viernes, 29 de mayo de 2020

Más allá de la pandemia

En ocasiones he deducido que en el imaginario de la gente de mi generación, la que integramos quienes nacimos durante los años que cerraron la década de los cuarenta e inauguraron la de los cincuenta, operan dos variables que han condicionado ingénitamente nuestras vidas, casi hasta que nos ha sorprendido la Covid19.

La primera de ellas es el franquismo y cuanto representa para al menos la mitad de los ciudadanos del país. Veintitantos años soportándolo y cuarenta más de engullir los epítomes posfranquistas –aunque ni ambos, ni todos, pueden calificarse de la misma manera– parecía vacuna más que suficiente para inmunizarnos contra toda suerte de desgracias. Nos lo decían los mayores y lo comprobamos en nuestras carnes.

El segundo factor, que en cierto modo se deduce de la variable anterior, es la convicción –ampliamente compartida por mis iguales– de que cualquier tiempo pasado fue peor, pues no en vano veníamos de la gran precariedad, de un enorme infortunio y de un oprobio de hambre, miedo, represión y muerte. Pocos dudábamos de que cuanto nos sucedía o pudiera acontecernos difícilmente empeoraría aquello de lo que procedíamos. Tal vez inconsistentemente, inauguramos un camino de progreso que, en cierta medida, ha ido evolucionando paralelamente a nuestras vidas. Tan prolongada escalada ha conocido intervalos críticos, sin duda, que nos han advertido de que la vida no es un camino de rosas. Sin embargo, nada equiparable a la magnitud de la calamidad que nos asola hoy.

Lo que sucede nos interpela con una intensidad inédita, en tanto que individuos y también como especie. Aunque lo olvidemos frecuentemente, la historia nos recuerda machaconamente que las situaciones adversas forman parte de nuestras biografías. Por tanto, deberíamos tener presente que, además de los desafíos personales que suponen, inducen obligaciones ciudadanas para encontrar sentido a lo que acontece y coadyuvar, en la medida de nuestras fuerzas y posibilidades, a la mejora de las condiciones vitales que a todos atañen. Ahora, en el fragor de la pandemia, y después, en los escenarios que se sucederán en el mundo postpandemia.

Me equivoqué al estimar que el franquismo y sus epítomes nos habían inmunizado contra toda suerte de desgracias. Ni lograron vacunarnos a la inmensa mayoría, ni fueron extirpados jamás de las instituciones y de los dominios de los poderes fácticos del Estado. Ahí siguen, vivos y coleando. No hay más que prestar atención a la última refriega en el Ministerio del Interior, a propósito del cese de un coronel opusdeísta de la Guardia Civil, para comprobarlo. Las crisis del siglo XXI, provocadas por el neoliberalismo galopante, atroz e involucionista, han contribuido significativamente a reverdecerlo. Cada quince días tenemos oportunidad de comprobarlo en las tribunas parlamentarias y diariamente en alguna céntrica calle de determinadas ciudades, especialmente del barrio que diseñó el malagueño Marqués de Salamanca para ensanchar Madrid, que ofrecen pasto a espuertas a una pequeña y ruidosa legión de mangantes digitales, que llenan las RRSS de proclamas y mentiras, cada cual de ellas más ignominiosa.

También me equivoqué al estimar que mis coetáneos consideraban, como yo, que cualquier tiempo pasado fue peor. No, definitivamente, no lo fue. Es incontestable que la inmensa mayoría de quienes integramos la generación a la que pertenezco hemos vivido mejor que lo hicieron nuestros padres, como no lo es menos que demasiados de nuestros descendientes parecen condenados a vivir peor que lo hicimos nosotros. Para más inri, largos lustros de recortes nos han dejado expuestos al escenario crítico del Covid19, que nadie podrá demostrar que es efecto que viene de aquella causa aunque esté más que acreditado que es realidad que afecta infinitamente más a quienes menos tienen.

