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jueves, 13 de febrero de 2020

Febrero, el embustero

Con temperaturas inusualmente altas llegó febrero, el mes embustero que parece que trastabilla las mientes de algunas personas. Sábado, día 8, un ciudadano conduce un viejo Opel por la calle Jorge Juan en dirección a la plaza del Ayuntamiento. Cuando está frente a la fachada de las Casas Consistoriales, repentinamente, piensa lo que piensa, tuerce a la derecha, sube con su vehículo a la acera que se extiende ante la puerta principal y lo introduce en el zaguán, cual si de un coche oficial se tratase. Saca las llaves del contacto y se dirige a un subalterno diciéndole “aquí tiene usted las llaves, ahora que lo retire el Alcalde”. El funcionario, absolutamente perplejo, apenas es capaz de reaccionar y cuando consigue hacerlo aquél ha desaparecido. Sin dar crédito a lo que le está sucediendo, contempla con cara de estúpido las llaves que tiene en su mano y, finalmente, opta por dar la voz de alarma. Un número de la Policía Municipal que se encontraba en una dependencia próxima acude con prontitud, escucha las explicaciones del empleado e inicia las actuaciones que el reglamento establece para estos casos: llamar a la grúa para que retire el vehículo, buscar a su propietario revisando los datos existentes en los archivos municipales y en los de la Dirección General de Tráfico, etc. Finalmente, se consigue localizarlo. Es una persona fallecida y, por tanto, deben continuar las pesquisas para determinar la identidad del conductor. Unas y otras tareas ocupan a una caterva de funcionarios varias horas hasta que, finalmente, se le identifica. Ya se conoce, por tanto, a qué persona le corresponde abonar, cuanto menos, el importe del servicio de grúa que trasladó el vehículo a los depósitos municipales, y seguro que algo más.

Coche estacionado en el zagúan del Ayuntamiento
Tal comportamiento, por sí mismo, da bastante que pensar acerca de la persona que lo ha protagonizado. Los indicios sugieren que no parece que esté muy en sus cabales, al menos es lo que se deduce de la consideración inicial de tan insólita conducta. Aunque, desde otra perspectiva, podría resultar plenamente cuerda y hasta pertinente. Se desconoce la motivación que impulsó al ciudadano a estacionar su coche en el zaguán municipal y, por el momento, solo podemos hacer cábalas al respecto. En ese sentido, se me ocurre que si quería evidenciar su disgusto con el funcionamiento de los servicios municipales, singularmente con el trabajo de la grúa o con la insuficiencia de estacionamientos gratuitos, igual pensó que dejar su coche en las Casas Consistoriales, que a la postre no son sino propiedades municipales que deben estar al servicio de los ciudadanos que las construyen y mantienen, era una manera razonable, que no perjudica a nadie, de amortizar sus contribuciones utilizando recursos públicos cuya titularidad comparte.

No me parecen nada descabelladas las conductas pacíficas, directas y llamativas para expresar los disgustos, y también el beneplácito, con la actividad que despliegan los servicios públicos y los responsables políticos que los gestionan.  Creo que no está mal mostrar clara y descarnadamente, también pacífica y educadamente, las quejas en las proximidades de sus lugares de trabajo, trasladándoles notas, fotografías, o cualquier otro elemento que matice o aclare las reivindicaciones que se promueven. Tal vez fuera un método adecuado para intentar resolver muchas de las disfunciones que aquejan a los servicios municipales.

Yo mismo, sin ir más lejos, pondría en el zaguán del Ayuntamiento un inodoro que permanece desde hace tres semanas junto al contenedor de basura que hay a la puerta de mi casa, sin que ningún servicio lo haya retirado. Ni lo ha hecho la sección de recogida de enseres, ni los camiones que vacían los contenedores, y mucho menos los barrenderos que repasan las calles. Nadie ha formalizado un solo parte para que se proceda a retirar el WC por quien corresponda y, en su caso, para que se emprendan las actuaciones procedentes con los vecinos incívicos. Siguiendo con el escatológico asunto de la basura, también depositaría a las puertas del Palacio Consistorial el propio contenedor de basura al que aludía, un artilugio diseñado para que el conductor de los camiones lo vacíe y devuelva a su lugar sin bajarse de la cabina, pero que está muy perjudicado desde hace años, hasta el punto de que los vecinos empeñamos diaria e infructuosamente nuestros esfuerzos y habilidades intentando levantar su tapa e introducir las bolsas de basura. Tan es así que muchas personas mayores, incapaces de accionar la palanca de pie o alzar la tapadera con sus propias manos, terminan dejando las basuras junto al recipiente, con lo que ello conlleva para su recogida y para la higiene general.

Muchas son las cosas que podrían depositarse a las puertas o en el zaguán del Ayuntamiento. Por ejemplo, un amplio reportaje audiovisual sobre el lamentabilísimo estado que presentan farolas, señales de tráfico, semáforos, esquinas de edificios, bancos, pérgolas, en suma, el conjunto del patrimonio urbano, cuya base está completamente anegada de orines y deposiciones, oxidaciones, detritus y mejunjes producto de las micciones y defecaciones de los canes de los convecinos, cuyos efectos no logra diluir o matizar la árida climatología alicantina, ni mucho menos los exiguos cuidados que procura la limpieza municipal. Hasta podrían organizarse concentraciones periódicas de canes en la plaza del Ayuntamiento para que perfumasen el ambiente de trabajo de munícipes y funcionarios. También propondría trasladar a las dependencias que ocupan determinadas concejalías algunos de los cerdos vietnamitas que transitan libremente por el Vial de los Cipreses, acompañando con sus gruñidos el postrero viaje de los finados alicantinos, que se despiden del mundo aureolados con el esplendor juguetón y cariñoso que procuran esas inteligentes mascotas. Y tampoco estaría mal organizar performances regulares, gratuitas y populares, en horario de máxima actividad administrativa e institucional (plenos, recepciones, campañas…), que repliquen el ambientazo que invade los fines de semana algunas de las arterias principales de la ciudad, como la calle Castaños y otras aledañas, a mayor gloria de los cuatro desaprensivos que regentan los negocios y de los insolidarios conciudadanos que los frecuentan.

Todos ellos son testimonios directos y sensibles, que estoy seguro que contribuirían muchísimo a que los munícipes conociesen las auténticas realidades de la ciudad y tomasen conciencia inmediata de sus necesidades, sin desplazarse a los lugares donde se residencian habitualmente o de recurrir a los servicios de información para documentarse. Nada mejor que el testimonio y las voces directas de los propios ciudadanos trasladando las problemáticas a sus representantes legítimos. Tal vez no es otra cosa lo que pretendía el anónimo vecino que decidió estacionar su vehículo en el zaguán municipal.

domingo, 9 de junio de 2019

Intemperies

Al meu país la pluja no sap ploure:
o plou poc o plou massa;
si plou poc és la sequera,
si plou massa és la catàstrofe.
(Raimon, 1983)


Dicen los técnicos de la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) que las lluvias están por bajo de sus valores normales en buena parte de la provincia de Alicante y en el oeste de la provincia de Valencia. Ocho meses después del inicio del año hidrológico 2018-19, las precipitaciones acumuladas en España suponen un 15 por ciento menos de lo normal y parece que la tendencia apunta, en general, a la continuidad del endémico déficit hídrico que sufrimos por estos lares.

Probablemente la machacona reiteración del día a día nos hace perder perspectiva y deslavaza la percepción que tenemos de la secuencia de las estaciones, que con tenues oscilaciones creo que genéricamente se repite con regularidad. Sin embargo, en las últimas décadas se han producido enormes transformaciones tecnológicas que han acrecentado exponencialmente nuestra capacidad destructiva. Los expertos tienen cada vez menos dudas sobre el daño irreversible que estamos infligiendo al Planeta, que debemos evitar a toda costa. Sin embargo, subjetiva y contradictoriamente, tengo la impresión, por supuesto infundada, de que apenas han cambiado las cosas. De hecho insistiré en ciertas observaciones que escuché de boca de mi padre hace muchos años y que he mencionado en alguna otra ocasión.

Sería allá por el año 1967, meses después de nuestra llegada a Alicante, cuando se nos ofreció la primera oportunidad de viajar al pueblo, volviendo esta vez “de visita”. No es posible olvidar aquellos interminables recorridos en los autobuses de la Unión de Benissa, que nos llevaban a su cochera de la calle Játiva, en Valencia, desde donde nos desplazábamos a la cercana calle Cuenca, en las proximidades de Lanas Aragón, para enlazar con los de la VASA (Valenciana de Transportes, S.A.), que tenían allí la parada desde la que nos conducían a Gestalgar, donde conseguíamos llegar tras un par de horas de viaje que había que sumar a las tres o cuatro precedentes para completar finalmente un recorrido total de poco más de doscientos kilómetros. Esos desplazamientos, que fuimos frecuentando progresivamente, nos dieron la oportunidad de familiarizarnos con las panorámicas que acompañaban el trayecto, aunque las visualizásemos  apresuradamente. Mirábamos a través de las lunas de los autobuses y nos impactaban paisajes y labores desconocidos que despertaban nuestra curiosidad. Imaginábamos y comentábamos los hipotéticos trabajos y las cavilaciones de las gentes que habían puesto en pie aquellas ínfimas explotaciones agrarias; nos preguntábamos por la idiosincrasia de las colectividades que habrían poblado desde antiguo esos agrestes y desabridos territorios, modelándolos tan primorosamente.

