domingo, 22 de noviembre de 2015

En la perspectiva del tiempo.

Miras lo que ves y hasta podrías confundirte intentando concretar una tentativa para identificar la modernidad en la perspectiva del tiempo. Enfocas el objetivo y aparece en tu retina el espacio racionalista que dibuja un fondo impersonal, que sirve de telón de fondo, interesado, a un primer plano pseudomodernista, distanciado y nada inocuo, que intenta dar sentido a todo lo demás. Tal vez también fuera esa mi tentación objetiva o acaso se trate, simplemente, de una circunstancia aleatoria. No lo sé. En todo caso, lo que se me ofrece es una imagen amable y adusta, tan real como descontextualizada. Un perfil que, en cualquier caso, me sugiere conjeturas plausibles de la evolución del entramado que acoge este particular escenario ciudadano.

Mercado Central
Esa es la tentación que me ha asaltado esta mañana, cuando apenas rayaba el mediodía y bajaba por Capitán Segarra encarando la curvilínea fachada de la rotonda que define la esquina suroeste del Mercado Central, con su cubierta semiesférica ofreciéndose superpuesta a la silueta del hotel que ahora ocupa el edificio que fue Banco de Alicante. Este singular baptisterio, imborrable en el imaginario de los alicantinos,  se recortaba sobre ella, sin discordancias ni estridencias, como señalando el camino que conduce al que fue uno de los principales ejes comerciales de la ciudad, la calle Castaños; hoy un vial inhabitable e indecente, fruto de una moda incivil e insalubre que la ha travestido de inmundicia mugrienta, especialmente las tardes y noches de los fines de semana.

Tampoco en este caso lo que se ve es lo que parece. En el preciso segundo en que rozo la pantalla del teléfono y logro la instantánea, la calle tiene la apariencia de un espacio sosegado, ausente y ajeno al ajetreo característico de uno de los puntos neurálgicos de cualquier ciudad, su mercado. Lo que retengo es solo eso, una imagen aparente, fortuita, encapsulada en un segundo irrepetible y abstracto, tan irreal como cualquier ilusión imaginada.

Lo que veo es el espejismo casual de unos minutos que, eventualmente, preservan la historia, ajenos a la cruda realidad que trastoca cuanto la precedió, al menos dos días por semana, a partir del mediodía. Lo que ahora percibo como quietud y normalidad no es sino un breve paréntesis tras el excitante bullicio productivo de proveedores, comerciantes y clientes. Sin solución de continuidad, en pocos minutos, el fragor provechoso del comercio se trastocará en algarabía festiva e intempestiva, en un tumulto estridente e insolidario, que sus corifeos defienden asegurando a voz en grito que encarna las nuevas formas de la civilidad, que algunos solo percibimos en tanto que prácticas del despropósito, la desmesura y la ineducación.

Lo que ofrecen los nuevos usos del escenario urbano, mangoneados por un manojo de desaprensivos, tolerados e incluso amparados por autoridades e instituciones que han confundido por completo su razón de ser, no son sino algaradas sostenidas hasta las madrugadas, que nos individualizan en el contexto europeo, donde no se toleran ni cuando se contemplan como meras intenciones. Por una simple razón, porque no son otra cosa que la expresión del ansia de negocio sin límites propio del capitalismo salvaje. Una pseudofilosofía que elude cualquier responsabilidad ética o cívica porque su único leitmotiv es el lucro que, en este caso, se obtiene jugando con las ilusiones y las ansias de una población maltratada, insatisfecha y aturdida, ávida de felicidad, que intenta sosegar sus espíritus viviendo noches delirantes que, por otro lado, incitan una insensibilidad indecente con los derechos de los otros, quebrando la convivencia y produciendo daños colaterales que afectan a muchos ciudadanos. Unas veces son niños, otras enfermos y en ocasiones personas mayores e indefensas y hasta familias enteras a las que no se deja otra opción que soportar estoicamente, en la más absoluta indefensión, que sus vecindades se metamorfoseen cada fin de semana en lugares en los que no se puede vivir. Y solamente para que cuatro desaprensivos, que obviamente no habitan allí, se lucren a costa de su salud y de la explotación de quienes dicen que trabajan para sus negocios creando una presunta y general riqueza, que desde luego yo no percibo que trascienda sus propios bolsillos.

Esa es la punzante trastienda de la apariencia inocua que sugiere una imagen desinteresada y tomada al albur un mediodía de un viernes de noviembre.

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