De modo que se agotó el tiempo del pensamiento débil. Es hora de impulsar las políticas públicas, de aumentar el gasto y el empleo públicos, y de asegurar la solvencia y viabilidad de sectores esenciales, como el sanitario y el de los cuidados. Ello ayudará a paliar las enormes tasas de desempleo que está produciendo la parálisis de la actividad económica. No se trata de una ocurrencia, ni de una opinión personal. Existe un amplio consenso entre las oligarquías financieras y económicas de ambos lados del Atlántico norte –también entre los gobiernos– sobre la necesidad de incrementar significativamente el gasto público. El debate no se centra sobre la pertinencia de una exigencia ampliamente compartida sino sobre cuales son los sectores en los que se debe intervenir y cuando hacerlo. Frente a esa realidad, las alternativas progresistas priorizan la inversión social, simultaneada con la reconversión del sector industrial para hacerlo más sensible a las exigencias del bien común. Obviamente, los más involucionistas defienden que lo prioritario es satisfacer las necesidades del mercado, condicionadas por la capacidad adquisitiva de los consumidores. En todo caso, cada vez es más amplio el acuerdo acerca de que es imposible seguir con un sistema de privatizaciones y políticas de inversión pública sesgadas hacia los intereses de los grupos socioeconómicos que favorecen a los gobiernos, desestimando el daño que causan a la calidad de vida y al bienestar de amplios sectores populares.

La enorme tasa de paro que se está generando exige que el sector público emprenda políticas de empleo masivo. Insisto en que no lo digo yo, que nada sé de Economía, lo están pidiendo gente de enorme prestigio como Paul Krugman, Joseph Stiglitz y una larga lista de premios nobeles. La formidable crisis económica y social en que estamos inmersos requiere una intervención masiva del Estado, de todas las administraciones públicas, para mitigar la precariedad e intentar paliar el desempleo, que alcanzará niveles elevadísimos y deteriorará muy gravemente la calidad de vida de la mayoría de la población.

Además de reponer y mejorar los estándares de los servicios sanitarios y sociales, es urgente que el Estado active el empleo en otros sectores. Me parece que puede actuar significativamente en tres ámbitos: apoyando la recuperación de las empresas, incentivando la creación masiva de puestos de trabajo en los ámbitos sociales y en la transición energética, y reduciendo significativamente el tiempo de trabajo de cada persona ocupada.

A ello añadiría que se debe apostar por financiar la ciencia básica, garantizando la investigación en ramas del saber cuya rentabilidad no tiene inmediatez, pero es enorme en el largo plazo y en las épocas críticas. Ninguna estructura o institución lucrativa invertirá en ciencia básica porque sus beneficios, diferidos en el tiempo, jamás serán factores de motivación para quienes se guían exclusivamente por la rentabilidad cortoplacista.

Otro aspecto que en mi opinión tampoco puede descuidarse es la soberanía tecnológica. En el siglo XXI, en épocas de confinamiento como la que vivimos, deshabitamos las calles para transitar los espacios digitales, que no conviene olvidar que son ámbitos de gestión privada, cuyas normas de participación deciden ciertas corporaciones y no la ciudadanía. Debemos ser conscientes de que la ciudadanía digital está privatizada, incluso las dimensiones que corresponden a las entidades públicas (muchos centros educativos utilizan, por ejemplo, la suite de Google y otras para ofrecer sus clases, y todas ellas han sido autorizadas para almacenar y vender datos a terceros). Unas prácticas que pueden ser extremadamente peligrosas en ámbitos como la educación y la sanidad. Por tanto, recuperemos el interés por el software libre, que siempre será menos intrusivo con la privacidad. Por último, una mención a la exclusión. Claro que vivimos en la sociedad digital, pero no puede olvidarse que el acceso a las nuevas tecnologías no está garantizado para la totalidad de la población. Por tanto, atención, también, a la brecha y a la exclusión digital.

Verdaderamente, hay mucha tarea por delante. Y los del ruido, pues qué decir: ¡ya está bien! Debían plantearse arrimar un poco el hombro. Pero tal vez sería más interesante que quienes los jalean y los votan tomasen conciencia de lo que hacen y dejasen de reírles las ocurrencias. Y que quienes tienen la responsabilidad de asegurar los derechos y la igualdad de todos los ciudadanos, acabasen con su impunidad. Tal vez sea ese el punto de partida adecuado para reconsiderar la vigencia de mi hipotético imaginario.

