategia en el debate cara a cara con Sánchez— quien logró algo que parecía imposible: movilizar a una izquierda desmotivada y dormida, pero que, a la vista de lo que venía, no ha consentido que se entregase el gobierno a las derechas reaccionarias.
Finalmente, los votantes progresistas debemos reivindicar y poner en valor la importancia de la gran victoria moral lograda el pasado domingo. Y no olvidarla. Hemos de insistir en que el derecho al voto se corresponde con el deber de votar porque el voto, además de ser prerrogativa de cada ciudadano, influye decisivamente en la vida de todos los demás. Por ello, además de la demostración de civilidad que representa votar, las personas que habitamos los países democráticos debemos ejercitar ese derecho inalienable para alcanzar la aspiración común de que lleguen a conformarse gobiernos que antepongan los intereses de los ciudadanos a cualesquiera otros. Pero muy especialmente, cada vez que casi todos los pronósticos, que casi todos los sondeos y que casi todos los medios de comunicación den por muerta y enterrada a la izquierda, debemos movilizarnos en tropel. Es la manera de decirles tajantemente a los descreídos y a quienes carecen de convicciones democráticas que la mayor mentira que puede inducirse en unas elecciones es dar por hecho que todo está escrito y que votar no sirve para nada.
Como le sucede a mi admirado Juan Gabriel Vásquez —así lo refleja en la tribuna que hoy le publica el diario El País—, también me gusta pensar que, por lo menos en parte, lo que rechazamos cientos de miles de españoles el pasado 23 de julio fue el intento metódico de las derechas de envenenar nuestra convivencia y arrastrarnos a visiones extremistas que a muchos nos resultan ajenas o evidentemente falseadas; o de imponernos desde las burbujas de las redes sociales una versión de la realidad que reñía con la experiencia de todos los días, con el decoro y cierta decencia machadiana que hacen parte del trato de la gente cuando está fuera de su Twitter, con las emociones íntimas de una sociedad que suele ser mejor —más generosa, más tolerante, más plural y más solidaria— que lo que creen muchos de sus líderes. Una versión de la realidad que reñía, para usar dos palabras que no están demasiado en boga, con su sentido común; o acaso con su común humanidad, que eso también es posible.
He leido con atención, saboreando cada renglón, compartiendo cada frase... he leido con emoción un texto trufado de hermosas verdades.
ResponderEliminarLa mentira profana la esencia de la democracia. Mentir es contradecir el devenir coherente de los hechos.
Hay que estar dispuestos a levantar la voz mediante el voto el lvoto para desenmascarar a quienes mienten con intanción de dañar la convivencia, aprovecharse de la ignorancia sembrada y tomar ai el poder para beneficio propio.
Fe
Gràcies, Lluís. Estem d'acord, com habitualment. Una abraçada.
ResponderEliminarBuen artículo. Hay sistemas politicos que lo que desean que el sistema degenere.No aportan nada y lo que desean que el ciudadano se canse.No son amantes del sistema sólo buscan poder .Nuestra obligación Votar, que nadie hable por nosotros.
ResponderEliminarGracias!
ResponderEliminarPlenamente de acuerdo.
Saludos.
Encertadíssim Vicent, com sempre. I tirant de refranys, també li ve bé aquest que diu...."se coge antes a un mentiroso que a un cojo"
ResponderEliminarSense dubte. Gràcies, Joan.
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