Recuerdo que, en uno de esos viajes de regreso a Alicante, mi padre me hizo un comentario que ejemplifica sus habituales, cáusticas y lacónicas sentencias: “chiquillo –me vino a decir– hemos venido al desierto; aquí no se cría más que el esparto”. Ese fue su pronunciamiento. A su juicio, habíamos dejado atrás un vergel (verdaderamente, no era tal) para adentrarnos en una tierra yerma e inhóspita, con escasísimas posibilidades de aprovechamiento agrícola. Yo asentí; primero, porque mi padre era para mí, entonces, fuente de autoridad incuestionable; segundo, porque desconocía absolutamente cuanto veía a mi alrededor. Años después, cuando recorrí y descubrí a fondo esos paisajes y me documenté sobre las transformaciones que los moriscos llevaron a cabo en los territorios de la montaña alicantina y en sus abruptos piedemontes, no es que cambiase de opinión, pero sí que alcancé a ver las cosas de manera muy diferente a como las percibimos inicialmente.

Decía que la aridez característica de las tierras del sur del País Valencià y el paisaje estepario que modela nos impactaron poderosamente cuando llegamos a este territorio. Veníamos de un pueblo en el que, aunque su latitud difiere apenas un grado de la que corresponde a Alicante, sorprendentemente, los otoños y las primaveras eran estaciones en las que menudeaban lo que allí se llamaban “temporales”, unas precipitaciones persistentes, procedentes del Mediterráneo, que durante tres o cuatro días descargaban copiosas lluvias que anegaban barbechos y labrantíos, dejando la tierra con sazón para acometer labranzas y sementeras.

Recuerdo perfectamente aquellas jornadas interminables, recluidos en las casas y ocupados en tareas inhabituales que los mayores, intencionadamente, reservaban para esos días en los que “el tiempo estaba hinchao”. Días y noches en las que no dejaban de chorrear los canalones, vertiendo las aguas desde los tejados a las calles con un característico repiqueteo de ritmos e intensidades dispares, acompasados con la intensidad de los chaparrones, que llenaban todo de charcos. Ese soniquete que nos acompañaba durante horas y horas no solo lo producía la lluvia al precipitarse sobre la calle, sino también las gotas que se filtraban por los desperfectos de los tejados, golpeando sobre los cacharros que colocaban nuestras madres sobre el suelo de la cambra para recogerlas y neutralizar las filtraciones. Esos goteos sonaban con timbres diferenciados en función del material con que estaban fabricados los recipientes y de su tamaño. De modo que cada noche conciliábamos el sueño escuchando el concierto de ruidos producidos por el fluir de las aguas cayendo desde los tejados o discurriendo por las calles, al que ponía un desacompasado contrapunto el soniquete de los cacharros que recogían el agua de las goteras.

Era el tiempo reservado para desgranar el maíz, pelar las almendras, trasegar el aceite, remendar los sacos, ensebar las lonas, ordenar aperos, arreos y carros, hacer las pequeñas y aplazadas reparaciones domésticas, apilar las cosechas en la cambra, limpiar los corrales, etc. Jornadas en las que la única holgazanería autorizada era el desplazamiento a la escuela calzando las botas de agua. Aquella especie de borceguíes de goma negra con los que nos metíamos en los charcos, chapoteando en ellos hasta rebosarlos de agua, que obviamente vaciábamos antes de volver a casa para intentar eludir los castigos de nuestras progenitoras.

Días de temporal en los que jugábamos a huir de las aguas y, paradójicamente, acabábamos anegados en ellas. Días que se extinguían inexorablemente a medida que se iba deteniendo la lluvia y el cielo se despejaba. El paisaje recobraba entonces su belleza, rendido a la ternura de una vegetación renovada que asomaba entre las perezosas hebras de niebla, o sorteaba las nubes bajas que dormitaban abrazadas a las laderas de las montañas. Escampaba y el tiempo seguía su imparable transcurso con indiferencia, cincelando su impronta en las particulares biografías de quienes vivíamos, por fin, libres y a la intemperie.

domingo, 30 de diciembre de 2018

Judit

Hoy, 30 de diciembre, celebran su onomástica las personas de nombre Judit. Santa Judit, como tantas advocaciones del santoral cristiano, fue mujer beatífica y memorable, heroína del Antiguo Testamento, que con su belleza e inteligencia planificó y condujo la liberación de su pueblo, Israel, asediado por Holofernes, ínclito general del rey Nabucodonosor. Hoy celebran su santo miles de conciudadanas de todo el mundo, entre ellas algunas especialmente famosas, como Judit Mascó o Jodie Foster.

Pero no es de la efeméride de lo que me propongo escribir. No sé por qué regla de tres apenas eran las siete de la mañana y ya estaba despierto. Y lo que es peor, sin ganas ni propósito de seguir durmiendo. De modo que me he levantado y comprobado que, pese a lo intempestivo de la hora, tratándose como se trataba de un domingo cualquiera, alguien se me había adelantado. Mi “santa” andaba ya un buen rato entretenida con sus generosos desayunos, sus inquietudes matinales y las preocupaciones culinarias propias de estos días. He despenado mi habitual tentempié a base de café con leche y pan tostado con tomate, he “estirado” las sábanas, he recogido los despendolados enseres que mis nietos esparcieron por el salón la tarde-noche anterior, y me he dispuesto a emprender una de mis habituales caminatas.

Apenas eran las nueve y ya estaba pateando las aceras. Hoy ha amanecido un día especialmente fresquito. Seis u ocho grados que eran toda una invitación a buscar el confort del incipiente sol que porfiaba por sobrepasar la infranqueable barrera de los bloques de viviendas. Ir atravesando la planicie asfaltada en la que se autoorganiza el mercadillo de la calle Teulada los jueves y sábados me ha procurado ese gratificante encuentro, a cuyo rescoldo he contemplado la temprana laboriosidad de ocho o diez parejas de tórtolas turcas que, con paso presuroso, picoteaban los casi inapreciables residuos que no consiguieron recoger las máquinas que manejan los empleados de la limpieza municipal. A una prudente distancia les hacían la competencia algunas parejas de desvergonzadas lavanderas que, abusando de la ligereza de su porte, porfiaban a sus vecinas los ínfimos y aparentemente suculentos manjares descuidados por los comerciantes.

Todavía no había traspuesto los límites del descampado, casi no me había adentrado en la trama urbana, y ya contrastaba por enésima vez el abandono y la suciedad que impera en la ciudad: aceras tapizadas de hojarasca y salpicadas con  las deposiciones de canes que pertenecen a individuos que no practican la ciudadanía; genuinas siembras de papel y bolsas de plástico en jardines y vallas; enseres mal amontonados en las proximidades de los contenedores de residuos; edificios sin mantenimiento, con fachadas y cubiertas destartaladas si no en estado ruinoso; miles de árboles, farolas, señales de tráfico, esquinas y paramentos ennegrecidos por efecto del orín diario de los alrededor de cincuenta mil perros que habitan en la ciudad, alcorques repletos de malvas que crecen exhuberantes sin que nadie las moleste. No sucumbiré a la tentación de atribuir en exclusiva tamaño despropósito a la proverbial desidia de nuestros munícipes que, sin duda, han hecho méritos más que suficientes para que nadie los exonere de su responsabilidad. Pero también los demás tenemos la nuestra y debemos reconocer que somos bastante laxos a la hora de autoexigírnosla. En el paseo de hoy, como en tantos otros precedentes, he visto botes vacíos de cerveza y de bebidas refrescantes y vigorizantes en alféizares y quicios de puertas y ventanas, decenas de electrodomésticos y utensilios extraídos de los contenedores y destripados por los chatarreros en las aceras colindantes, he visto calles que hace semanas que no se barren y aceras que es imposible adivinar cuando se baldearon por última vez. En fin, nada novedoso. Un  paisaje que acompaña cada una de mis caminatas y que acentúa su crudeza conforme sus trayectorias se adentran en la periferia de la ciudad, donde es evidente que llega menos la actuación de las contratas de limpieza.