viernes, 22 de mayo de 2020

Erika

La muerte de Erika Mejía el pasado domingo, 17 de mayo, nos ofrece al menos un par de lecciones que no deberíamos olvidar. La primera de ellas es la violencia con que acomete el Covid-19, un virus que se ceba con algunas personas tan poderosamente que las deja inermes y las condena a perecer irremisiblemente. Hasta hoy sus víctimas son mayoritariamente gente mayor, pero también se lleva por delante a jóvenes como Erika, una mujer que ya no celebrará su 38 aniversario. Por tanto deberíamos acordarnos de que el Covid19 sigue activo y matando. Insisto en la comparación que han hecho algunos: tres meses después de iniciada la pandemia en España, cada día muere por coronavirus un número de personas equivalente a las víctimas que produciría el desplome de un avión de tamaño medio. Así pues, desde que se inauguraron las estadísticas se han precipitado al vacío 140 aviones, cada uno con 200 pasajeros. Y tampoco puede olvidarse que muchos de ellos y ellas han muerto solos, desasistidos, como perros abandonados. Una indignidad que no debería volver a suceder. Así pues, recordémoslo: tras tres meses de enfermedad y muerte, de confinamiento y miedo, nadie está libre de contraer el virus, ni de sufrir su encarnizamiento y de morir. O lo que puede ser peor, de sobrevivir con gravísimas secuelas.

Claro que a todos nos alegra el inicio de la desescalada y lo que ello significa, que es tanto como recuperar parte de la libertad de movimientos, reincorporarse tímidamente al trabajo, reencontrarse con familiares y amigos, ir a comprar algo distinto de medicamentos y víveres o visitar la peluquería. Sin embargo, la alegría por la interrupción parcial del confinamiento, la aparente recuperación de la normalidad, no debe confundirnos haciendo que nos relajemos más allá de lo inevitable. Todas las precauciones son pocas para eludir una enfermedad que es letal, también para los jóvenes que disfrutan de las terrazas de los bares y para los niños que juegan en las calles y ciertos espacios públicos. Y aunque no fuese así, la solidaridad intergeneracional nos obliga a todos: hoy por ti, mañana por mi. Nadie es autosuficiente ni está exento de que le sucedan desgracias y calamidades: ni en todas las facetas, ni durante toda la vida. De modo que deberíamos exigir que a los olvidadizos y a los proclives a las conductas laxas y renuentes se les aplicasen con rigor los siempre efectivos resortes del conductismo: refuerzo de las conductas positivas, disuasión, y, finalmente, sanciones y privación de derechos. Me parece que no hay otra: o nos autorregularnos o alguien debe motivarnos a hacerlo, porque sin regulación, en el territorio donde algunos ansían disfrutar de una malentendida libertad (que es exclusivamente la suya, porque la de los demás les importa un bledo), es imposible desarrollar la vida social civilizada.

La segunda lección que deberíamos aprender y no olvidar es la necesidad de defender la grandeza de nuestro sistema público de salud y el privilegio que supone disfrutar de él. La constatación de lo que ha sido capaz de llevar a cabo en los últimos meses debe conducirnos a reivindicarlo con mayor denuedo y a exigir los recursos necesarios para asegurar su solvencia, desde la disponibilidad de instalaciones e instrumental sanitario hasta la dignidad de las condiciones laborales que afectan a su personal y sus retribuciones. Por más que lo nieguen interesadamente, es indiscutible la merma de recursos que ha ocasionado la política de recortes sistemáticos y privatizaciones desarrollada por los gobiernos conservadores durante la última década. Sin embargo, pese a ello, sigue siendo una de las sanidades punteras del mundo, que además se rige por unos códigos deontológicos que poco tienen que envidiar a los demás. Recordemos si no la monumental movilización de recursos que se produjo para trasladar a Erika desde el hospital de Guadalajara, donde se hospitalizó inicialmente, hasta el Hospital Puerta de Hierro de Madrid. Ambulancias, helicóptero, policías, sanitarios. Un pequeño ejército sanitario y logístico, para reubicar un cuerpo muy maltrecho desde un sanatorio que había agotado todos los recursos para tratarlo hasta otra instalación mucho mejor dotada, con el loabilísimo objetivo de salvar la vida a una persona joven, para la que se aventuraba una prospectiva favorable, con independencia de quien fuese. Fue tal el despliegue que hubo que planificar y poner en acción para realizar el traslado que algún testigo llegó a decir algo así como: “debe tratarse de una persona importante”. Pues bien, esa persona era ni más ni menos que Erika Mejía, una ciudadana hondureña, residente en nuestro país, contratada a media jornada para atender los cuidados que precisaba una persona mayor, con un sueldo que puede imaginarse, y unos recursos y condiciones de vida humildísimos. Ella, como cualquier otro ciudadano, tuvo acceso a los medios de una sanidad que es puntera en el mundo, ejercitando un derecho al que no debemos renunciar. Más allá de los sistemáticos aplausos al personal sanitario a las ocho de la tarde (que ya se están encargando algunos de desactivar), cuando esta pandemia se mitigue debemos recordar lo sucedido y exigir la restitución de los recursos que garantizan una sanidad pública modélica.

