martes, 25 de julio de 2023

El día después

Se ha dicho hasta la saciedad que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos que se han implementado a lo largo de la historia. Algo con lo que se puede estar o no de acuerdo. Yo, lo estoy. Partiendo de esa premisa, argumentaré lo que sigue. Como sabemos, el origen del sistema democrático imperante en las sociedades occidentales hay que buscarlo en la imperfección de la democracia ateniense. Hace veinticinco siglos, en los albores de nuestra civilización, ya existía un elemento crucial para asegurar la salud y la pervivencia del sistema: lo que algunos han denominado la conversación pública, que no es sino la práctica del diálogo concreto, sincero, disciplinado y reflexivo entre los miembros de un grupo social para alcanzar acuerdos y lograr organizar la vida en común de la mejor manera posible. La historia nos demuestra la importancia de los diálogos en el devenir de la humanidad, como herramienta para el mutuo entendimiento y, generalmente, como reemplazo de la violencia. No existe conflicto ni guerra que no hayan concluido en una mesa de diálogo. Más o menos mediatizada, pero al final, la paz empieza con los acuerdos de personas que dialogan sentadas en torno a una mesa. Lamentablemente, hemos aprendido muy poco de la experiencia histórica. Es irrefrenable la propensión de los seres humanos al aislamiento y al egoísmo.

Pese al formidable desarrollo de los medios audiovisuales y digitales, constato que es creciente la incomunicación existente en nuestra sociedad. Es tan apabullante la cantidad de datos que nos bombardean diariamente que no hay manera de filtrarlos, procesarlos, aprovecharlos y guardarlos. De un día para otro se convierten en contenidos fugaces, envejecidos e inmediatamente sustituidos por oleadas que no cesan. Todavía más preocupante es que quienes participamos en la «conversación pública» hablamos para nuestro propio círculo, para interlocutores que seguramente coinciden con nosotros. Usamos términos y conceptos abstractos o sintéticos que son claros para nuestros amigos o enemigos pero muchas veces incomprensibles para la mayoría de los ciudadanos.

A nivel político, sucede un poco lo mismo. Tal vez sea verdad eso de que cada sociedad tiene los políticos que merece. Ciertamente, la interacción política entre las distintas formaciones reviste unas hechuras enervantes. Podría considerarse dentro de la normalidad que durante las campañas electorales se agudice la dureza de las intervenciones públicas y predomine el lenguaje descarnadamente agresivo, el recurso a la exageración e incluso el exabrupto o la acusación ad hominem. Pero lo que no es aceptable es que el ambiente social, el clima civil de una sociedad democrática, esté sistemáticamente enlodado, cuestionado, pintado de sordidez, envuelto en la mentira y en la propagación de bulos, que mienten descaradamente sobre realidades sociales que los ciudadanos no perciben y que los indicadores socio-económicos desmienten con contundencia.

Lamentablemente, ha desaparecido de la práctica social el diálogo y prevalece la propaganda instigada unilateralmente por los agentes interesados en diseñar un retrato pavoroso de un país en descomposición, que ni perciben sus ciudadanos ni obedece a la realidad objetiva. Un país que intentan «vender» determinados voceros, poseedores de multitud de recursos técnicos y de amplificación, altavoces desvinculados del sentir, de las convicciones y de las vidas cotidianas de una realidad española que trasciende en tamaño y diversidad los escasos 7 millones de ciudadanos que viven en Madrid y sus alrededores, millón y medio de ellos votantes del PP. España tiene, además, cuarenta y pico millones de ciudadanos que no comulgan ni con la frivolidad, ni con los extremismos, ni con la mentira o la perplejidad sistemáticas que alimentan políticos y creadores de opinión alarmistas, a los que han dejado en cueros los pactos entre la extrema derecha y el PP en municipios y comunidades autónomas. En ellos se constata que el país que ellos han imaginado en absoluto se corresponde con el que quieren gobernar. Sí, ha fracasado la estrategia de la tensión y de la radicalización. Los ciudadanos no estamos dispuestos a que la política sea el territorio de la descalificación personal, de la mentira y de la hipérbole falaz y continua. Los ciudadanos no permitimos ni permitiremos que se pierda la comunicación, los valores y las maneras que hacen posible la convivencia diaria en nuestras calles y ciudades.

Algunos, particularmente, ansiamos que los resultados electorales del pasado domingo destierren de una vez la hiperactividad desbocada de quienes entienden la política como un espectáculo de acoso y derribo incondicional, como la turbación del cuerpo social y la desactivación de su capacidad de reflexión. Aprendan estos aprendices de brujos, que saben menos de lo que creen, porque los ciudadanos, cuando ven amenazada su subsistencia y sus vidas, reaccionan. Aprendan, también, quienes tienen la responsabilidad y la difícil tarea de asegurar la gobernabilidad del país, asentada en la comunicación pública —sí, pública, con luz y taquígrafos—. Abogo porque sean pragmáticos, pero igualmente valientes. La vida es una lucha inextinguible, y quien no combate es un cobarde. Pues, eso. ¡Ánimo!




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