A
principios del pasado diciembre, Adela Cortina nos obsequió con un pequeño
artículo incluido en el suplemento Ideas,
que trae los domingos el diario El País.
Su título Ética, no sólo cosmética me
resultó sugerente y me indujo a ojearlo de inmediato; cosa normal en mí, porque
suelo leer cuanto firma la profesora. En aquel momento me produjo un impacto
positivo y me motivó alguna reflexión que dejé de lado provisionalmente. Hoy
vuelvo a revisitarlo para evocar algunas de aquellas ideas y también las
conjeturas que abandoné hace aproximadamente mes y medio.
En una
de las reflexiones centrales del artículo, la profesora Cortina se preguntaba
si la crisis que vivimos desde hace casi una década ha contribuido a que
hayamos aprendido algo acerca de las formas de crecer y de producir. También se
autointerrogaba sobre si hay que seguir creciendo ilimitadamente o, dicho de un
modo más preciso, sobre si habíamos aprendido algo que nos pudiese ayudar a
materializar mejores formas de desarrollar nuestras vidas. Presumía que una
situación de crisis tan duradera, a priori, parece una ocasión inmejorable para
intentar convertir en oportunidades algunos de los problemas que ha generado. Y
añadía que hasta los economistas más liberales han reconocido explícitamente
que las causas de la crisis no sólo han sido los ciclos económicos -que casi
unánimemente se aceptan como determinantes incontrovertibles e inevitables-,
sino también otras actuaciones, de carácter ético, que es posible revertir o cambiar,
porque está en nuestras manos la capacidad de hacerlo. Enumeraba algunas, como
la opacidad de las prácticas bancarias, empresariales y políticas, el fracaso
de los mecanismos de control de las finanzas, la nula profesionalidad de quiénes
han guiado sus conductas por incentivos perversos, etc., etc. Pero tal vez más
preocupante que estas conductas de las élites (que son reprobables y que deben
preocupar, sin paliativos) es que se ha extendido al conjunto de la población su
“no ética”, imponiéndose la práctica de la corrupción, la primacía del 'cortoplacismo' en cualquier enfoque vital o el fracaso de los modelos de vida consumista.
Es verdad
que las administraciones han adoptado medidas para acotar los despilfarros y las
malas praxis que impregnaron los años que precedieron a la crisis, de la misma
manera que proliferan los pactos contra la corrupción que intentan poner coto a
tamaño dislate. Pese a ello, la pregunta que se hacía Adela Cortina, que
suscribo plenamente, es si las buenas intenciones de las mentes biempensantes han calado en la vida cotidiana de los ciudadanos de a pie, si se trata de
medidas o pretensiones de carácter transformador, ético y profundo, o son
simples retoques cosméticos que apenas alcanzan la epidermis del tejido social.
La profesora
se mostraba pesimista, asegurando que las formas de vida consumistas han
cambiado poco y que no parece que vayan a hacerlo en los próximos tiempos
porque en ellas se unen el hambre y las ganas de comer, o dicho más
precisamente, las motivaciones personales y la dinámica económica. Comparto
plenamente su punto de vista.
Es
incontestable que el afán de emulación está en la médula de las actitudes
consumistas. Ese anhelo es el impulso que nos lleva a imitar a los otros. No
hace muchos años esos otros eran casi exclusivamente la clase dominante y
ociosa. Sin embargo, hoy, el objeto de imitación se ha expandido a una cohorte
inmensa de personajillos (cantantes, protagonistas de la prensa del corazón,
deportistas, famosillos y menos, etc.) Cualquiera desea consumir lo que les ve
consumir. Y no solo eso. Es mucho más preocupante que a menudo esos deseos llevan
aparejados sentimientos de justicia o injusticia que se sintetizan en una reflexión:
si ellos lo tienen, ¿porque no debo tenerlo yo? Obviamente, de ahí a convertir
el deseo de consumir en un derecho de las personas apenas hay un paso. Y lo que
es más, frecuentemente, se reclama como una exigencia irrenunciable para
garantizar la igualdad de todos.
A
esta pulsión se suman otros afanes (sentirse a gusto con un una nueva imagen o
con un coche nuevo), a los que se superpone la moda de seguir los consejos de
una nueva especie de predicadores que comparten un discurso machacón: debes
quererte más, darte más gustos, cuidarte más… Y a todo ello hay que añadir una
nueva recomendación: todo debe ser divertido, dejémonos de dramas y monsergas
que lo que hay que hacer es pasarlo bien; lo que interesa es lo que nos
divierte, aunque la lógica que nos gobierna haga que algunos estemos agotados de tanto trabajar, muertos de sueño, o que todos hayamos
perdido nuestros derechos o nos paguen por nuestro trabajo una miseria.
A lo dicho, se juntan las ganas de comer. En el siglo XVIII, Adam Smith sostenía que
el consumo es el fin de la producción. Pues mira por donde, a estas alturas de
la película, medio y fin han intercambiado sus roles: el consumo no es el fin de la
producción sino su condición sine qua non. Ahora resulta que es el consumo el que impulsa la
producción y, por ende, el que posibilita que haya empleo, salarios, crecimiento, bienestar, etc. ¡Vivir para ver!
Las metas que hoy tenemos los ciudadanos, que se concretan esencialmente en pasarlo
bien y consumir, ni son nuevas formas de vida ni parece que sean aprendizajes
fruto del escarmiento de la crisis. Ello no tendría más relevancia si no fuese
porque tales objetivos nos pueden sumir más profundamente en ella (o llevarnos a otra más drástica), y
lo que es mucho peor: son radicalmente incompatibles con el más elemental
sentido de la justicia y de la solidaridad.
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