El derecho a tener derechos no puede supeditarse a la hegemonía del mercado porque ello incrementa el riesgo de que se nos pierda el respeto a los ciudadanos. Si consentimos que se equipare a las personas con las mercancías y el dinero habremos dado carta de naturaleza a un monstruo que no conoce patria ni piedad, y que no solo acabará con nuestros derechos sino que también negará toda forma de esperanza a las futuras generaciones. De la misma manera que no todo es permisible en tiempos de bonanza, tampoco lo es en los períodos críticos. Y desde luego muy especialmente cuanto atenta contra toda forma de humanidad y solidaridad.

domingo, 17 de mayo de 2020

Recuerdos

Durante estas semanas de confinamiento imagino que, como otros muchos, he compartido centenares de fotografías, videos y archivos de toda índole. Ayer, sin ir más lejos, reenvié a un grupo de whatsup una presentación conformada con viejas fotografías de Elche, que alguien me envió previamente. Los comentarios han sido un unánimes: emocionante, es el calificativo que subsume el conjunto de las opiniones.

¿Qué seríamos sin los recuerdos? Apenas nada. Somos inconcebibles sin ellos, pues representan lo que somos. No en vano nos ayudan a decidir y nos impulsan a actuar y a sentir como lo hacemos. Y es que todo recuerdo lleva aparejadas una o varias emociones, que son su componente principal, pues no existen recuerdos desvinculados de las vicisitudes que estas despiertan o sugieren, que son como señales que avisan de que nos suceden cosas importantes o que afectan a nuestras relaciones sociales. Sin las emociones sería imposible asegurar algo indispensable como es el necesario diálogo con nosotros mismos. Ciertos recuerdos vienen de la mano de algunas de las más potentes, como lo son el miedo, la ira, la nostalgia o la felicidad. Y son esos, precisamente, los que perduran más en la memoria, pues no en vano las emociones nos ayudan a aprender de las vivencias, facilitando que tomemos las decisiones adecuadas cuando estamos frente a encrucijadas y dilemas, coadyuvando a que escojamos las soluciones que proporcionan logros satisfactorios.

Sabemos que recordarlo todo es imposible, y justamente por ello la memoria es selectiva. Recordamos cosas porque una determinada situación, una imagen, una pieza musical o cualquier otro estímulo favorece que volvamos al recuerdo. En un momento determinado, esa situación concreta es la que activa y nos vincula a una evocación interesante. De hecho, pesa más el aprendizaje que extraemos de los recuerdos que ellos mismos, pues nos permite diferenciar lo que nos beneficia de lo que nos daña y, en consecuencia, nos ayuda a elegir el camino que conduce al bienestar. Es lamentable que una gran cantidad de significativos recuerdos, especialmente los más antiguos, y muy singularmente los relativos a la infancia, se diluyan con el paso del tiempo. Y también que, en los que perviven, cueste discernir entre los que corresponden a vivencias reales y los que son puras imaginaciones.

Decía que la memoria es selectiva. Efectivamente, se recuerda mejor lo que tiene mayor significado. Cuando evocamos, no actuamos como lo hacen los aparatos electrónicos reproduciendo lo que nos sucedió con exactitud, más bien reconstruimos las situaciones, e incluso llegamos a  construirlas ex novo. Nuestro estado emocional, las preguntas que nos hacemos o nos hacen, el contexto cultural y otros factores influyen en los actos del recuerdo y condicionan sus resultados. Además, hay muchos tipos de memoria, hasta el punto de que debería hablarse de las memorias en plural, que, por otro lado, no debiera olvidarse que se complementan con el olvido. Porque si recordásemos por igual todas las impresiones sensoriales y cuanto hemos aprendido, experimentado o sentido, sería como no recordar. No cabe duda de que abstraer o deducir exige olvidar, lo que equivale a desechar o poner en segundo plano la información que valoramos como menos relevante.

