Hoy,
como la mayoría de los días, tras descabezar una pequeña siesta he emprendido
mi paseo vespertino. Después de atravesar las calles que llevan a la Rambla, me
he adentrado en “el Barrio” y he atrapado con mi teléfono algunas instantáneas
de miradores y balconadas, de muros y ventanas, de cenobios y reliquias de
‘arte parietal’. También he inmortalizado al guardián moro imperturbable que
corona el Benacantil, que siempre mira hacia el sur y que conmueve mi mirada
cada vez que lo veo recortado sobre el cielo que lo circunda. El recorrido me
ha llevado a la calle Villavieja y después, sin solución de continuidad, a la
de Virgen del Socorro, que surge cuando se quiebra la curva en que se erigía
antaño el Torreón de la Puerta Nueva o de S. Sebastián, hoy arrumbada morada de una colonia de gatos mal
alimentados por señoras bienintencionadas, que parece que hacen más daño que
otra cosa. Allí he dejado atrás el enjambre de casas y callejas y he avistado, entreverada
entre las ramas de los magnolios que embellecen los muros de piedra tosca que
rematan la vertiente del monte que se vuelca sobre la carretera N-332, una mar
inmensa, plácida y plateada.
Playa del Postiguet, enero 2016 |
He tomado
la curva que describe el paseo de Gómiz cuando remata el final de la playa del
Cocó para dirigir mis pasos hacia la escollera del puerto. Apenas había
enderezado mi rumbo en esa dirección, cuando he sentido una atracción
irrefrenable por la mar, por una mar que se me ofrecía tan inmensa como mansa,
tan seductora como plateada, tan pacífica como gigantesca. En todo caso, una
mar que me parecía lascivamente atrayente e inmisericordemente amorosa.
No
he podido evitar la tentación de acercarme a ella con presteza y verticalidad, como
se atienden las llamadas que no es posible desoír. En apenas veinte o
veinticinco zancadas estaba en la orilla de la playa del Postiguet, una superficie
que hacía más de veinte años que no pisaba. La playa de Alicante por
antonomasia. Un litoral milenario, visitado, recitado, querido y revisitado
millones de veces. Una ribera que esta tarde ofrecía una arena compactada por
efecto de la lluvia, que había lixiviado sus granos, apelmazándolos y conformando
su superficie como una sucesión casi infinita de pequeñas dunas selenitas,
quebradas de tanto en tanto por pisadas descuidadas de gentes que como yo se
habían adentrado en ella, seguramente abducidos también por un candor compartido.
He mirado
mis zapatos, que aprisionaban las arenas y se hundían en ellas. He
levantado la vista y he descubierto agazapada entre los nubarrones a una luna
creciente perfecta, que me ha hecho cerrar los ojos e imaginar que me quitaba calzado
y calcetines y chapoteaba con mis pies en las aguas, truncando las pequeñas
olas que rompían en la orilla con pequeños borbotones de espumas transparentes
y níveas. Durante unos minutos he jugando imaginariamente con el devenir de las
ondas y con el titilar de las luces de las farolas y de los anuncios, que se
proyectaban en la superficie especular de la mar. Me he sentido objeto de la
mirada curiosa y sorprendida de algunos espectadores anónimos que discurrían
por el paseo. Y así, preso de este soñado e infantil frenesí, he avanzado
decenas de metros corriendo por una orilla que me parecía infinita. En mi
alocada carrera me he cruzado con algunos pescadores circunstanciales que
intentaban atrapar lubinas con señuelos blanquecinos que pretendían confundir
con la espuma de las olas. Apenas unos minutos después, mis acompasados pasos
me habían transportado a las proximidades de la escollera. Allí, el ámbar de la
luz de las farolas y las irisaciones de los neones de los rótulos de los
hoteles colindantes me han rescatado de la ensoñación y me han devuelto a la
realidad. El día se quebraba definitivamente y empezaban a retirarse las gentes
de unas calles inusualmente gélidas.
Un
breve discurrir por la orilla del muelle me ha llevado a la plaza Correos. He
sorteado los tres escalones que dan acceso a la peana que ocupa su epicentro,
que han colonizado espuriamente y en exceso los negociantes de la zona. Pese a
todo, todavía es posible encontrar un banco férreo en el que descansar unos
minutos mientras admiras la enormidad de los ficus y magnolios o la imponente altura
de los olmos y las brunas y enigmáticas oquedades de sus troncos. Todavía es
posible escuchar el crepitar de las hojas otoñales que parecen lamentarse cuando
las aprisionan las suelas de los zapatos de los viandantes. Aún se pueden
contemplar las aciculares hojas de las palmeras y las araucarias recortándose
en el cielo oscurecido de un crepúsculo que cubre plácidamente una ciudad que
empieza a vivir otro fin de semana.
Una ruta detalladamente descrita en un estilo de tinte azoriñano.Un vocabulario rico y colorido.Me ha gustado.Diego
ResponderEliminarMe alegra que te guste. Gracias por tus elogios. Un saludo cordial.
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