domingo, 1 de noviembre de 2015

Crónicas de la amistad: La Vila (10)

El viernes atracó en La Vila nuestra particular caravana de vocacionales adolescentes, a la vez que aprendices, a regañadientes, de la comúnmente indeseada condición de viejos. Fue así porque Tomás decidió sumarse a tan singular celebración en el penúltimo de nuestros encuentros, auspiciado por la excepcional circunstancia del cuarto (?) cónclave de nuestra bien querida y admirada promoción de Magisterio, celebrado en Alicante el pasado mes de mayo. Allí comprometió su palabra, asegurando que su pueblo sería el próximo destino de nuestra peculiar expedición, como así fue.

Restaurant Nàutic. La Vila Joiosa
Por tanto, ese día todos los caminos confluían en la Vila, una población que nunca fue gallarda, ni aristocrática, ni siquiera grande. Al contrario, hasta hace pocos años era un lugar recogido, y también algo alborotado y estridente, particularmente en el habla y en los ademanes de sus vecinos. Un territorio que, comparado con la vecina Benidorm y descartando los días de Moros i Cristians, resultaba casi anodino y trivial, como lo son los trabajos y las aflicciones cotidianas de las personas. Una villa que, como los acordeones, pasó buena parte de su historia contemplando las penurias del vivir de los rudos marineros y de los infelices pescadores; las adversidades de los que luchaban en el mar y en la tierra con las velas y los aperos; las penalidades de las personas uniformadas con el sufrido y cerúleo traje de la ocupación. En síntesis, una vida que a primera vista puede parecer vulgar, monótona y ramplona, apostada como suele estar frente al horizonte ilimitado de la mar, pero que ni lo es ni lo pretende. Al contrario, su propio nombre alude a la vocación dicharachera y ruidosa, extrovertida y juerguista de sus habitantes, que pudimos comprobar por enésima vez, acompañados por dos invitados de excepción: Paco Ochando y Vicente Sellés. El primero, compañero largamente prófugo. El segundo, lugareño peculiar y amigo fraternal de algunos de nosotros.

Tomás organizó un singular pasacalle que permitió acreditar sobradamente cuanto refiero. Así lo avalan las estaciones del particular vía crucis que emprendimos cuando apenas rayaba el mediodía y que concluimos cuando caía el crepúsculo: los bares Diego y El Calavera, el restaurante Náutico y, para rematar, el pub La Primera, donde acabamos la fiesta a plena satisfacción de la concurrencia.

Tomás cumplió a la perfección su cometido de anfitrión. Como señalan las normas protocolarias, nos recibió y despidió dónde y como correspondía, controló el ambiente continuamente evitando cualquier situación incómoda, eligió unos aperitivos y un menú fantásticos, tan pertinentes y exquisitos como al gusto de la mayoría, estuvo siempre al quite procurando que no faltase de nada... Resumiendo, estuvo atento a cuanto aconteció para evitar que cualquier imprevisto perjudicase el desarrollo de un encuentro que, para su propia satisfacción –y la de todos-, volvió a ser un nuevo éxito.

Y ¿qué decir de los demás o, mejor dicho, de todos? Pues eso, afanados al unísono en cultivar la amistad, como siempre. Ejerciendo de convencidos militantes de esa religión sin Dios, sin juicio final y sin diablo, que abraza el amor y hasta la filantropía con la misma intensidad que proscribe la beligerancia y el odio. Una religión que a veces acoge el silencio y que a menudo visualizamos como el apacible e ideal estado de nuestra existencia, esa realidad insustituible en la caben todos los gozos, y también todas las esperas y todos los silencios.

Siempre me gustó cómo describe Neruda algo que puede parecerse a ella y por eso remato esta breve crónica con un abrazo cordial y con este particular corolario que le tomo prestado. Dice el poeta:

Tal vez no ser es ser sin que tú seas,
[…] sin que seas, en fin, sin que vinieras
brusca, incitante, a conocer mi vida,
ráfaga de rosal, trigo del viento,
y desde entonces soy porque tú eres,
y desde entonces eres, soy y somos,
y por amor seré, serás, seremos.
             
                  [P. Neruda, Cien sonetos de amor, LXIX]

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