Estamos en la antesala del Nuevo Año y es tiempo de urdir los mejores propósitos. Tan es así que al hilo de mi paseo recordaba la historia de Judit, la viuda de bellas facciones, buena educación, gran piedad, celo religioso y pasión patriótica, como corresponde a cualquier hebrea que se precie. Fue ella quien maquinó la estratagema para eludir el sitio a que sometía a su ciudad, Betulia, el general Holofernes. La explicó a las autoridades, que consintieron que lo visitase e intentase enamorarlo, cosa que consiguió con sus proverbiales atributos casi de inmediato. Taimadamente, logró quedarse a solas con él en su tienda de campaña y, antes de acceder a sus reclamos amorosos, lo emborrachó y cayó dormido. Fue justamente entonces cuando Judit lo decapitó con su propia espada, huyendo del campamento con la cabeza del general escondida en el interior de un saco. Una vez descabezado el ejército babilonio, fue presa de la confusión, batiéndose en retirada y evitándose así la conquista de la ciudad.​ Naturalmente, Judit fue aclamada como una heroína y vivió una larga vida plena de virtud y buenas obras.

Pues bien, no es que me haya propuesto redescubrir a una nueva y mítica Judit que encare por derecho la solución de un problema que ha situado a la ciudad entre las más sucias de España. Ni siquiera llego a imaginar que encontraré a alguien capaz de emular los arrestos que exhibe Jodie Foster encarnando a la madre coraje Kyle Pratt en la película Plan de vuelo. Simplemente he puesto mi esperanza en que los munícipes que salgan de las elecciones del próximo mayo logren mejorar algo el calamitoso estado en que se encuentra Alicante. Verdaderamente lo tienen fácil porque empeorarlo es prácticamente imposible. Feliz y venturoso 2019.

domingo, 28 de octubre de 2018

Algo parecido a la paz

No sé si cuando expire me abrigará la armonía que percibo en este preciso instante, abandonado sobre un banco, inmóvilmente sedente en uno de los miles de escabeles que ribetean las aceras de pueblos y ciudades, aunque este concreto no guarnezca calle de ciudad alguna. Permanezco inmóvil, a escasos tres metros de una mar que aquí represa un espigón ciclópeo de bloques de piedra y cemento. Una mar que hoy se ofrece sustancialmente quieta y pálida, particularmente liviana. Tal vez aguarda, hecha como está a acoger cualquier suceso, que alguien la conmueva acicalándola u oxigenándola, liberándola siquiera por un instante de las pesadumbres acostumbradas.

Observo las imperceptibles olas avanzando, frunciendo levemente una superficie imposiblemente plana, apática y estructuralmente indiferente a cualquier embate atmosférico. Una atrabiliaria planicie que hoy refleja la ambarina luz que proyectan las lindantes farolas, que se mezcla con la estridente luminiscencia de reflectores espurios procedentes de algún alero perdido y con los cuatro oscuros nubarrones que se ciernen sobre el agua ingrávida.


Apenas escucho el lejano runrún del motor de algún vehículo. Distingo en lontananza luminarias intermitentes, rojas y verdes, rematando las cúpulas de los faros que rubrican la bocana del puerto. Nadie tras de mí, salvo la luna. Nadie a mi lado, salvo las palmeras. Nadie frente a mi, salvo las nubes deshilachadas habitando un horizonte que no termina de apagarse, con el sol marchito iluminando furtivamente un cielo que se oscurece inevitablemente, porfiando con el halo del crepúsculo, con el embrujo de la luz violeta.

Observo la superficie del agua mientras escucho los postreros graznidos de las gaviotas que buscan para su descanso el inmenso colchón de las aguas. Escucho el remor de las olas rompiendo sobre el artificioso espigón. Distingo en la distancia lo que parece un niño sobre patinete, perseguido por un abuelo impotente que pretende mitigar sus ínfulas infructuosamente.

Me rodean palmeras aceradas, fingidos aparejos marinos, varados y fosilizados, coloraciones desatinadas iluminando fortalezas medievales, construcciones obscenas que esconden la mar, reflejos extravagantes que ensucian la candidez de la oscuridad nocturna y, por fin, remontando el espigón, la luna, casi llena, testigo impertérrito del transcurrir de las horas, vigilando en lontananza, trasponiendo el malecón, estimulando los sentidos y los pensamientos.

En la quietud más absoluta, vivo el crepúsculo más acaudalado de cuantos viví desde hace infinidad de otoños.

lunes, 16 de octubre de 2017

Medianías

Hace años que llamó mi atención un término que emplean habitualmente las mujeres y los hombres del tiempo: medianías. Atrajo mi interés entonces y me agrada cada vez que lo vuelvo a escuchar. Durante algún tiempo me limité a imaginar su significado, hasta que un día decidí mirar en la enciclopedia y salir de dudas. Descubrí que medianías es el nombre que se da en las Islas Canarias al territorio comprendido entre los 600 y los 1500 m. de altitud sobre el nivel del mar, una zona intermedia de algunas islas en la que la circulación atmosférica genera un manto casi continuo de estratocúmulos que reduce la insolación y la evaporación (el llamado “mar de nubes”, o la “panza de burro”, como prefieren denominarlo los isleños). Panza o mar como se desee que aporta un significativo suplemento de agua al territorio a través de la genuina “lluvia horizontal” que producen las nieblas, en una cuantía equivalente a la pluviosidad media anual que precipita sobre nuestras tierras.

Hoy, cuando daba mi paseo matinal y apenas había consumido la tercera parte del recorrido habitual, me ha dado un pronto y he tomado una deriva inusual estrenando un itinerario alternativo que me ha hecho evocar el referido término. He iniciado un nuevo camino que discurre por las alturas intermedias que enlazan los muros que coronan el castillo de San Fernando con los patios traseros de las viviendas de las calles más cercanas al piedemonte, que en estos rincones se presenta poblado de pequeñas arboledas de cipreses y otras especies importadas,  cuyos troncos conectan mangueras de riego de colores estridentes, que están a la intemperie, abandonadas por el desapego del sustrato orgánico que debió cubrirlas en otro tiempo, que la lluvia y otras inclemencias ambientales han debido arrastrar a otras latitudes.

Transitaba por esas calles mientras rememoraba viejas referencias a Berlín, Londres, Marrakech o Praga, todas apellidadas “ciudades de las mil caras”. No es que haciendo una transposición indecorosa me estuviese dejando llevar hacia un edén imaginario. Tampoco es que pretendiese reivindicar para Alicante un lugar propio en tan exclusivo elenco. Aunque, bien mirado, ¿por qué desdeñar tal aspiración? Tal vez una ciudad como la nuestra, tan expeditiva y drásticamente metamorfoseada, ha acopiado méritos suficientes para incorporarse a tan exclusivo repertorio. Obviamente, cada cual opinará lo que estime oportuno y conveniente, como dice el avieso Rajoy, pero nadie podrá negar que Alicante ofrece mil panorámicas en las que nos reconocemos sus habitantes.

Por otro lado, aunque nada tiene que ver con lo anterior, no sé por qué regla de tres, me ha venido a la mente la debilidad que tengo por los medios tiempos musicales. Dicen los profesionales que si hay un elemento que realmente afecta a la música es el tempo. Estoy plenamente de acuerdo porque su influencia añade variopintas sensaciones y hasta puede llegar a desfigurar una determinada obra. Es más, en ocasiones llega a trascenderla permeabilizando el ambiente e influyendo en la actitud, en el ánimo e incluso en el comportamiento de quienes la escuchan.

Tampoco tienen nada que ver las medianías con los medios tiempos musicales y, sin embargo, me inducen parecidas emociones. Tanto me entusiasma escuchar una pseudobalada como me complace otear las panorámicas de la ciudad desde el sinuoso recorrido que serpentea la vertiente sureste del castillo de S. Fernando. Desde el prolongado altozano que discurre a media altura del piedemonte sur del monte Tossal, que describe el firme de las calles Ronda y Camino del Castillo, se aprecian unas vistas que contrastan estrepitosamente con otras que retiene mi retina que pertenecen a la década de los sesenta y primeros años setenta, cuando no se había edificado ni la mitad del espacio actualmente urbanizado.

Sin embargo, sorprendentemente, el paseo también me ha hecho rememorar imágenes muy similares a las de antaño. He divisado un gran crucero anclado en el espigón de Levante que me ha recordado los viejos paquebotes que enlazaban en los años setenta la Estación Marítima con Palma de Mallorca. E incluso he llegado a percibir imágenes anteriores de buques que cubrían la línea Alicante-Orán-Argel, como el Sidi Mabrouk, el Sidi Obka; o el Victoria y el Virgen de África, repatriando los pied-noirs tras el triunfo de la revolución argelina.

Por enésima vez he reparado en la imponente presencia del edificio Riscal proyectándose sobre la mar, alzándose artificiosamente por encima de una base de edificación compuesta por terrazas destartaladas, patios interiores, edificios retejados y espacios heterogéneos. Nada tiene que ver esta híbrida y desolada perspectiva con los exuberantes bosques laurifolios que ocupan el cinturón nuboso de las islas macaronésicas o con la extraordinaria abundancia de especies vegetales y animales que los habitan. Tal vez la radicalidad de los contrastes, que únicamente mi retina y mi mente percibían, me ha hecho recordar, reactivamente, viniese o no a cuento, el término medianías.