Cuando los recuerdos son tales, y no quimeras, más que a alimentar trasnochadas nostalgias, contribuyen a acrecentar la sabiduría de las personas. Permiten, por ejemplo, valorar y disfrutar las experiencias que se han ido acumulando a lo largo de la vida, sin renegar de las dificultades, porque gracias a ellas se llega a ser quien se es a través de la fascinante dialéctica entre la suerte y la voluntad, que nos acompaña mientras recorremos el territorio de la existencia. Los recuerdos advierten también de que el trabajo humaniza, en tanto que es el tapiz sobre el que se ejercitan las habilidades personales. Aunque es innegable que muchas personas de nuestra generación y anteriores, erróneamente, hemos hecho del trabajo el centro de nuestras vidas, tal rémora no resta una pizca a su valor intrínseco, como utilidad que propicia que las personas nos realicemos y añadamos valor a las cosas cuyas transformaciones emprendemos y, por ende, a nuestra personal valía. 

Definitivamente, los recuerdos permiten conservar en la mente historias de coraje y fortaleza, de sonrisas y lamentos, de tiempos de bonanza y de otros que lo fueron menos. En suma, los recuerdos abrazan vivencias, experiencias y anécdotas que ansiamos recuperar y compartir, aún sabiendo que probablemente solo tienen interés para quienes los evocamos.

miércoles, 13 de mayo de 2020

Difícil, pero no imposible

Vengo aludiendo a la proliferación de adivinos, pitonisas, comunicadores, expertos y asesores, columnistas y especímenes varios, versados en prospectiva socioeconómica y política, que prodigan y airean sus certezas, presuntamente fundamentadas en incontrovertidos axiomas defendidos por plumas afamadas o autoridades institucionales y académicas, atributos que en absoluto son garantes per se de raciocinio o solvencia científica. En este orden de cosas, hace unos días atrajo mi interés un artículo que publicaba el diario El País, firmado por Mohamed El-Erian, jefe de asesoría económica en la macroempresa alemana de servicios financieros Allianz.

Este personaje, con amplísima y fructífera trayectoria personal en el ámbito de las finanzas internacionales, afirmaba en su escrito que muchos observadores están deduciendo que el golpe que el coronavirus está dando a las economías de sus respectivos países es peor que la carnicería que provocó la crisis financiera de 2008. Decía, por otro lado, que la nueva conmoción marcará a una generación entera y ya está poniendo a prueba no sólo la capacidad de gestión de los sistemas políticos y de las instituciones, sino también la potencia para la recuperación que tiene el conjunto de la sociedad. De ahí que considere que deben activarse políticas para evitar que las amenazas a corto plazo se conviertan en impedimentos duraderos y asegurar así la prosperidad económica inclusiva, la sostenibilidad y la estabilidad financiera. No debo alcanzar a desentrañar bien lo que intenta decir este buen hombre porque, en mi opinión, lograr eso es poco menos que alcanzar la cuadratura del círculo. Algo que en el mundo actual, en el marco del neoliberalismo radical en que nos hemos instalado a nivel global, me parece simplemente imposible.

Asegura, por otra parte, que las incertidumbres sanitarias, cuya duración nadie es capaz de prever, hacen muy difícil aventurar cuánto tiempo se prolongará la emergencia económica. Llega a suponer que algunas de las disrupciones coyunturales que se producen actualmente (desempleo con tendencia a la larga duración, quiebras de empresas, etc.) es posible que se instalen permanentemente en la economía de muchos países. De ahí que insista en que, si no se toman las oportunas medidas políticas, la productividad no tardará en caer. Incluso aventura que es posible que emerja una nueva era de desglobalización, con incidencia en determinadas cadenas de suministro locales y con el consiguiente aumento de las tensiones geopolíticas. También especula con la probabilidad de que aumente la concentración industrial y de que subsistan grandes empresas zombis, que se mantendrían vivas a base de medidas excepcionales de bancos centrales y gobiernos. Y todo ello se dará, según él, en un contexto de mayor confusión por el enmarañamiento creciente del sector público con el privado.

Comenta finalmente en su artículo que el consumo podría debilitarse por causa del desempleo, del descenso de los salarios y de la automatización. Por otro lado, aunque considera difícil estimar en qué medida aumentará el ahorro doméstico como forma de previsión, piensa que la rigidez en la combinación de oferta y demanda es otro lastre estructural que se añadirá al endeudamiento creciente de gobiernos, hogares y empresas.

