Miras
lo que ves y hasta podrías confundirte intentando concretar una tentativa para identificar
la modernidad en la perspectiva del tiempo. Enfocas el objetivo y aparece en tu
retina el espacio racionalista que dibuja un fondo impersonal, que sirve de telón de fondo, interesado, a un primer plano pseudomodernista, distanciado y nada inocuo, que intenta dar sentido a todo lo demás. Tal vez también fuera esa mi tentación objetiva o
acaso se trate, simplemente, de una circunstancia aleatoria. No lo sé. En todo caso,
lo que se me ofrece es una imagen amable y adusta, tan real como descontextualizada.
Un perfil que, en cualquier caso, me sugiere conjeturas plausibles de la
evolución del entramado que acoge este particular escenario ciudadano.
Mercado Central |
Esa
es la tentación que me ha asaltado esta mañana, cuando apenas rayaba el
mediodía y bajaba por Capitán Segarra encarando la curvilínea fachada de la rotonda
que define la esquina suroeste del Mercado Central, con su cubierta
semiesférica ofreciéndose superpuesta a la silueta del hotel que ahora ocupa el
edificio que fue Banco de Alicante. Este singular baptisterio, imborrable en el
imaginario de los alicantinos, se
recortaba sobre ella, sin discordancias ni estridencias, como señalando el camino
que conduce al que fue uno de los principales ejes comerciales de la ciudad, la
calle Castaños; hoy un vial inhabitable e indecente, fruto de una moda incivil
e insalubre que la ha travestido de inmundicia mugrienta, especialmente las
tardes y noches de los fines de semana.
Tampoco
en este caso lo que se ve es lo que parece. En el preciso segundo en que rozo
la pantalla del teléfono y logro la instantánea, la calle tiene la apariencia
de un espacio sosegado, ausente y ajeno al ajetreo característico de uno de los
puntos neurálgicos de cualquier ciudad, su mercado. Lo que retengo es solo eso,
una imagen aparente, fortuita, encapsulada en un segundo irrepetible y
abstracto, tan irreal como cualquier ilusión imaginada.
Lo
que veo es el espejismo casual de unos minutos que, eventualmente, preservan la
historia, ajenos a la cruda realidad que trastoca cuanto la precedió, al menos
dos días por semana, a partir del mediodía. Lo que ahora percibo como quietud y
normalidad no es sino un breve paréntesis tras el excitante bullicio productivo
de proveedores, comerciantes y clientes. Sin solución de continuidad, en pocos minutos, el
fragor provechoso del comercio se trastocará en algarabía festiva e intempestiva,
en un tumulto estridente e insolidario, que sus corifeos defienden asegurando a
voz en grito que encarna las nuevas formas de la civilidad, que algunos solo percibimos
en tanto que prácticas del despropósito, la desmesura y la ineducación.
Lo
que ofrecen los nuevos usos del escenario urbano, mangoneados por un manojo de
desaprensivos, tolerados e incluso amparados por autoridades e instituciones
que han confundido por completo su razón de ser, no son sino algaradas
sostenidas hasta las madrugadas, que nos individualizan en el contexto europeo, donde no se toleran ni cuando se contemplan como meras intenciones. Por una simple
razón, porque no son otra cosa que la expresión del ansia de negocio sin
límites propio del capitalismo salvaje. Una pseudofilosofía que elude cualquier
responsabilidad ética o cívica porque su único leitmotiv es el lucro que, en
este caso, se obtiene jugando con las ilusiones y las ansias de una población maltratada,
insatisfecha y aturdida, ávida de felicidad, que intenta sosegar sus espíritus viviendo
noches delirantes que, por otro lado, incitan una insensibilidad indecente con
los derechos de los otros, quebrando la convivencia y produciendo daños
colaterales que afectan a muchos ciudadanos. Unas veces son niños, otras enfermos
y en ocasiones personas mayores e indefensas y hasta familias enteras a las que
no se deja otra opción que soportar estoicamente, en la más absoluta
indefensión, que sus vecindades se metamorfoseen cada fin de semana en lugares en
los que no se puede vivir. Y solamente para que cuatro desaprensivos, que
obviamente no habitan allí, se lucren a costa de su salud y de la explotación
de quienes dicen que trabajan para sus negocios creando una presunta y general
riqueza, que desde luego yo no percibo que trascienda sus propios bolsillos.
Esa es la punzante trastienda de la apariencia inocua que sugiere una imagen desinteresada y tomada al albur un mediodía de un viernes de noviembre.
Esa es la punzante trastienda de la apariencia inocua que sugiere una imagen desinteresada y tomada al albur un mediodía de un viernes de noviembre.
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