Una postrera visión ha quebrado por fin mi ensoñación, sacándome del ensimismamiento en que me hallaba y devolviéndome a la realidad. No ha sido otra que la contemplación del lamentable estado en que se encuentra el baluarte troncocónico del extremo suroeste del castillo, agrietado como una breva madura y amenazando con derrumbarse. Es la enésima constatación del deterioro de una obra que, como tantas otras de este país, fue cara, militarmente inútil (no tuvo tal uso jamás) y se construyó deprisa y mal, pues al poco tiempo de su edificación empezó a mostrar deficiencias que no han cesado hasta hoy.

He contrastado una vez más la proverbial desidia de nuestros munícipes, acostumbrados a mirar hacia el lado ajeno a sus obligaciones. En este caso abandonando a su suerte a uno de los emblemas de la ciudad, que cualquier día nos dará un disgusto sin que nadie parezca tener intención de remediarlo. He visto cerca senderos abandonados, espacios de tránsito y descanso repletos de despojos de animales y de personas que vejan el asombroso recorrido que ofrece la ladera sureste de uno de los exoesqueletos de la ciudad, permitiendo al paseante ahondar en su fisonomía y calar en su identidad. Ninguna ciudad –mucho menos sus ciudadanos– merece semejante maltrato.

sábado, 9 de septiembre de 2017

Blue velvet

She wore blue velvet
bluer than velvet was the night
softer than satin was the light
from the stars
[B. Vinton] 

Bobby Vinton, cantante estadounidense conocido como “el príncipe polaco”, que además de esos ascendientes también tiene otros lituanos, es el autor de la popularísima Blue Velvet, canción que versionada por el incombustible Tony Bennett alcanzó nada más y nada menos que el número uno del Billboard Pop Singles Chart, en 1951. Un tema que, además de emocionar durante décadas a decenas de millones de personas, sirvió de inspiración a la película homónima, escrita y dirigida por David Lynch en 1986. Un clásico que lanzó a su director al estrellato internacional.

Como tantos otros de sus colegas, es probable que el autor de Blue Velvet jamás imaginase que la popularidad de su tema llegaría a donde lo ha hecho. No solo nos ha turbado a millones de personas, acompañándonos en algunos de nuestros momentos más inolvidables, sino que, como he dicho, inspiró a Lynch para crear uno de los grandes temas de su universo visual, que muestra las imbricaciones entre realidad e irrealidad, entre luz y oscuridad, entre mal y  bien, entre sueños y vigilia. Una película que nos brinda su magistral visión de la América profunda, ese mundo idílico construido sobre un ideal dogmático que se estremece cuando se confronta con la realidad. Probablemente Vinton todavía podía imaginar menos que su emblemática canción llegaría a convertirse en uno de los acompañamientos del erotismo homosexual jamás visto hasta entonces en el cine, como el que se ofrecía en la película Scorpio Rising (1964), de Kennet Anger.

En Alicante –el pequeño universo donde algunos encontramos prácticamente cuanto necesitamos– hay una tienda rotulada con el sugerente título de Blue Velvet. Sobre su entrada, en un sencillo panel de color terracota, situado sobre una persiana metálica en la que se reproduce una pareja cinematográfica que desconozco, se destaca en letras amarillentas ese rótulo fluyendo de la bocina de un viejo gramófono y anunciando la compraventa de discos, libros y compactos. Ya se sabe: las pequeñas argucias de los comerciantes para evitar que los grafiteros se enseñoreen de las persianas de sus escaparates.

Desconozco si tal establecimiento continúa abierto porque no percibo últimamente signos de actividad allí. En cualquier caso, más allá de que hubiese entre sus existencias un viejo vinilo con reminiscencias de terciopelo azul, la propia fachada del edificio es una cuajada alegoría de ese color. Y no de un matiz de azul cualquiera, sino de un vistoso tono océano, que combina divinamente con otros vivos colores con los que se han pintado algunas casas colindantes (ocres amarillos y rojos, azul cobalto, verde veronés…).

La fachada a la que aludo corresponde a un respetable número de viviendas que conforman un edificio que ocupa la esquina que delimitan la calle Campos Vasallo y la Plaza de los Hermanos Pascual. Este último es un pequeño espacio de la ciudad sobre el que haré algún comentario, que va más allá de la razonable propuesta de los munícipes para cambiar su denominación, afectada plenamente por la aplicación de la Ley de la Memoria Histórica. Se ha propuesto que en lo sucesivo se conozca con el nombre de Plaza de José Estruch, en homenaje al profesor y dramaturgo, largamente exilado, que acabó siendo docente en la Escuela de Arte Dramático de Madrid durante el tardofranquismo.

Tal vez lo que debería destacarse, en primer lugar, es que el espacio al que me refiero no es realmente una plaza. Es, más bien, una especie de peana troncopiramidal, que ha servido para nivelar y facilitar el uso de un pequeño terraplén de la cara sur del redundante Monte Tossal. Cuando paso por allí, cosa que hago a menudo, esa apacible placeta me sugiere una especie de metáfora de lo que es la propia ciudad.

Por un lado es recoleta, amable, acogedora, fantástica. Un espacio mínimo que dispone de una gran pérgola que cubre parcialmente una magnífica buganvilla de color fucsia, que da una extraordinaria sombra y a cuyo resguardo se descansa maravillosamente tras el paseo matinal. Y, sin embargo, apenas deslizas la mirada unos metros hacia delante, encuentras los artefactos de un parque infantil que desmerece en el entorno en que se ha instalado. Y lo que es peor, algunos pasos más allá rechina una presuntuosa y mínima pseudoreserva ecológica, habilitada para acoger las micciones y deposiciones de los canes, que debiera ser ajena a la plaza, y mucho más a los niños que juegan a escasa distancia de ella.

Por otro lado, en los extremos de las colindantes y vetustas edificaciones, recientemente pintadas y adecentadas, se observan fachadas de casas descuidadas, degradadas y semiabandonadas, que contrastan estridentemente con aquéllas y que son exponente de la dejadez que invade crecientemente la trama urbana en este y otros barrios de la ciudad. Es más, junto a ambas conviven pequeñas viviendas unifamiliares, algunas bien conservadas, que lindan con altas torresde apartamentos, dándole un aire anárquico a este tramo de la particular y primigenia ronda de circunvalación que conforma la avenida de Pérez Galdós.  

De alguna manera, este pequeño rincón, que pudo ser el penúltimo reducto romántico del centro urbano, reproduce los méritos y deméritos de su reciente historia urbanística, caracterizada por una constatación irrefutable: nunca tuvimos un modelo definido de ciudad. Durante la historia reciente las ideas subyacentes a planes y ordenanzas urbanísticas jamás han respondido a un modelo científico y racional, simplemente han aportado sesgadas inspiraciones acordes con los dictados interesados de los mandamases de turno. Así lo fue en el primer franquismo, cuando el pensamiento totalitario de inspiración falangista impregnó el orden arquitectónico y urbanístico de las plazas de la Montañeta y del Ayuntamiento, que materializan la antítesis de lo que hoy se entiende por espacio público. Nada tienen que ver con un uso de esa naturaleza porque son simples y descarnadas escenografías del poder dominante. Algo que José R. Navarro nos recuerda, de vez en cuando, apoyándose en las teorías de Henri Lefebvre, que sostiene que el espacio vacío en la ciudad construida es una representación del poder; o, dicho de otro modo, el espacio público no es un espacio producido para ser usado, sino para ser “leído”.

Como decía, la pequeña plaza también hace honor, a pequeña escala, a otros hitos de la historia urbana de Alicante que, años después, en la década de los sesenta, permitió y autorizó la construcción de edificios de gran altura que marcaron y marcan su paisaje. El urbanismo de la época tiene el triste honor de representar el paradigma de las irregularidades e ilegalidades de la época del desarrollismo (de todas las épocas, habría que decir), que ni siquiera se ocultaban, al contrario, se exhibían sin pudor justificándolas con argumentos como los esgrimidos por Agatángelo Soler, alcalde de la ciudad desde 1954 a 1963, en respuesta a un largo y crítico escrito del presidente del Colegio de Arquitectos, que recogía el diario Información el 8 de septiembre de 1968: “Lo que había que hacer, con estudios minuciosos y lentos, era incompatible con la explosión de vitalidad que se nos venía encima y que Alicante no podía desaprovechar. Mientras no se pusieran al día las ordenanzas, había que dar facilidades, aunque fuese en precario, para que Alicante construyera y construyera, y se adelantara a la invasión del turismo”.

En fin, nada tiene que ver pero, por aquello de que habrá que concluir, Alacant a part, Josevicente Mateo. En blue, añado.

viernes, 10 de febrero de 2017

Manuela Pascual.

No soy fatalista, ni por disposición ni por convicción. No obstante, a veces, las cosas que  suceden o la realidad que me circunda me llevan a pensar que el fatalismo es más que una presunción y que hasta puede equipararse con la realidad verosímil. Me explicaré.

