No
todos las semanas se puede celebrar un cincuentenario. La duración de la vida
apenas alcanza para conmemorar algunos y me he propuesto festejar los que
considero que merecen la pena. Dentro de pocos días acontecerá uno de ellos, el
de mi llegada a esta ciudad, Alicante. Fue durante el mes de julio de 1966. Justo
el año en que salió a la venta el Seat
850 –tuve la oportunidad de disfrutar de uno de ellos algún tiempo después–
y se estrenaron películas como Fahrenheit
450, de F. Truffaut o La jauría
humana, de Arthur Penn, con Marlon Brando, Robert Redford, Angie Dickinson
y Jane Fonda. ¡Ahí es nada! También pudimos ver Hace un millón de años, ¿Qué
hiciste en la guerra, papi?, Golfus
de Roma o En bandeja de plata, de
Don Chaffey, Blake Edwards, Richard Lester y Billy Wilder, respectivamente.
¿Alguien da más? Fue el año en que el Madrid ganó al Partizán de Belgrado su
última copa de Europa (?), en blanco y negro. También Manolo Santana ganó
Wimbledon, derrotando en la final al norteamericano Dennis Ralston, lo que le valió
ser designado número 1 del tenis mundial. ¡Qué años los de aquella prodigiosa
década!
Estas
cosas que parece que me salen de carrerilla, cómo si las hubiese aprendido nada
más llegar, las sé porque, por encima de los imprecisos recuerdos que retiene
mi memoria, mi insaciable curiosidad me ha llevado, tiempo después, a reconocerlas,
revisitarlas y reelaborarlas. Cuando llegué a la ciudad, con catorce marzos recién
cumplidos, apenas alcanzaba a ver lo que acontecía poco más allá de las
estrechas veredas y las pequeñas heredades de mi pueblo. En el mejor de los
casos tenía una vaga impresión de lo que acaecía en la ciudad de Valencia, o mejor
dicho, de lo que mostraba de aquella realidad la sección “miscelánea de
actualidad” que solía incluir el diario Las
Provincias, que compraba mi tío
Bernardo. Eran páginas impresas en papel satinado y entintadas en color verde
oscuro, como el de los uniformes de la guardia civil, que recogían los ecos de
sociedad y otras anécdotas amables de la vida metropolitana, que me encantaba
ojear y también recortar de vez en cuando. Todavía desconozco qué me inclinaba
a ello, pero, sinceramente, me agradaba, de la misma manera que me complacía
repasar los catálogos de libros de las editoriales Bruguera, Plaza y Janés,
Gredos, Planeta, Espasa Calpe, Labor, Salvat, Seix Barral, Ediciones Toray, y
tantas otras, o los folletos que anunciaban los cursos CCC y de la Academia
CEAC, a los que estaba suscrito porque eran gratuitos.
Fraga y el embajador norteamericano bañándose en la playa de Palomares. |
Si
existe una fecha concreta de 1966 que sea especialmente célebre es, sin duda,
el 17 de enero. Ese día se produjo el “incidente de Palomares”, que no es sino
una referencia eufemística al accidente nuclear ocurrido en el cielo de la
localidad almeriense, donde colisionaron fortuitamente, durante un repostaje en
vuelo, el avión nodriza y un bombardero B52. Ello ocasionó el fallecimiento de
siete u ocho militares, así como que se precipitasen sobre el mar y la zona
costera colindante los restos de los aparatos, que incluían cuatro bombas
nucleares que no explosionaron, aunque sí contaminaron la zona. La imagen del
entonces Ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga, y del embajador norteamericano
bañándose en la playa de Palomares para intentar desdramatizar el accidente dio
la vuelta al mundo, aunque no sé si contribuyó a disipar los temores de lugareños
y turistas.
El
año de 1966 llegaron a España las primeras noticias de los hippies, unas gentes de apariencia primitiva, que se mostraban
públicamente semidesnudas, con el pelo asalvajado y desmesuradamente largo, que
se autodenominaban pacifistas y que no eran nada materialistas. Habitaban en California
y en otros lugares de Norteamérica y propagaban un lema universal, Peace, que era indisoluble de su flower power, su marihuana y sus músicas
–rock psicodélico, groove y folk
contestatario– que tan especialmente interpretaban artistas como Janis
Joplin, Joan Baez, Creedence Clearwater Revival, Crosby, Stills, Nash &
Young, Santana, The Who, Jefferson Airplane o Jimi Hendrix.
Por
estos pagos patrios, ese año arrancó en la Cadena Ser el programa Los 40 principales, siendo su primer
número uno Monday, monday, de los extraordinarios
The Mamas & the Papas. Además, por una extraña coincidencia, Jackie Kennedy apareció
simultáneamente, y por primera vez, en minifalda... y en público. Fue el año
que comenzaba la revolución cultural china, mientras aquí se vendían los discos
de Raphael. Aquel mítico single Yo soy
aquel, y los no menos legendarios Con
un sorbito de champán, de los Brincos; y Black is black, de Los Bravos, que hace años convertí en la señal
de llamada de mi teléfono. En la vorágine estival triunfaron Juanita banana, adaptación de una
canción popular mejicana que hicieron los norteamericanos Tash Howard y Murray
Kenton; las versiones de Guantanamera
que crearon Pete Seeger, The Weavers y Joan Baez; y también, cómo olvidarlo, Yellow
submarine, de los Beatles.
Esta
vorágine de acontecimientos que, obviamente, he metabolizado posteriormente
porque entonces apenas si tuve tiempo de reparar en su discurrir, significaron
para mí, siquiera inconscientemente, la eclosión a una nueva vida, a un nuevo
periplo que, desde aquella soledad inicial y vespertina que sentí el día de mi
llegada –a
la que aludí en otra ocasión–, me ha traído hasta aquí y me ha hecho
ser quien soy, entre los míos y entre mis amigos. En esta segunda patria me he
impregnado de aprendizajes, costumbres y quimeras que me han procurado los años
y que he intentado entremezclar, aunque no siempre lo he conseguido, con el
poso que traía de origen. Hoy la sustancia mestiza que me conforma es la médula
de mi arquitectura vital. Por eso, celebro haber llegado entonces al puerto en
que encontré mi destino, en el que he permanecido medio siglo y en el que he empeñado
mis mejores afanes. Pese a que a veces critico algunas de sus cosas –con
la boca pequeña, todo hay que decirlo–, mientras tenga conciencia agradeceré a
esta tierra y a sus gentes su generosa y cordial acogida.
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