De Economía apenas sé nada, y de geopolítica menos. Sobre gobernanza, teorías de las organizaciones y teoría social, así como sobre regímenes políticos y sus transiciones y evoluciones, sé aproximadamente lo mismo. Sin embargo, desde el atrevimiento que me procura la ignorancia, me aventuro a compartir algunas de las perogrulladas que me inspira la condición de ser humano reflexivo y de atónito ciudadano habitante de un mundo global, que comparto con siete mil ochocientos millones de congéneres.

La primera y la más importante de ellas es que la salud es el asunto principal de la vida. Si falla, todo lo demás deviene irrelevante. ¿Para qué se quieren el dinero, las propiedades y posesiones o la capacidad de influencia si no hay posibilidad de disfrutarlos? No es necesario buscar inspiración en películas de ciencia ficción o en las distopías relatadas por quienes imaginaron futuros inexistentes e indeseables. Circunscribámonos a lo sucedido en el último trimestre y comprobaremos inmediatamente que un ínfimo virus puede paralizar el mundo, ponerlo patas arriba y cuestionarlo por completo. ¿Alguien puede asegurar que se trata de un episodio circunstancial e irrepetible? En mi opinión –y en esto coincido con eximios conciudadanos que sí tienen acreditada su sabiduría, verbigracia, gente como S. Hawking, B. Obama, B. Gates, entre otros– la agresión sistemática que desde hace siglos venimos causando al Planeta, que en las últimas décadas se ha intensificado exponencialmente, nos aboca irremisiblemente a futuras y virulentas crisis, que muchos aventuran que serán cada vez más frecuentes y devastadoras. Hasta el punto de que se ha llegado a conjeturar que será una de ellas, y no una explosión nuclear, un meteorito u otro fenómeno provocado por la mano del hombre, lo que acabe con la especie humana. Ergo, no parece que el camino que seguimos nos conduzca al lugar adecuado para disfrutar placenteramente de nuestro bien más preciado. Insisto, no hay duda, la salud es lo primero. Y, por tanto, cuanto se invierta en ella será poco. Conclusión: no más recortes ni cicaterías en la inversión en investigación, prevención, infraestructuras sanitarias, médicos, medicinas… Punto y final de la tolerancia con los negocios que se lucran con la gestión de hospitales, cuidados a mayores, dependientes y atención social.

Segunda cuestión. Los discursos que escucho en las últimas semanas insisten en la necesidad de neutralizar rápidamente la crisis sanitaria para reemprender la vida justo en el punto donde la dejamos, sin replantearse otras cosas que no sean las exigencias al Gobierno para que dicte instrucciones básicas (limpiezas, desinfecciones, pantallas protectoras, mascarillas, distanciamiento) que hagan posible retomar la actividad productiva en la nueva normalidad. Para muchos la pandemia aparenta ser un fenómeno fortuito, lamentable, sí, pero que no reviste mayor relevancia. Se acota, se combate, se resuelve y punto pelota. Leo y veo en la televisión y en las RRSS a líderes políticos criticando sistemáticamente la estrategia gubernamental para la desescalada, sin que aporten una sola propuesta alternativa. Veo a Presidentes Autonómicos enfadados porque sus respectivas Comunidades no han alcanzado la fase 1, pareciéndoles que pierden una absurda carrera para lograr los primeros lugares en no sé qué ranking nacional de la estupidez. Escucho a empresarios, que aseguran estar en la ruina, presionando a las autoridades para que aceleren la vuelta a la normalidad, regateando rebajas en los requisitos higiénicos que deberán observar sus empresas y demandando ayudas y reducciones de impuestos, pero sin alterar un punto sus expectativas de negocio. Veo y leo noticias relativas a empresas de construcción, promotoras inmobiliarias, turoperadores, aerolíneas, restauradores, dueños de chiringuitos, gestores de apartamentos turísticos, todos clamando por la vuelta a la normalidad con carácter inminente, como si ello dependiese del poder de una varita mágica accionada por el Merlín de turno, capaz de revertir cuanto ha sucedido y devolver las fichas a la casilla de inicio retomándose así la acostumbrada normalidad. No creo que se precise ser un lince para deducir que es imposible revertir el desastre social, laboral, económico y personal que ha generado y seguirá produciendo la radical limitación de la movilidad de los ciudadanos y la paralización de buena parte de la actividad económica. Me temo que asistimos a fenómenos que no serán coyunturales sino que han venido para quedarse, como el desempleo de larga duración y la quiebra de multitud de empresas por la debilitación del consumo y otras disfunciones económicas. Por no mencionar el descenso de los salarios, las consecuencias de la automatización y el teletrabajo, el  estrepitoso endeudamiento de gobiernos, hogares y empresas, etc. En síntesis, nada será igual en el futuro por más que nos empeñemos en mirar para otro lado.

