Cuando
estudiábamos bachillerato, los profesores de Física nos enseñaron en qué consiste
el equilibrio y cuáles son sus tipos. Nos decían que un cuerpo se halla en
equilibrio estable cuando su centro de gravedad está por debajo del punto de
suspensión; lo que significa que, si se aparta de su posición de equilibrio, vuelve
al lugar que antes ocupaba por efecto de la gravedad. Sin embargo, si el centro
de gravedad está por encima del punto o eje de suspensión ese cuerpo se hallará
según ellos en equilibrio inestable; de modo que en tal situación, si es
apartado de su posición de equilibrio, se alejará por efecto de la gravedad.
Por último, nos decían que el equilibrio de un cuerpo es indiferente cuando, cualquiera
que sea su posición, al moverlo permanece en ella, debido a que su centro de
gravedad coincide con el punto de suspensión.
Lo
anterior, que no sé si viene a cuento, lo interpreto como otro impredecible resultado
de los desvaríos que involuntariamente me asaltan de vez en cuanto, a los que
no encuentro manera de sustraerme. Últimamente, cuando sucumbo frente a ellos, suelo
pensar que la gente de mi generación hemos llegado a un extremo en el que nuestro
equilibrio vital se sustenta en apenas nada. Una analítica, una llamada telefónica,
la conversación con un vecino o una indisposición sin aparente importancia hacen que nos cambie la
vida casi irreversiblemente. Ni siquiera de la noche a la mañana, en tan sólo
unos segundos pasamos de estar perfectamente, de disfrutar una vida placentera,
relajada y tranquila a otra situación disparatada, en la que todo se trastoca y
se estropea, haciéndonos exclamar aquello de: ¡joder, la hemos cagado!
Cada
vez son más frecuentes las constataciones que nos ponen en la pista de la
precariedad en que estamos instalados. Tal vez por ello, en la medida que
podemos, huimos de los diálogos trascendentes que apuntan a un disparadero del
que intentamos escapar a toda prisa, evitándolo casi a cualquier precio. A poco
que reflexionamos, advertimos que el nuestro es un equilibrio vital precario que, si embargo, nos permite ser autónomos, pensar y hacer casi cuanto nos
apetece, disfrutar de un bienestar que consideramos bien ganado tras años de
trabajo y esfuerzo, gozar del cariño de nuestros hijos, nietos, amigos, etc.
etc. Resulta tan gratificante complacerse en este estado de cosas, que incluye viajes, ‘quedadas’ y tertulias con los amigos, práctica de aficiones…,
que aborrecemos cualquier alternativa que amenace con la precariedad y la privación,
con la limitación, en suma, de un bienestar que consideramos legítimo y
sobradamente merecido.
En
las tertulias de café o en las pláticas callejeras no es infrecuente una
cantinela que subraya lo obvio y que se resume en que nos queda mucho menos
trayecto por recorrer del que hemos recorrido; que antes que después
sobrevendrá el indeseado momento en que dejaremos de disfrutar de lo que tenemos
y emprenderemos un viaje sin retorno, cuyos acompañantes habituales suelen ser
la precariedad física e intelectual, la desilusión, la incertidumbre y, también,
el sufrimiento y el miedo.
Me
sorprende haber llegado hasta aquí y continuar verificando lo maleducados que
estamos. Al menos yo lo estoy, y mucho. Contrasto con asombro lo poco que he
perfeccionado la educación de mi carácter y de mis emociones, de la misma
manera que advierto en la gente una incapacidad muy generalizada para gestionar sus
estados anímicos. Hasta quiénes son reconocidas como personas inteligentes parecen
auténticas desgracias cuando se desvelan sus aristas sentimentales. Probablemente,
la mayoría hemos alcanzado este estadio vital rematadamente ineducados,
incapaces de tomar justa conciencia y de ponderar el punto exacto en que nos hallamos,
con manifiesta incompetencia para vislumbrar el inmediato futuro y aceptarlo
con naturalidad.
Todos,
o casi todos, nos rebelamos irracionalmente contra lo que consideramos
indeseable e inmerecido. Y, sin embargo, tenemos todas las de perder porque
estamos próximos a finiquitar un proceso tan irreversible como intransferible que, además, está más contiguo que lejano. Y tal vez fuera lo más saludable cifrar nuestras
aspiraciones en que la fortuna nos depare un tránsito súbito y breve, que nos ahorre la angustia de un aprendizaje tedioso, que parece imposible. Pero en cuestiones de vida y muerte creo que la mayoría somos –o
nos han hecho– extremadamente torpes y reacios al aprendizaje y, consecuentemente, tan poco
realistas como inmaduros emocionales. En mi caso, imagino, sin fundamento alguno, que tal vez sea consecuencia de
que tengo mi centro de gravedad situado permanentemente encima del eje sobre el que hipotéticamente estoy suspendido. Quizá por ello siempre acabo preguntándome si realmente es posible aspirar a –o incluso, si merece la pena– ser inteligentes en semejante
trance.
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