Como casi todos los días, he salido a pasear, recorriendo los aproximadamente cuatro kilómetros de rigor. Cuando regresaba a casa, no sé por qué razón, he sentido la anómala pulsión de continuar el paseo más allá de lo habitual. Casi instintivamente he emprendido uno de los itinerarios que periódicamente recorro, con ligeras variaciones, que curiosamente han propiciado que disfrutase de algunos detalles reconfortantes. El primero ha sido revivir las secuencias escénicas que siempre que paso por allí me motiva la imagen de un viejo vagón, abandonado en medio de un solar colindante –o quizá perteneciente– a la hoy desértica Estación de la Marina; un vehículo en el que reparo cada vez que transito por esa orilla del espigón que enlaza la playa del Cocó con las dependencias del Club de Regatas que ocupan las antiguas instalaciones del Tiro de Pichón, en la Cantera. Allá permanece, imperturbable, cual navío varado, en medio del secarral, como pidiendo el trozo de vía que le niega la empresa, consciente, como parece, de que ya no está en disposición de aspirar a que le engarcen a un tren con pretensiones.

Otro deleite que me ha facilitado la prolongación de la caminata ha sido la oportunidad de contemplar una visión espectacular del atardecer de hoy, cuando se desmoronaba sobre un mar inusualmente manso y tornasolado, que lo abarcaba todo desde el Cabo de las Huertas al de Santa Pola, ribeteando con sus leves ondas azuladas y pardas el horizonte violáceo que se extinguía despaciosamente, rindiéndose al fulgor de las artificiosas luces que empezaban a alumbrar y que apagaban abruptamente los tamizados matices de un crepúsculo que se cernía sobre las aguas con la indolencia acostumbrada.

Apenas había recorrido el Paseo de Gómiz admirando la quietud de las leves olas que rompían sobre la arena la bruna atmósfera que transportaban, todavía no repuesto del impacto visual que me produjo el barco estratosférico que han varado chapuceramente en medio de un bosquecillo de palmeras de la mediana o isleta que prolonga la fuente de la Plaza del Mar hacía el comienzo de la avenida de Denia, descubría una Explanada refulgente, desprovista de su acostumbrada opacidad y de su lóbrego aspecto, luciendo el nuevo alumbrado, que a primera vista parece innecesariamente excesivo.

Todavía impresionado por la pródiga luminosidad del paseo por antonomasia, mientras avanzaba en dirección hacia Canalejas, he advertido en lontananza un perfil de persona que me resultaba familiar. Conforme me aproximaba a ella iba agudizando la mirada a la vez que repasaba sus atributos, que se ofrecían con creciente nitidez expuestos como estaban a tan notoria luminosidad. Se trataba de una mujer de cuerpo menudo y porte encorvado, que caminaba a buen ritmo auxiliándose de un andador. Pese a que esa apariencia no correspondía a la que recordaba, he reconocido a la persona casi a primera vista, mucho antes de que se cruzasen nuestras trayectorias. Tras muchos años sin verla, no hace mucho que la reconocí puntualmente en otros lugares de la ciudad. Hace unos meses que la vi, o creí verla, de lejos en la Rambla, y algunos años más atrás la adiviné junto al Rincón de la Zofra, al final de la playa de San Juan. Sin embargo, ambas ocasiones no fueron propicias para materializar un deseado encuentro, contrariamente a lo que ha sucedido hoy. Probablemente porque he creído que no podía dejar pasar otra oportunidad para saludar a doña Manolita Pascual, una profesora admirada y magnífica, un referente como pocos en la Escuela de Magisterio de Alicante de los años  60 y 70. 

La he abordado directa y abiertamente, como suelo hacer cuando me lo propongo. La he saludado y su respuesta ha sido rápida y clarividente preguntándome si había sido alumno suyo. Le he respondido afirmativamente y, a partir de ahí, un tanto deslumbrados por el fulgor del alumbrado, hemos emprendido una breve e intensa conversación de apenas diez o doce minutos que me ha facilitado constataciones inequívocas. La primera de ellas comprobar que doña Manolita sigue siendo quien era, o casi. Le he facilitado algunos indicios situacionales que le han llevado a preguntar por mi nombre. Apenas le había respondido, cuando inmediatamente me ha ubicado en la promoción a la que pertenezco, recordándome a algunos de sus integrantes. Se acuerda perfectamente que fue la primera hornada de maestros del tardofranquismo, habitantes circunstanciales de la vieja Escuela del Castillo de S. Fernando, que conseguió estudiar en régimen de coeducación, gracias a sus esfuerzos y a los de otros colegas, como Maruja Pastor.  La segunda verificación es que da la impresión de que conserva su privilegiada “cabecita” tal cual, es decir, como la conocimos cuando empezamos a tratarla hace cincuenta años. Los pocos minutos que ha durado la conversación me han convencido de que sigue perfectamente conservada y amueblada, naturalmente inquieta y en su efervescencia intelectual característica. La tercera  es que continua siendo una persona coherente, que sigue viviendo ajena al mundanal ruido y que no parece necesitar demasiadas distracciones para disfrutar de una buena vida, que por lo que cuenta parece entretenida, ocupada y preocupada.

Me han sorprendido tanto la alegría que he adivinado en su rostro al reconocerme como su inusual cercanía, expresándome explícitamente su satisfacción por volverme a ver y por tener noticias de gente a la que recuerda con afecto y a la que me ha rogado que abrace de su parte. La he visto avanzar con su andador con determinación, como si se empecinase en preservar el brío que incorporaba a aquellos pasitos cortos que la caracterizaban cuando era joven, que nos transportaban la decisión, seriedad, rigor e inteligencia con que impregnaba los rudimentos psicosociológicos de la profesión que se afanaba en enseñarnos.

Me ha dado la impresión de que conserva su curiosidad ingénita, que permanece al margen de la sociedad líquida y que sigue indagando en la sabiduría de los clásicos. Me hablaba de pasada de algún diálogo socrático que estaba repasando y de una novela centrada en el pensamiento de Platón que leía.

En fin, vuelvo al principio, reitero que no soy fatalista. Pero da que pensar que precisamente hoy decidiera prolongar mi paseo. Porque esa azarosa posibilidad me ha proporcionado satisfacciones insospechadas. De todas ellas, reconozco que la que me alegra sobremanera es haber tenido la oportunidad de tomar la mano que me ofrecía doña Manolita apenas la he saludado y pasear junto a ella unas decenas de metros. Me reconforta muy especialmente haberme reencontrado con la mirada limpia de sus ojos claros que todavía ahora, en su vejez, conservan la sorprendente vivacidad que iluminaba aquellas vetustas aulas, escudriñando con inteligencia y contenida emoción las potencialidades y también las triquiñuelas de cientos de adolescentes que aspiraban a ser educadores.

sábado, 26 de noviembre de 2016

Anécdotas de un paseante.

Caminar, vagar por la ciudad, por sus aceras y calles, por sus avenidas y descampados, recorrer los lugares que la vertebran y la delimitan, conlleva múltiples sorpresas, algunas incomodidades y numerosas oportunidades para descubrir aspectos que ni se pretenden indagar ni nos incumben, pero que a menudo asombran, interesan y hasta inquietan cuando se encuentran de frente.

Tengo una intensa propensión a pasear la ciudad, a desplazarme diariamente por itinerarios que recorro aleatoriamente y que me conducen a cualquiera de sus barrios, rincones y hasta algunos de sus andurriales. Contrasto así la realidad ciudadana, su vitalidad y su desgana, sus prodigalidades y sus miserias, sus beneficios y sus dificultades, sus grandezas y sus decepciones. Algo de ello he contado en este blog en otras ocasiones.

De la misma manera que he expresado mi asombro frente a la imponente grandiosidad del macho del Castillo de Santa Bárbara, especialmente cuando se contempla desde la calle Villavieja, he compartido mi irritación por la hedionda y deslustrada atmósfera que invade multitud de espacios urbanos, particularmente los jardines y zonas de uso común, en los que los orines y excrementos de los perros y sus efluvios campan a sus anchas sin que nadie les ponga remedio: ni la lluvia que limpia las flores del campo –en los lugares donde menudea su presencia, que no por estos pagos–, ni la diligencia de los servicios municipales, hipotecados o maniatados por una contrata que desoye las necesidades y demandas de los ciudadanos, bien por la desidia o la impericia de los adjudicatarios, bien por la connivencia cómplice de quienes debían saber y actuar, gestionando eficientemente los servicios públicos; o bien por las dos cosas a la vez, o por otras que nada tienen que ver con ellas.