Tercero.  Aún considerando que fuese posible devolver las cosas al punto donde se encontraban antes de que se desatase la pandemia, está más que acreditado que el sistema económico neoliberal es incompatible con la sostenibilidad, pues impacta en los ecosistemas y arrasa los recursos de manera inconciliable con la viabilidad del Planeta, abocándonos, como han argumentado autoridades científicas reconocidísimas, a un cambio climático insoportable, que alterará las condiciones de vida de las especies, por no mencionar el paralelo agotamiento de las energías fósiles, las letales tasas de contaminación atmosférica, etc. Y todo ello para que un número progresivamente menor de personas acumulen incalculables beneficios a base de producir y distribuir bienes que no satisfacen ninguna necesidad básica y que suelen producirse deslocalizadamente en unas condiciones laborales indecentes e intolerables. Una de los extremos que ha evidenciado la pandemia a los ojos de muchísimas personas es que se puede vivir consumiendo muchísimas menos cosas de las que compramos habitualmente y, por tanto, que necesitamos menos dinero del que gastamos normalmente. De modo que, desde mi cortedad de miras, no veo la economía del Planeta creciendo al ritmo que lo hacía en los últimos años. Ni por capacidad de hacerlo, ni por conveniencia. Lo que ha sucedido en los últimos años ha contribuido enormemente a agrandar la desigualdad en la distribución de la riqueza y en el acceso a las oportunidades. Es más, incluso me parece que este es uno de los principales incentivos que ha instigado la polarización política que se ha instalado en muchas regiones del mundo.

De modo que, desde mi ignorancia, pero también desde mi irrenunciable derecho a opinar, me atrevo a aventurar algunas actuaciones que igual podrían tomarse en consideración. La primera de ellas es la contención. Creo que es una obviedad que debe ralentizarse la actividad económica, haciéndola compatible con una explotación más armoniosa de los recursos naturales, con la mirada puesta en la vida decente de las personas y la sostenibilidad del Planeta. Acabamos de comprobar el efecto que producen dos meses de parálisis productiva en los indicadores de la salubridad global, que alcanzan niveles que casi habíamos olvidado. La cuestión es si queremos vivir sanamente u optamos por seguir acríticamente la insaciable carrera del consumismo, desatendiendo las auténticas necesidades y contribuyendo a asolar el futuro de la Humanidad.

La segunda es la desactivación de la secular tendencia hacía la urbanización desaforada. Me parece que se impone la desescalada urbanística y la reocupación del territorio vaciado e incluso de otros más inhóspitos. Las megalópolis no son sino inventos de quienes jamás pensaron en vivir continuadamente en ellas, al menos no en las condiciones que lo hace el común de los ciudadanos. Son instrumentos para el lucro, que favorecen a quienes no persiguen otra cosa que especular u obtener el máximo rendimiento con la menor inversión, sojuzgando con sus servidumbres, problemas y dificultades a quienes residen en ellas, y hasta a quienes no. Además de contener su crecimiento, debería incentivarse la redistribución de la población y de los recursos en el conjunto del territorio planetario. Las grandes ciudades y las megalópolis fagocitan las inversiones, las instituciones y las empresas productivas, absorben los recursos de las zonas colindantes y generan agravios lacerantes con los territorios que las abastecen. A esa finalidad debieran aplicarse una parte significativa de los enormes recursos que tenemos. Si nos lo proponemos, podemos hacerlo y ello contribuirá a que vivan mejor las futuras generaciones. Recuperarán referencias, identidades, empatías y, en conjunto, valores imprescindibles para asegurar la auténtica civilidad y la convivencia.

