Voyage, voyage, plus loin que la nuit et
le jour
Voyage, voyage, dans l'espace inoui de l'amour
Voyage, voyage, sur l'eau sacré d'un fleuve indian
Voyage, voyage, et jamais ne revienne.
Voyage, voyage, dans l'espace inoui de l'amour
Voyage, voyage, sur l'eau sacré d'un fleuve indian
Voyage, voyage, et jamais ne revienne.
(Desireless)
Hace
algún tiempo que vengo reparando en la casi incontinente propensión a viajar
que tienen algunas de las personas que conozco. Me sorprende la irrefrenable
tendencia de algunos de mis amigos, familiares y conocidos a emprender un viaje
tras otro, casi sin solución de continuidad. Hasta el punto de que parece que viven
en un continuo ir y venir de aquí para allá, que a veces me hace pensar si
recordarán dónde han estado, o si han logrado conocer lo que han visto.
Como
no comprendo muy bien el apego a los viajes que les ha sobrevenido –y, por lo que me dicen, tampoco
lo consiguen algunos amigos y familiares comunes− y como, además, soy obcecado cuando desconozco
el por qué de las cosas, he ocupado algunos ratos especulando sobre las motivaciones
que incitan a estas personas a viajar tan asiduamente, hasta el punto de que
parece que ansían escapar a cualquier precio de su realidad cotidiana. Estas
reflexiones me han permitido identificar algunos aspectos que pueden explicar
el fenómeno.
En
el caso de mis amistades más veteranas, parece innegable que llegar a la
jubilación en unas condiciones psicofísicas razonables, disponer de bastante
tiempo libre, intentar compensar el vacío que produce no ir a trabajar
diariamente, percibir una pensión suficiente o tener los hijos emancipados son razones
que pueden justificar su propensión a dejarse absorber por una dinámica que,
apenas unos años antes, era inconcebible e impracticable. En estos casos, la
nueva deriva la asocio con algo parecido a un intento de materializar aquel
viejo aforismo que reza: “ahora que puedo, voy a quitarme el polvo”.
Cuando
reflexiono sobre las circunstancias que rodean a las personas más jóvenes son
otros los elementos en los que me detengo. En este caso, parece indudable que
el abaratamiento de los viajes y de los hoteles, el aumento exponencial de las
líneas aéreas y los trenes de alta velocidad, la flexibilidad del mercado de
trabajo, que ahora incorpora jornadas maratonianas o modalidades de teletrabajo
compensadas con vacaciones pagadas en especie, entre otras formas de (des)regulación
laboral, son, sin duda, algunos elementos que pueden aportar esclarecimiento a
esa intensa tendencia a viajar. Por otro lado, la crisis y el encarecimiento de
la vida en nuestro contexto inmediato son factores que no deben despreciarse. Muchos
jóvenes, amantes de la buena vida y del “pseudolujo”, sólo pueden acceder a
tales prodigalidades en países remotos, actualmente en vías de desarrollo, que empiezan
a recibir turismo de masas a unos precios muy competitivos, que les permiten gozar
de lo que les resulta prohibitivo en sus países de procedencia. Este turismo de
gente joven también encuentra un acicate en una especie de esnobismo que ha
puesto de moda destinos inusuales o exóticos para bolsillos escasos. Son
generaciones que han viajado antes con sus progenitores o han estudiado en el
exterior y tienen, por ello, un conocimiento de los países de su entorno inmensamente
mayor que las que les precedieron.
Pues
bien, las apuntadas y otras muchas razones considero que explican, al menos en
parte, la incontinente pulsión que parecen tener algunas personas hacia los viajes,
aunque no estoy convencido de que lo hagan plenamente. Más allá de lo dicho, para
algunos lo que prima por encima de cualquier otra cosa en esa propensión es que,
consciente o inconscientemente, han decidido emprender una especie de huida
hacia adelante, sin importarles demasiado hacia dónde ir o por qué hacerlo. En
estos casos, parece que la finalidad es tan diáfana como inconfesable: huir,
huir y, por si acaso, huir.
Eso es
lo que me inquieta de esta nueva obsesión viajera y no que se recorran los
miles de quilómetros que dan pleno sentido a las travesías bien queridas y
ampliamente disfrutadas. ¿No será que a veces se confunde la idea del viaje, en
tanto que fascinante e imaginada aventura, con la de la felicidad? A veces me
parece que recorremos miles de kilómetros para experimentar la sensación de que
estamos vivos, de que tenemos cuerda para rato, de que estamos aprovechando la vida.
Y en ocasiones sucede que, paradójicamente, es justamente allí, en la lejanía,
donde tomamos conciencia de que estamos absolutamente solos frente a nuestro destino.
La
sociedad del éxito nos ha vencido. Todos ansiamos exprimir la vida exitosamente
inmersos en una furibunda carrera en la que a menudo olvidamos que la felicidad
no consiste en obtener lo que queremos, sino en querer lo que logramos. Hasta
el punto de que podemos llegar a descubrir que a veces la mejor compañía –y hasta
la felicidad– nos la proporciona un libro cualquiera o una simple hoja en blanco dispuesta
sobre una mesa junto a un lapicero, aunque esté sin afilar.
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