Quizá estos días de julio, de perfil inequívocamente sanferminero, síntesis antonomástica de la tauromaquia y del festejo popular, constituyen una oportunidad para reflexionar sobre las «fiestas de toros», que es lo mismo que decir sobre la variopinta tipología de espectáculos en los que intervienen reses bravas y diferentes profesionales o aficionados, bien en recintos específicos (plazas de toros) de acuerdo con las reglas de la tauromaquia, o bien al aire libre en espacios urbanos o en entornos rurales, sin otras normas que las emanadas de las ordenanzas gubernativas que regulan las condiciones de celebración y desarrollo de los festejos para garantizar la seguridad, los derechos e intereses legítimos de los participantes, espectadores, vecinos y bienes, así como la integridad de los animales que intervienen en ellos.
Más allá del antitaurinismo y de los argumentarios que se oponen a la práctica de la tauromaquia (que existen y se hacen notar), por encima del legítimo y lucrativo interés que mueve a los adalides, a las figuras, a los jornaleros y a los adláteres de la llamada «fiesta brava» (los profesionales taurinos inscritos actualmente en los registros oficiales son más de diez mil), según las estadísticas del prestigioso portal Mundotoro, en los últimos tiempos se ha acentuado la merma de los espectáculos. En poco más de una década, más de quinientas localidades han dejado de dar festejos, sin que haya mediado acción antitaurina alguna. Dicho de otro modo, en 2007, se celebraron corridas y novilladas en 902 pueblos y, sin embargo, en el año 2019, víspera de la pandemia, solamente 377 localidades dieron un festejo mayor. Actualmente, transcurridos tres años pospandémicos, nada parece haber cambiado.
Perder casi 700 localidades en apenas una década equivale a precipitar el toreo hacia la desertización. No obstante, debe matizarse de inmediato que el mapa del «vaciado» de la tauromaquia coincide con el de la llamada «España vacía». Si se superponen ambos, coinciden como dos gotas de agua, como dos síncronas tendencias involutivas. Ocho de cada diez pueblos de menos de mil habitantes han perdido hasta un 45% de su población y más del 40 % de las localidades que celebraban festejos taurinos han dejado de hacerlo. Pero no sucede lo mismo en las ciudades, ni con los festejos populares.
Si reorientamos el foco y consultamos otras fuentes, contrastaremos que la fiesta de los toros parece que recupera terreno en España. Aunque es innegable que la aceptación social de la tauromaquia está lejos de las cotas que alcanzó en otras épocas doradas, los datos que ofrece el servicio de Estadística de Asuntos Taurinos del Ministerio de Cultura y Deporte, elaborados con la información que facilitan las comunidades autónomas, muestran un inequívoco aumento de los espectáculos. El año pasado se celebraron más eventos que en 2019, año previo a la pandemia. En concreto, en cuanto a los festejos que se ubican en plazas, con participación de toros, novillos, rejones, becerros y modalidades mixtas, como el toreo cómico, el incremento registrado fue del 8,5% para un total de 1.546 eventos. Pese a todo, la estadística ministerial aporta datos incontrovertibles que abonan un retroceso continuo: en 2007 se celebraron 3 651 espectáculos taurinos, mientras en 2022 solamente fueron 1 546.
Por otro lado, se constata en la misma fuente que, con relación a la otra gran vertiente de la fiesta representada por los festejos populares, entre 2011 y 2022, se ha pasado de celebrar 14 262 a 16 868 espectáculos, incrementándose en más de un 18%. Por tanto, contrariamente a lo que sucede con corridas y novilladas, las celebraciones en la vía pública adquieren relevancia creciente. Según datos de la Asociación Nacional de Organizadores de Espectáculos Taurinos (ANOET), el año pasado experimentaron un crecimiento considerable en muchos puntos del país. Especialmente en nuestra Comunidad, que es con gran diferencia la región donde mayor número se celebran: un total de 8.757, en 2022, siendo Castellón (4.593) y Valencia (3215) las provincias que lideran el ranking.
En todo caso, los espectáculos taurinos tienen desigual importancia en los distintos territorios del Estado. Así, en Canarias no existe la tauromaquia; en Cataluña se prohibieron las corridas en 2010; y son prácticamente inexistentes en Galicia y Asturias. Sin embargo, abundan en Andalucía y Madrid. En cambio, los festejos populares son cuantiosísimos en la Comunidad Valenciana y en Aragón. Por otra parte, recordaremos, una vez más, que las estadísticas son muy sufridas y ofrecen perspectivas que, según se miren, pueden amparar visiones contradictorias o complementarias de las mismas cosas. Ahí queda, pues, este primer apunte: parece que en el medio plazo decrecen a buen ritmo las corridas y novilladas, mientras prosperan con vigor los festejos populares.
