Por ello los ausentes están presentes, y los
necesitados
están en la abundancia y los débiles son fuertes, y lo más
difícil de decir, los muertos viven: tan grande es la honra,
el recuerdo, la añoranza de los amigos que los acompaña...
están en la abundancia y los débiles son fuertes, y lo más
difícil de decir, los muertos viven: tan grande es la honra,
el recuerdo, la añoranza de los amigos que los acompaña...
[M.T. Cicerón]
Ayer,
en uno de esos apartes que hacemos en nuestros encuentros, me decía Pascual:
¿qué pasa que desde noviembre no has escrito una sola línea en tu blog? Le
respondí la verdad. Le dije que durante ese tiempo me había adentrado en una
especie de zoco laberíntico, en una selva intrincadísima, que tiene un hombre
bien conocido: Facebook. Llevo tres
semanas intentando orientarme en ese ecosistema infinito, preso de la inquietud
por conocer lo que ignoro, aunque no sé si mi curiosidad me llevará a alguna
parte. Quizá lo que me conviene sea encontrar prontamente la salida, una vez desvelado
–al menos parcialmente- el secreto que estimula el frenesí que embarga al descomunal
ejército de personas que engrosa ese inconmensurable espacio con vocación
comunicativa. Esa es la causa fundamental que ha paralizado durante estas
semanas mi escritura.
Mira
por donde, un paréntesis tan breve ha avivado aquella celebérrima perogrullada
de que las cosas, a fuer de no practicarlas, casi se olvidan. Tan es así que,
llevado de la autoimpuesta costumbre de rematar nuestro cónclave con la socorrida
crónica, esta mañana me he dispuesto frente al ordenador para materializarla cuando,
inopinadamente, he sido presa del síndrome de la hoja en blanco. Ni sabía por
dónde empezar, ni se me ocurría nada, ni encontraba qué escribir que no hubiese
escrito antes. Absolutamente bloqueado, me he sorprendido autointerrogándome y demandándome
explicaciones acerca de por qué había que escribir las crónicas de todos y cada
uno de nuestros encuentros. No he tardado en advertir que este falaz
interrogatorio no era otra cosa que una excusa peregrina para abandonar mi
propósito inicial. Así que, inmediatamente, me he disuadido de ceder ante
semejante tentación y me he propuesto perseverar. Y es que me da la impresión
de que si el encuentro no concluye con el puñado de líneas que intenta compendiarlo,
ofreciendo algunos detalles o reflexiones sobre su contenido, parece como que
queda incompleto y falto del remate que probablemente incita a otros pensamientos
y cábalas a quiénes leen la crónica, más o menos afortunada, dependiendo del
día o de los hados que la inspiran. De modo que, definitivamente, he desistido
de mi primera tentación estimulado por un párrafo, que recuerdo de mis años
mozos cuando traducía a Cicerón, con el que he encabezado esta entrada, que me
ha puesto definitivamente en la pista de la escritura.
Aspe, restaurante A. Mira |
Aspe
era ayer, 18 de diciembre, dos días antes de la jornada que cambiará el mapa
político de este país –pase lo que pase-, el centro de todas las miradas.
Antonio nos emplazó en una cafetería ubicada en una calle umbría, que
colisionaba frontalmente con el primaveral día que amaneció. De modo que cambió
el tercio sobre la marcha y nos congregó en el kiosco Los columpios, junto al mercado de abastos. Allí cayeron las
primeras cañas, acompañadas de un excelente fuet
y unas aceitunas y ‘tostas’ sabrosísimas. Agotado el estreno, un corto
paseo nos llevó al bar Solera, rótulo
que acreditaron sus dueños ofreciéndonos unos bocaditos de merluza
sensacionales, acompañados de chirlas
y clotxines en su punto. Fiti y Gil,
amigos de Antonio, nos acompañaron en este preludio, avalando que la bonhomía
de nuestro amigo no es asunto excepcional en esta población.
La encrucijada
sociopolítica en que nos encontramos me ha hecho rememorar a un clásico, Marco
Tulio Cicerón, un intelectual destacadísimo y, sin duda alguna, uno de los
mejores oradores romanos. Justamente en la tesitura que atravesamos, me
interesa subrayar algunas de sus reflexiones sobre la amistad, que definió como
uno de los grandes referentes que enlazan la virtud cívica y los intereses
personales del ser humano cuando interactúa con la comunidad a la que pertenece.
Hoy me parece especialmente relevante recuperar el sentido del término ‘verdad’,
según el modelo estético de la amicitia que propone Cicerón,
porque ello supone dimensionar en su forma más trascendente la disposición
humana a la comprensión hermenéutica y a la empatía con los semejantes. Sinceramente,
creo que Cicerón diseccionó a la perfección la razón de ser de una de las
relaciones interpersonales más comunes e importantes.
La
amistad es la más política de las virtudes. La verdadera amistad, la que supera
los horizontes de la utilidad o del placer, educa en la virtud y en la verdad,
de tal forma que se convierte en instrumento de conocimiento de uno mismo y del
otro. De ahí deriva su interés para la construcción de las relaciones humanas. La
identidad compartida emerge así como una obra que hace posible la vida común de
quiénes somos diferentes y, a la vez, sustancialmente iguales.
Antes
y después de Cicerón, muchos han reflexionado sobre la amistad. Aristóteles o
Montaigne son referencias indispensables, pero yo me quedaré hoy con alguien
más superficial y menos trascendente, Tahar Ben Jelloun, un escritor marroquí que ha dicho, por ejemplo,
que “las heridas de la amistad no tienen consuelo” o que “la amistad que
se lee en las caras y en los gestos se vuelve pradera dibujada por un sueño en
una noche larga de soledad”.
Gentes
como Ben Jelloun nos demuestran que para hablar de amistad hace falta
proveerse de cierta impudicia. Nosotros la poseemos habitualmente desde
hace muchos años. Y la evidenciamos en ágapes como el de ayer, en la carpa del
restaurante Alfonso Mira, mientras ingerimos inagotables aperitivos y un arroz
con conejo y caracoles (mejorable según el anfitrión, excelente en opinión de
la mayoría), regados con un vino tinto más que aceptable. O discutiendo
abiertamente de política, expresando nuestras discrepancias y comprobando, sin
explicitarlo, que ante la tesitura del 20 D podemos lograr un quíntuple empate,
aportando el 20 por ciento de los sufragios a la práctica totalidad de las
opciones que se ofrecen. O, por otro lado, estando seguros de que, si de
nosotros dependiese, no habría problema alguno para acordar lo mejor para todos
el mismo lunes por la mañana.
Solo
hay un remate posible a semejante bienestar: cantar distendidamente y a la
intemperie las viejas letras de León Felipe, Antonio Machado, Atahualpa Yupanki
o Lluís Llach, acompañados de unas copichuelas bien servidas por el veterano Teodoro, con Antonio
Antón a la voz y a la guitarra, y con los demás haciendo lo que podemos. Solo
así la luna creciente logrará echársenos encima y decidirnos a marchar. Pero
volveremos pronto. Esta vez Alicante será nuestro destino.
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