He aludido en más de una ocasión al encanto que atesoran muchos aleros, que subsisten y cubren parte de la fábrica de algunas casas distribuidas caprichosamente por los barrios de la ciudad, o al seductor atractivo de la mar encalmada del Postiguet, cuyo subyugante magnetismo atrapa y conforta con vehemencia el ánimo de cuantas almas transitan por el paseo que media entre el Cocó y el espigón del puerto. Me he rendido al romántico encanto de los exiguos parques urbanos –más descuidados de lo que sería deseable– que son auténticas reliquias que sintetizan las viejas aspiraciones de una ciudad que hace décadas que se abandonó a su destino y cayó en manos de los depredadores, que la han desguazado arrebatándole sus señas de identidad con el silencio cómplice de muchos y la descarada tolerancia de quienes debieron impedirlo. En fin, obviando injustamente la benevolencia del tiempo atmosférico que nos acompaña casi privativamente durante todo el año, hasta he reseñado los rigores del tórrido sol estival, que algunos días deshidrata las carnes y fríe los sesos a poco que te descuides.

Sin embargo, no voy a referirme a nada de todo esto porque mi propósito es abordar algunos sorprendentes detalles de cierta versión actualizada de una ocupación secular, hoy convertida en negocio, que se ofrece en muy pocos establecimientos porque suele comercializarse asiduamente a través de plataformas digitales o mediante el teléfono. Me referiré a una especie de bazar que a primera vista parece una empresa pequeña y sencilla, instalada en un bajo comercial de una casa cualquiera, de una calle del mismo tenor, de uno de tantos barrios de la ciudad. Nada hay en el inmueble que reclame especialmente la atención de los viandantes salvo los enigmáticos ofrecimientos que incluyen los letreros adheridos a las cristaleras de sus escaparates, que aparecen coronados por el rotulo corporativo superpuesto a una imagen del globo terráqueo sobre el que destaca una especie de sacerdotisa ataviada con larga túnica, con los brazos extendidos y las palmas de las manos orientadas hacia el cielo, en la misma dirección que su mirada. Con profusa caligrafía se ofertan servicios como idesses personalizados, reiki, endulzamientos, rituales y limpiezas, tirada de caracol, entrega de guerreros, mano de orula, etc. También se ofrecen los clásicos servicios de hipnosis, tarot y alguna otra especialidad. Se trata, por tanto, de una oferta polifacética que permite conocer cualquier sortilegio o enfrentar las penurias y enajenamientos contraídos por el efecto de maldiciones, males de ojo y otros maleficios.

Como soy de natural curioso y no estoy familiarizado con el mundo del esoterismo, consciente de que se me olvidarían muchos de los servicios y productos que se anunciaban allí, me dispuse a registrarlos con la cámara del teléfono. Y como, así mismo, me parecía que son asuntos que inspiran un cierto repelús, retranqueé un tanto mi posición en la acera, situándome a resguardo de una esquina para tomar la fotografía con relativo disimulo. Sin embargo, pese a que creía que actuaba discretamente, apenas había presionado el obturador de la pantalla cuando, para mi asombro, vi salir del interior del establecimiento a dos mujeres que se me encararon con cierta agitación inquiriéndome acerca de por qué fotografiaba el  escaparate. Las tranquilicé asegurándoles que únicamente pretendía recordar los servicios que ofertaban porque podían interesarle a una persona conocida. Entonces, me invitaron a pasar al interior de la tienda para entregarme una octavilla publicitaria. Les acompañé y me facilitaron el folleto que incluye los datos del establecimiento, su situación en la trama urbana, los servicios que oferta y demás detalles (dirección postal, teléfonos, web, etc.)

Más que asombrarme, la anécdota me dejó perplejo. Aunque hace algunos meses que acaeció, todavía recuerdo lo sucedido como si fuese una alucinación. Continúo sin dar crédito a la extrema agudeza de aquellas personas, que ni siquiera vi cuando pasé por delante de la tienda, para detectar que la estaba fotografiando; y sigo sin entender la celeridad y el interés por averiguar la finalidad de la fotografía. Es más, cuando pasé ante el escaparate tuve la impresión de que no había nadie en el interior, ni clientes ni dependientes; aunque evidentemente no estaba en lo cierto. En fin, ¿qué puedo añadir? Solo se me ocurren algunas preguntas para las que no tengo respuesta: ¿cómo explicar que los responsables de un comercio estén más pendientes de lo que sucede en la calle que en su interior?, ¿qué justifica tanto interés por conocer el destino de una inocua fotografía?, ¿por qué la mayoría de los negocios de esoterismo se gestionan a través de internet o del teléfono?

Aunque, bien mirado, si –como aseguran quienes dicen haber investigado este mundo– el mercado del esoterismo mueve en España en torno a 3.000 millones de euros y emplea a unas 100.000 personas cada año, si es verdad que la mayor parte de las transacciones se hacen en dinero negro y si, como parece verosímil, la amenaza del fraude personal pende sobre muchísimos usuarios, que acuden desesperados a quienes les aseguran que pueden conocer su futuro  o conseguirles costosos remedios para asegurarse la buena suerte, puedo imaginar perfectamente las respuestas a aquellas preguntas, y a otras muchas.

martes, 5 de julio de 2016

Cincuentenario.

No todos las semanas se puede celebrar un cincuentenario. La duración de la vida apenas alcanza para conmemorar algunos y me he propuesto festejar los que considero que merecen la pena. Dentro de pocos días acontecerá uno de ellos, el de mi llegada a esta ciudad, Alicante. Fue durante el mes de julio de 1966. Justo el año en que salió a la venta el Seat 850 –tuve la oportunidad de disfrutar de uno de ellos algún tiempo después– y se estrenaron películas como Fahrenheit 450, de F. Truffaut o La jauría humana, de Arthur Penn, con Marlon Brando, Robert Redford, Angie Dickinson y Jane Fonda. ¡Ahí es nada! También pudimos ver Hace un millón de años, ¿Qué hiciste en la guerra, papi?, Golfus de Roma o En bandeja de plata, de Don Chaffey, Blake Edwards, Richard Lester y Billy Wilder, respectivamente. ¿Alguien da más? Fue el año en que el Madrid ganó al Partizán de Belgrado su última copa de Europa (?), en blanco y negro. También Manolo Santana ganó Wimbledon, derrotando en la final al norteamericano Dennis Ralston, lo que le valió ser designado número 1 del tenis mundial. ¡Qué años los de aquella prodigiosa década!

Estas cosas que parece que me salen de carrerilla, cómo si las hubiese aprendido nada más llegar, las sé porque, por encima de los imprecisos recuerdos que retiene mi memoria, mi insaciable curiosidad me ha llevado, tiempo después, a reconocerlas, revisitarlas y reelaborarlas. Cuando llegué a la ciudad, con catorce marzos recién cumplidos, apenas alcanzaba a ver lo que acontecía poco más allá de las estrechas veredas y las pequeñas heredades de mi pueblo. En el mejor de los casos tenía una vaga impresión de lo que acaecía en la ciudad de Valencia, o mejor dicho, de lo que mostraba de aquella realidad la sección “miscelánea de actualidad” que solía incluir el diario Las Provincias, que compraba mi tío Bernardo. Eran páginas impresas en papel satinado y entintadas en color verde oscuro, como el de los uniformes de la guardia civil, que recogían los ecos de sociedad y otras anécdotas amables de la vida metropolitana, que me encantaba ojear y también recortar de vez en cuando. Todavía desconozco qué me inclinaba a ello, pero, sinceramente, me agradaba, de la misma manera que me complacía repasar los catálogos de libros de las editoriales Bruguera, Plaza y Janés, Gredos, Planeta, Espasa Calpe, Labor, Salvat, Seix Barral, Ediciones Toray, y tantas otras, o los folletos que anunciaban los cursos CCC y de la Academia CEAC, a los que estaba suscrito porque eran gratuitos.

Fraga y el embajador norteamericano
bañándose en la playa de Palomares.
Si existe una fecha concreta de 1966 que sea especialmente célebre es, sin duda, el 17 de enero. Ese día se produjo el “incidente de Palomares”, que no es sino una referencia eufemística al accidente nuclear ocurrido en el cielo de la localidad almeriense, donde colisionaron fortuitamente, durante un repostaje en vuelo, el avión nodriza y un bombardero B52. Ello ocasionó el fallecimiento de siete u ocho militares, así como que se precipitasen sobre el mar y la zona costera colindante los restos de los aparatos, que incluían cuatro bombas nucleares que no explosionaron, aunque sí contaminaron la zona. La imagen del entonces Ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga, y del embajador norteamericano bañándose en la playa de Palomares para intentar desdramatizar el accidente dio la vuelta al mundo, aunque no sé si contribuyó a disipar los temores de lugareños y turistas.

El año de 1966 llegaron a España las primeras noticias de los hippies, unas gentes de apariencia primitiva, que se mostraban públicamente semidesnudas, con el pelo asalvajado y desmesuradamente largo, que se autodenominaban pacifistas y que no eran nada materialistas. Habitaban en California y en otros lugares de Norteamérica y propagaban un lema universal, Peace, que era indisoluble de su flower power, su marihuana y sus músicas –rock psicodélico, groove y folk contestatario– que tan especialmente interpretaban artistas como Janis Joplin, Joan Baez, Creedence Clearwater Revival, Crosby, Stills, Nash & Young, Santana, The Who, Jefferson Airplane o Jimi Hendrix.