En otro orden de cosas, en las últimas décadas han visto la luz algunas publicaciones dedicadas al estudio de la consideración moral de los animales. Hoy quiero retomar una de ellas, A favor de los toros (2010), obra de Jesús Mosterín, en la que se realiza una crítica de la tauromaquia, ofreciendo una serie de razones que le hacen concluir que tal actividad resulta moralmente indefendible. Ya en la introducción deja claro que no es el problema moral más grave que plantea la relación de las personas con los animales. Sostiene al respecto que, desde una perspectiva amplia, la ganadería intensiva es más importante y difícil, argumentando que se dan maltratos de animales cuya solución es muy compleja por la relevancia que tienen para la alimentación o en la investigación, vertientes que no atañen a las corridas ni a los festejos populares que, en su opinión, no sirven para nada y solo producen sufrimiento inútil, prescindible y evitable. El último capítulo del libro, titulado «Argumentos fallidos en defensa de la tauromaquia», es el de mayor interés filosófico, pues en él expone y refuta siete de los argumentos más conocidos alegados por quienes defienden la conservación de la tauromaquia. Son los siguientes:
1. Las corridas son crueles, pero también hay otras muchas salvajadas en el mundo. Mosterín replica a este argumento defendiendo que la existencia de otras prácticas moralmente injustificables no legitima la existencia de la tauromaquia. Me parece que poco se puede añadir al respecto.
2. La corrida de toros es un festejo tradicional y eso la justifica. Mosterín defiende que aceptar ciegamente todos los componentes de la tradición es negar la posibilidad del progreso de la cultura. Como se ha dicho, el carácter tradicional de una práctica no implica que sea moralmente aceptable. Tampoco me parece que pueda añadirse mucho más.
3. Los toros no sufren. Una afirmación que carece de todo fundamento pues, como argumenta Mosterín, los neurólogos han acreditado que el toro sufre, puesto que las estructuras neurales de su diencéfalo y de su sistema límbico son semejantes a las humanas. Es más, en algunas ocasiones utilizan el dolor de los toros como modelo para sus estudios sobre el padecimiento.
4. Los toros sufren, pero antes lo pasan bien. Mosterín lo reconoce, señalando que los animales empleados en la tauromaquia viven mucho mejor que la mayoría de las vacas estabuladas en explotaciones intensivas. Es consciente de esta problemática, pero no aboga por su abolición sino por la mejora de las condiciones de vida de las vacas lecheras. Esta postura es incoherente con su pretendida defensa de la consideración moral de los animales. Contra su posicionamiento, puede argumentarse que el hecho de que las vacas sean criadas y destinadas a la producción de carne y leche es moralmente objetable, con independencia de las condiciones en que dicha actividad se realice. Desde un punto de vista crítico con el especismo, la única solución aceptable es dejar de criar y usar a los animales, algo que solo ocurrirá cuando los ciudadanos dejen de consumir productos de origen animal.
5. Sin corridas, los toros de lidia y las dehesas en que se crían desaparecerán. Mosterín replica a esa afirmación reseñando que la especie y subespecie de los toros (Bos primigenius taurus), con unos 1.400 millones de ejemplares vivos, no está precisamente en peligro de extinción. Es más, aboga porque, una vez abolidas las corridas, toros y vacas vivan en las dehesas, reconvertidas en reservas naturales protegidas, compartiendo el territorio con otras especies, incluidos los lobos reintroducidos, que servirían para mantener la salud de la población de bovinos (como ha pasado recientemente en Yellowstone). Estos argumentos evidencian de nuevo que Mosterín no considera igualitariamente los intereses de los animales, sino que se adhiere a los postulados de la ética ambiental, que no reivindican la consideración moral de los animales, pese a ser individuos sintientes.
6. Las corridas dan de comer a mucha gente, que sin ellas perdería su trabajo. Mosterín responde a esto apuntando que hay maneras de ganarse la vida sin ocasionar daño a terceros, y apuesta por la reconversión profesional para los profesionales de la lidia.
7. No hay que prohibir las corridas de toros porque no hay que prohibir nada: prohibido prohibir. Mosterín subraya que quienes defienden este argumento, contradictoriamente, son partidarios de prohibir determinadas prácticas. Insiste en que la libertad no es una patente de corso para cometer crueldades y salvajadas contra víctimas inocentes, sino la capacidad de los seres humanos de interactuar entre ellos como quieran, siempre que sea de un modo voluntario por ambas partes y su derecho a hacerlo sin interferencia de terceros. Además, la libertad exige la prohibición de violencias y crueldades de todo tipo. Poco que añadir, pues, a los dos últimos epígrafes. En síntesis, el problema de fondo que subyace a algunos de los planteamientos que hace Jesús Mosterín, tanto en este libro como en otros (Los derechos de los animales, ¡Vivan los animales!), es que de ellos no se deriva realmente una apuesta coherente por la consideración moral de los animales.
Más allá de las cuestiones precedentes, cuyo interés ni decae ni parece que lo hará en el futuro, y además de las evidencias que arrojan las estadísticas referidas a las fiestas de toros, para aventurar algún vaticinio sobre el futuro de la «fiesta», deben tomarse en consideración otros elementos. Desde la pujanza que tienen otras modalidades de esparcimiento (deportivas, musicales, viajeras…) a la hipersensibilidad de la sociedad moderna con la aspereza de algunos vetustos usos y costumbres, pasando por el efecto nivelador de las modas universales, de las tendencias inducidas por los trust mediáticos o de los grandes intereses financieros… En definitiva, es amplio el conglomerado de factores que influyen en la tauromaquia y en los festejos populares y que dificultan aventurar una prospectiva fundamentada sobre su futuro. No obstante, me mojaré y concluiré diciendo que, en mi humilde opinión, en este momento, no parece que la fiesta de los toros sea precisamente un valor en alza, sino más bien lo contrario. Ahora bien, tampoco me parece que nos hallemos frente a un moribundo arrastrándose a las puertas de la expiración. En todo caso, presumo que su agonía será larga, aunque cada vez me parece más ineludible.
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