sábado, 19 de diciembre de 2015

Crónicas de la amistad: Aspe (11)

Por ello los ausentes están presentes, y los necesitados
están en la abundancia y los débiles son fuertes, y lo más
difícil de decir, los muertos viven: tan grande es la honra,
el recuerdo, la añoranza de los amigos que los acompaña...
[M.T. Cicerón]



Ayer, en uno de esos apartes que hacemos en nuestros encuentros, me decía Pascual: ¿qué pasa que desde noviembre no has escrito una sola línea en tu blog? Le respondí la verdad. Le dije que durante ese tiempo me había adentrado en una especie de zoco laberíntico, en una selva intrincadísima, que tiene un hombre bien conocido: Facebook. Llevo tres semanas intentando orientarme en ese ecosistema infinito, preso de la inquietud por conocer lo que ignoro, aunque no sé si mi curiosidad me llevará a alguna parte. Quizá lo que me conviene sea encontrar prontamente la salida, una vez desvelado –al menos parcialmente- el secreto que estimula el frenesí que embarga al descomunal ejército de personas que engrosa ese inconmensurable espacio con vocación comunicativa. Esa es la causa fundamental que ha paralizado durante estas semanas mi escritura.

Mira por donde, un paréntesis tan breve ha avivado aquella celebérrima perogrullada de que las cosas, a fuer de no practicarlas, casi se olvidan. Tan es así que, llevado de la autoimpuesta costumbre de rematar nuestro cónclave con la socorrida crónica, esta mañana me he dispuesto frente al ordenador para materializarla cuando, inopinadamente, he sido presa del síndrome de la hoja en blanco. Ni sabía por dónde empezar, ni se me ocurría nada, ni encontraba qué escribir que no hubiese escrito antes. Absolutamente bloqueado, me he sorprendido autointerrogándome y demandándome explicaciones acerca de por qué había que escribir las crónicas de todos y cada uno de nuestros encuentros. No he tardado en advertir que este falaz interrogatorio no era otra cosa que una excusa peregrina para abandonar mi propósito inicial. Así que, inmediatamente, me he disuadido de ceder ante semejante tentación y me he propuesto perseverar. Y es que me da la impresión de que si el encuentro no concluye con el puñado de líneas que intenta compendiarlo, ofreciendo algunos detalles o reflexiones sobre su contenido, parece como que queda incompleto y falto del remate que probablemente incita a otros pensamientos y cábalas a quiénes leen la crónica, más o menos afortunada, dependiendo del día o de los hados que la inspiran. De modo que, definitivamente, he desistido de mi primera tentación estimulado por un párrafo, que recuerdo de mis años mozos cuando traducía a Cicerón, con el que he encabezado esta entrada, que me ha puesto definitivamente en la pista de la escritura.

Aspe, restaurante A. Mira
Aspe era ayer, 18 de diciembre, dos días antes de la jornada que cambiará el mapa político de este país –pase lo que pase-, el centro de todas las miradas. Antonio nos emplazó en una cafetería ubicada en una calle umbría, que colisionaba frontalmente con el primaveral día que amaneció. De modo que cambió el tercio sobre la marcha y nos congregó en el kiosco Los columpios, junto al mercado de abastos. Allí cayeron las primeras cañas, acompañadas de un excelente fuet y unas aceitunas y ‘tostas’ sabrosísimas. Agotado el estreno, un corto paseo nos llevó al bar Solera, rótulo que acreditaron sus dueños ofreciéndonos unos bocaditos de merluza sensacionales, acompañados de chirlas y clotxines en su punto. Fiti y Gil, amigos de Antonio, nos acompañaron en este preludio, avalando que la bonhomía de nuestro amigo no es asunto excepcional en esta población.

La encrucijada sociopolítica en que nos encontramos me ha hecho rememorar a un clásico, Marco Tulio Cicerón, un intelectual destacadísimo y, sin duda alguna, uno de los mejores oradores romanos. Justamente en la tesitura que atravesamos, me interesa subrayar algunas de sus reflexiones sobre la amistad, que definió como uno de los grandes referentes que enlazan la virtud cívica y los intereses personales del ser humano cuando interactúa con la comunidad a la que pertenece. Hoy me parece especialmente relevante recuperar el sentido del término ‘verdad’, según el modelo estético de la amicitia que propone Cicerón, porque ello supone dimensionar en su forma más trascendente la disposición humana a la comprensión hermenéutica y a la empatía con los semejantes. Sinceramente, creo que Cicerón diseccionó a la perfección la razón de ser de una de las relaciones interpersonales más comunes e importantes.

La amistad es la más política de las virtudes. La verdadera amistad, la que supera los horizontes de la utilidad o del placer, educa en la virtud y en la verdad, de tal forma que se convierte en instrumento de conocimiento de uno mismo y del otro. De ahí deriva su interés para la construcción de las relaciones humanas. La identidad compartida emerge así como una obra que hace posible la vida común de quiénes somos diferentes y, a la vez, sustancialmente iguales.

Antes y después de Cicerón, muchos han reflexionado sobre la amistad. Aristóteles o Montaigne son referencias indispensables, pero yo me quedaré hoy con alguien más superficial y menos trascendente, Tahar Ben Jelloun, un escritor marroquí que ha dicho, por ejemplo, que “las heridas de la amistad no tienen consuelo” o que “la amistad que se lee en las caras y en los gestos se vuelve pradera dibujada por un sueño en una noche larga de soledad”.

Gentes como Ben Jelloun nos demuestran que para hablar de amistad hace falta proveerse de cierta impudicia. Nosotros la poseemos habitualmente desde hace muchos años. Y la evidenciamos en ágapes como el de ayer, en la carpa del restaurante Alfonso Mira, mientras ingerimos inagotables aperitivos y un arroz con conejo y caracoles (mejorable según el anfitrión, excelente en opinión de la mayoría), regados con un vino tinto más que aceptable. O discutiendo abiertamente de política, expresando nuestras discrepancias y comprobando, sin explicitarlo, que ante la tesitura del 20 D podemos lograr un quíntuple empate, aportando el 20 por ciento de los sufragios a la práctica totalidad de las opciones que se ofrecen. O, por otro lado, estando seguros de que, si de nosotros dependiese, no habría problema alguno para acordar lo mejor para todos el mismo lunes por la mañana.

Solo hay un remate posible a semejante bienestar: cantar distendidamente y a la intemperie las viejas letras de León Felipe, Antonio Machado, Atahualpa Yupanki o Lluís Llach, acompañados de unas copichuelas bien servidas por el veterano Teodoro, con Antonio Antón a la voz y a la guitarra, y con los demás haciendo lo que podemos. Solo así la luna creciente logrará echársenos encima y decidirnos a marchar. Pero volveremos pronto. Esta vez Alicante será nuestro destino.

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