Por estos pagos patrios, ese año arrancó en la Cadena Ser el programa Los 40 principales, siendo su primer número uno Monday, monday, de los extraordinarios The Mamas & the Papas. Además, por una extraña coincidencia, Jackie Kennedy apareció simultáneamente, y por primera vez, en minifalda... y en público. Fue el año que comenzaba la revolución cultural china, mientras aquí se vendían los discos de Raphael. Aquel mítico single Yo soy aquel, y los no menos legendarios Con un sorbito de champán, de los Brincos; y Black is black, de Los Bravos, que hace años convertí en la señal de llamada de mi teléfono. En la vorágine estival triunfaron Juanita banana, adaptación de una canción popular mejicana que hicieron los norteamericanos Tash Howard y Murray Kenton; las versiones de Guantanamera que crearon Pete Seeger, The Weavers y Joan Baez; y también, cómo olvidarlo, Yellow submarine, de los Beatles.

Esta vorágine de acontecimientos que, obviamente, he metabolizado posteriormente porque entonces apenas si tuve tiempo de reparar en su discurrir, significaron para mí, siquiera inconscientemente, la eclosión a una nueva vida, a un nuevo periplo que, desde aquella soledad inicial y vespertina que sentí el día de mi llegada –a la que aludí en otra ocasión–, me ha traído hasta aquí y me ha hecho ser quien soy, entre los míos y entre mis amigos. En esta segunda patria me he impregnado de aprendizajes, costumbres y quimeras que me han procurado los años y que he intentado entremezclar, aunque no siempre lo he conseguido, con el poso que traía de origen. Hoy la sustancia mestiza que me conforma es la médula de mi arquitectura vital. Por eso, celebro haber llegado entonces al puerto en que encontré mi destino, en el que he permanecido medio siglo y en el que he empeñado mis mejores afanes. Pese a que a veces critico algunas de sus cosas –con la boca pequeña, todo hay que decirlo–, mientras tenga conciencia agradeceré a esta tierra y a sus gentes su generosa y cordial acogida.

domingo, 21 de febrero de 2016

Cotidianidad (2)

A veces tomar el pulso a la vida consiste en asomarse a la ventana y ver lo que sucede en la calle, o en aventurarse a emprender un paseo para observar cuanto ofrece cualquier itinerario. Esto último es lo que hice en la tarde-noche de ayer, veinte de febrero. Hacía semanas que no deambulaba por las avenidas y descampados que circundan mi casa y, pese a que amaneció uno de los pocos días invernales que hemos tenido este año, especialmente ventoso y fresquito, salí a dar una vuelta sin otra intención que tomar el aire y desentumecer las piernas. El paseo me llevó a unos derroteros tan fortuitos como sorprendentes, resultado de las contradictorias trayectorias que emprendí llevado de un ensimismamiento del que salí abruptamente cuando alcancé una de las pequeñas plazas que tenemos en el barrio, topándome con un grupo de chavales de entre quince y diecisiete años que ensayaban esas rimas estridentes y ramplonas, que denominan rap, ante la atenta mirada de sus amigos y la escucha distraída de otros que jugueteaban más interesadamente con algunas chicas que les acompañaban.

Cerca de allí, unas parejas jóvenes conversaban distendidamente sobre las amplias aceras, abandonando confiadamente los carritos con sus retoños en las proximidades de la entrada a un pub que se anuncia con un nombre con reminiscencias, Santa Mónica. Un rótulo que se exhibe iluminado con vistosos tubos de neón, remarcado por un pleonasmo con forma de locomotora de carbón, de aquellas que atravesaban el medio oeste recorriendo velozmente praderas y cañones, desiertos y estepas, tan infinitos como familiares a fuer de conformar los escenarios de los centenares de películas de indios y vaqueros que hemos visto reiteradamente.

Nora Iniesta, Cotidianeidad, 2005.
En la calzada de al lado, cuatro o cinco vehículos estaban aparcados en doble fila, algo que es habitual aquí, fruto de la presión demográfica y comercial que se ejerce sobre un espacio público manifiestamente insuficiente para acoger los usos ciudadanos, como sucede en casi todos los que tenemos en la ciudad. Fijé un poco más la mirada y observé que paralelamente a uno de ellos se hallaba una especie de motocarro como los de antes, bien estacionado. No era uno de aquellos vetustos artilugios autopropulsados con tres neumáticos, no. Lo que tenía ante mí era un vehículo de cuatro ruedas cuya carrocería convencional se había modificado intencionadamente, alterando su morfología original a base de habilitar un nuevo compartimento que se asemeja a una cámara frigorífica sui géneris, que le da más apariencia de anacronismo que de originalidad.

En el lado opuesto de la plazoleta, las luces de las farolas recortaban las siluetas de un grupito de gente joven, en el que se apreciaban chavalotes granados y muchachos imberbes que disputaban su particular partido de futbito, justo en la esquina del ínfimo parque que remata uno de los lados de la especie de fuente que, revestida con forma de cascada, desciende desde un pequeño promontorio que hay en el fondo de la plazuela.

Ajusté el foco de la mirada y descubrí a mi lado a uno de los millones de conciudadanos que diariamente sale a pasear por obligación a estas horas, con el único objetivo de facilitar a sus perros la satisfacción de algunas de sus necesidades más perentorias. Como es habitual, también éste observaba displicentemente a sus animales sueltos e incordiando por los espacios privativos de las personas, sin prestar atención alguna a sus entretenimientos con el césped (ralo de tanta visita, gozo y retozo), las plantas, los pies de las farolas y señales de tráfico, las esquinas de las edificaciones, los bordes de los jardines y los fosos de arena donde también diariamente juegan los niños, inmunes a la fuerza a cualquier infección o contagio caninos.

En ese preciso momento, un grupo de mozalbetes cruzaba la plaza corriendo y vociferando. Increpaban sin motivo aparente a quiénes encontraban a su paso, incluidos los conductores, que se veían obligados a detener sus vehículos para evitar arrollarlos. Entretanto dos niños, cuya estatura apenas sobrepasa el metro, empapelaban medio parque con decenas de folletos; sin misericordia, saturando de papel el escaso césped que la acicala.

Paradójicamente, en el fondo norte de la plazoleta, una pequeña catarata, ramplona y de apariencia insulsa, había metamorfoseado su aspecto con la luz crepuscular y los postizos eléctricos, convirtiéndose en un artilugio sorprendente que proyectaba el fluido que se derramaba por los escalones, cuyos ribetes iluminados le proporcionaban unas aureolas prodigiosas, dándole una apariencia espectacular, difícil de adivinar a plena luz del día. Observé en la acompasada caída de esas aguas recicladas la metáfora del fluir de la vida que, de la misma manera que se nos ofrece en la espontaneidad atribulada de las conductas de los ciudadanos, se desvanece de improviso, como hoy se disipó la de Umberto Eco, un sabio que sabía todas las cosas, aunque simulaba que las ignoraba para seguir estudiando, como ha dicho Juan Cruz.

sábado, 16 de enero de 2016

Fin de semana.

Hoy, como la mayoría de los días, tras descabezar una pequeña siesta he emprendido mi paseo vespertino. Después de atravesar las calles que llevan a la Rambla, me he adentrado en “el Barrio” y he atrapado con mi teléfono algunas instantáneas de miradores y balconadas, de muros y ventanas, de cenobios y reliquias de ‘arte parietal’. También he inmortalizado al guardián moro imperturbable que corona el Benacantil, que siempre mira hacia el sur y que conmueve mi mirada cada vez que lo veo recortado sobre el cielo que lo circunda. El recorrido me ha llevado a la calle Villavieja y después, sin solución de continuidad, a la de Virgen del Socorro, que surge cuando se quiebra la curva en que se erigía antaño el Torreón de la Puerta Nueva o de S. Sebastián, hoy arrumbada morada de una colonia de gatos mal alimentados por señoras bienintencionadas, que parece que hacen más daño que otra cosa. Allí he dejado atrás el enjambre de casas y callejas y he avistado, entreverada entre las ramas de los magnolios que embellecen los muros de piedra tosca que rematan la vertiente del monte que se vuelca sobre la carretera N-332, una mar inmensa, plácida y plateada.

Mientras la contemplaba ensimismado, mis pasos discurrían sobre la acera de la calle, paralelamente a la orilla, a cien metros de distancia y a más de veinte de altura. Apenas un par de minutos y ya estaba en la plaza de Topete. Un pequeño parque de juegos infantiles y unos pocos escalones me separaban de la calle Madrid. He sorteado unos y bajado otros y la he enfilado sin vacilación. Como siempre, me ofrecía a la izquierda unos arcos anejos rematados por un rincón deslucido, que acoge un balconcillo encantador. En su mitad deslumbraban las puertas, algunas soberbias, con aldabas y tiradores dignos de mejor escaparate. Sus apenas setenta metros me depositaban raudo frente al local de la Hermandad de la Virgen del Rocío y, girando noventa grados, me ponían a escasos metros del scalextric, nombre con el que los alicantinos bautizaron al primer paso elevado de su particular geografía. Justo en ese punto, se puede contemplar un chaflán portentoso, edificado y aparentemente despoblado, con unas balconadas tan insólitas como deslumbrantes, que merecen mejor atención que la desidia que parece acompañarlas. Allá están: solas, fanés y descangalladas, como reza el viejo tango de Gardel.

Playa del Postiguet, enero 2016
El semáforo de la esquina me ha ayudado a cruzar la urdimbre de carreteras que se concentra allí, encontrándome de súbito con la estación del “trenet” y con la playa del Cocó, uno de los reductos frecuentados por Alí Andreu Cremades, donde se soleaba y solazaba casi todos los mediodías del año. Como era habitual en él, allí disfrutaba hiperbólicamente de su mar más querida. Cuando he llegado, la luz del crepúsculo se filtraba por los escasos nubarrones que subsistían de la borrasca que hoy ha regado Alicante. No sé cuánto meses hacía que no caía una sola gota en la ciudad. Hoy llovía a las cinco de la madrugada y lo seguía haciendo al mediodía. Con poca intensidad, pero con suficiencia y con talento. Hoy, siquiera sea por una vez, ha caído un agua sumisa, saludable y benefactora.

He tomado la curva que describe el paseo de Gómiz cuando remata el final de la playa del Cocó para dirigir mis pasos hacia la escollera del puerto. Apenas había enderezado mi rumbo en esa dirección, cuando he sentido una atracción irrefrenable por la mar, por una mar que se me ofrecía tan inmensa como mansa, tan seductora como plateada, tan pacífica como gigantesca. En todo caso, una mar que me parecía lascivamente atrayente e inmisericordemente amorosa.

No he podido evitar la tentación de acercarme a ella con presteza y verticalidad, como se atienden las llamadas que no es posible desoír. En apenas veinte o veinticinco zancadas estaba en la orilla de la playa del Postiguet, una superficie que hacía más de veinte años que no pisaba. La playa de Alicante por antonomasia. Un litoral milenario, visitado, recitado, querido y revisitado millones de veces. Una ribera que esta tarde ofrecía una arena compactada por efecto de la lluvia, que había lixiviado sus granos, apelmazándolos y conformando su superficie como una sucesión casi infinita de pequeñas dunas selenitas, quebradas de tanto en tanto por pisadas descuidadas de gentes que como yo se habían adentrado en ella, seguramente abducidos también por un candor compartido.

He mirado mis zapatos, que aprisionaban las arenas y se hundían en ellas. He levantado la vista y he descubierto agazapada entre los nubarrones a una luna creciente perfecta, que me ha hecho cerrar los ojos e imaginar que me quitaba calzado y calcetines y chapoteaba con mis pies en las aguas, truncando las pequeñas olas que rompían en la orilla con pequeños borbotones de espumas transparentes y níveas. Durante unos minutos he jugando imaginariamente con el devenir de las ondas y con el titilar de las luces de las farolas y de los anuncios, que se proyectaban en la superficie especular de la mar. Me he sentido objeto de la mirada curiosa y sorprendida de algunos espectadores anónimos que discurrían por el paseo. Y así, preso de este soñado e infantil frenesí, he avanzado decenas de metros corriendo por una orilla que me parecía infinita. En mi alocada carrera me he cruzado con algunos pescadores circunstanciales que intentaban atrapar lubinas con señuelos blanquecinos que pretendían confundir con la espuma de las olas. Apenas unos minutos después, mis acompasados pasos me habían transportado a las proximidades de la escollera. Allí, el ámbar de la luz de las farolas y las irisaciones de los neones de los rótulos de los hoteles colindantes me han rescatado de la ensoñación y me han devuelto a la realidad. El día se quebraba definitivamente y empezaban a retirarse las gentes de unas calles inusualmente gélidas.

Un breve discurrir por la orilla del muelle me ha llevado a la plaza Correos. He sorteado los tres escalones que dan acceso a la peana que ocupa su epicentro, que han colonizado espuriamente y en exceso los negociantes de la zona. Pese a todo, todavía es posible encontrar un banco férreo en el que descansar unos minutos mientras admiras la enormidad de los ficus y magnolios o la imponente altura de los olmos y las brunas y enigmáticas oquedades de sus troncos. Todavía es posible escuchar el crepitar de las hojas otoñales que parecen lamentarse cuando las aprisionan las suelas de los zapatos de los viandantes. Aún se pueden contemplar las aciculares hojas de las palmeras y las araucarias recortándose en el cielo oscurecido de un crepúsculo que cubre plácidamente una ciudad que empieza a vivir otro fin de semana.

domingo, 22 de noviembre de 2015

En la perspectiva del tiempo.

Miras lo que ves y hasta podrías confundirte intentando concretar una tentativa para identificar la modernidad en la perspectiva del tiempo. Enfocas el objetivo y aparece en tu retina el espacio racionalista que dibuja un fondo impersonal, que sirve de telón de fondo, interesado, a un primer plano pseudomodernista, distanciado y nada inocuo, que intenta dar sentido a todo lo demás. Tal vez también fuera esa mi tentación objetiva o acaso se trate, simplemente, de una circunstancia aleatoria. No lo sé. En todo caso, lo que se me ofrece es una imagen amable y adusta, tan real como descontextualizada. Un perfil que, en cualquier caso, me sugiere conjeturas plausibles de la evolución del entramado que acoge este particular escenario ciudadano.

Mercado Central
Esa es la tentación que me ha asaltado esta mañana, cuando apenas rayaba el mediodía y bajaba por Capitán Segarra encarando la curvilínea fachada de la rotonda que define la esquina suroeste del Mercado Central, con su cubierta semiesférica ofreciéndose superpuesta a la silueta del hotel que ahora ocupa el edificio que fue Banco de Alicante. Este singular baptisterio, imborrable en el imaginario de los alicantinos,  se recortaba sobre ella, sin discordancias ni estridencias, como señalando el camino que conduce al que fue uno de los principales ejes comerciales de la ciudad, la calle Castaños; hoy un vial inhabitable e indecente, fruto de una moda incivil e insalubre que la ha travestido de inmundicia mugrienta, especialmente las tardes y noches de los fines de semana.

Tampoco en este caso lo que se ve es lo que parece. En el preciso segundo en que rozo la pantalla del teléfono y logro la instantánea, la calle tiene la apariencia de un espacio sosegado, ausente y ajeno al ajetreo característico de uno de los puntos neurálgicos de cualquier ciudad, su mercado. Lo que retengo es solo eso, una imagen aparente, fortuita, encapsulada en un segundo irrepetible y abstracto, tan irreal como cualquier ilusión imaginada.

Lo que veo es el espejismo casual de unos minutos que, eventualmente, preservan la historia, ajenos a la cruda realidad que trastoca cuanto la precedió, al menos dos días por semana, a partir del mediodía. Lo que ahora percibo como quietud y normalidad no es sino un breve paréntesis tras el excitante bullicio productivo de proveedores, comerciantes y clientes. Sin solución de continuidad, en pocos minutos, el fragor provechoso del comercio se trastocará en algarabía festiva e intempestiva, en un tumulto estridente e insolidario, que sus corifeos defienden asegurando a voz en grito que encarna las nuevas formas de la civilidad, que algunos solo percibimos en tanto que prácticas del despropósito, la desmesura y la ineducación.

Lo que ofrecen los nuevos usos del escenario urbano, mangoneados por un manojo de desaprensivos, tolerados e incluso amparados por autoridades e instituciones que han confundido por completo su razón de ser, no son sino algaradas sostenidas hasta las madrugadas, que nos individualizan en el contexto europeo, donde no se toleran ni cuando se contemplan como meras intenciones. Por una simple razón, porque no son otra cosa que la expresión del ansia de negocio sin límites propio del capitalismo salvaje. Una pseudofilosofía que elude cualquier responsabilidad ética o cívica porque su único leitmotiv es el lucro que, en este caso, se obtiene jugando con las ilusiones y las ansias de una población maltratada, insatisfecha y aturdida, ávida de felicidad, que intenta sosegar sus espíritus viviendo noches delirantes que, por otro lado, incitan una insensibilidad indecente con los derechos de los otros, quebrando la convivencia y produciendo daños colaterales que afectan a muchos ciudadanos. Unas veces son niños, otras enfermos y en ocasiones personas mayores e indefensas y hasta familias enteras a las que no se deja otra opción que soportar estoicamente, en la más absoluta indefensión, que sus vecindades se metamorfoseen cada fin de semana en lugares en los que no se puede vivir. Y solamente para que cuatro desaprensivos, que obviamente no habitan allí, se lucren a costa de su salud y de la explotación de quienes dicen que trabajan para sus negocios creando una presunta y general riqueza, que desde luego yo no percibo que trascienda sus propios bolsillos.

Esa es la punzante trastienda de la apariencia inocua que sugiere una imagen desinteresada y tomada al albur un mediodía de un viernes de noviembre.