La tercera es recomponer lo antes posible y con determinación la estructura económica del país. No podemos seguir dependiendo del monocultivo turístico y de lo que conlleva con relación a la construcción y a los servicios afines. Este producto estacional, dependiente de la demanda de terceros y sensibilísimo a factores coyunturales (epidemias, conflictos sociales, flujos comerciales…) no puede seguir teniendo el altísimo peso que tiene  en el PIB de este país. O diversificamos la economía o acabaremos pobres de solemnidad y esclavos del “no turismo” de sol y playa, que llegará. Existen decenas de alternativas: energías limpias, cuidados y geriatría para la población europea, agricultura ecológica, manufacturas a precio justo, suministros para atender las necesidades básicas de salud y alimentación, etc.

La cuarta es consolidar socialmente la relevancia de la política, en tanto que instrumento útil para matizar las pulsiones de la economía. Obviamente me estoy refiriendo a la política de escala, la que se escribe con letras mayúsculas, no a la que practican cada vez más a menudo instituciones menos representativas y  ciudadanos crecientemente mediocres. Está demostrado que la pulsión lucrativa del capitalismo socava profundamente la cohesión social, generando inestabilidad y multiplicando la desigualdad. El sistema capitalista sustituye la ética del trabajo por la estética del consumo, desprecia la cohesión social y busca crear el consenso en torno a la idea de que lo que importa es poder elegir en la rueda del consumo, desatendiendo las opciones redistributivas. Es imprescindible arrancar a la economía la gobernanza global y reasentarla en una arquitectura institucional con más recursos y capacidades, más transparente, justa y democrática, que contribuya a moralizar la acción cotidiana, a reorientar su rumbo, transitando desde la búsqueda del beneficio económico y la satisfacción de los intereses particulares al logro del interés común, que podría concretar el cumplimiento de objetivos definidos en nuevas constituciones más respetuosas con los derechos humanos que corresponden a los ciudadanos.

Soy consciente de la complejidad del mundo y de la pluralidad de intereses que acoge. Tengo conciencia de que son muchísimas las aristas que debe abordar la gobernanza universal. Pero toda gran empresa la integran pequeñas porciones sin cuya concurrencia es imposible alcanzar los grandes propósitos corporativos. Las reflexiones y propuestas precedentes no tienen otra pretensión que intentar concitar el interés de los lectores y motivarles a emprender sus propias reflexiones. Dicen que las crisis acarrean grandes dificultades pero también propician nuevas oportunidades. Ojalá que la pandemia que nos acosa represente un tiempo de oportunidad que impulse alternativas radicales para enfocar la vida planetaria desde perspectivas más saludables, sostenibles y justas para todos.

sábado, 9 de mayo de 2020

De la ignorancia y el atrevimiento

A resultas de todo este asunto del Covid-19 escucho todo tipo de argumentos. Pasados los primeros días, o mejor dicho, transcurridas las primeras semanas desde la declaración del estado de alarma, una vez asumido mínimamente el canguelo, las gentes, incluidas las muchas personas del común, pero también tertulianos, politólogos, analistas, virólogos, en definitiva, casi todo el mundo, empezamos a desinhibirnos y a opinar. Por fin lográbamos orillar, al menos aparentemente, parte de los miedos también la prudencia y el juicio y, llevados de nuestra proverbial e inveterada costumbre, la emprendimos a largar por nuestras bocas un irreflexivo torrente de ignorancias, de bulos y falsedades, inclusivo de centenares de aspectos desconocidos acerca de un fenómeno que se ha presentado inopinadamente, poniendo en jaque a la Humanidad. Una anomalía que no solo resulta incomprensible para la gente corriente (aunque ella crea lo contrario, pues ya es de aceptación general que cuanto se conoce a través de Whatsup o se consulta en Google no precisa de mayor análisis de autenticidad), sino que tampoco entienden los especialistas sanitarios que, pese al gigantesco esfuerzo de aprendizaje que desarrolla la comunidad científica internacional, aseguran que existen muchas más incertidumbres que certezas con relación al Covid-19. Y lo que es peor, que se desconoce el tiempo necesario para preparar y generalizar el uso de alguna solución estructural a tan atroz pandemia, llámese tratamiento farmacológico o vacuna.

No sé en qué momento exacto se declaró abierta la veda y emergieron por doquier ojeadores y tramperos, autoproclamados expertos y especialistas en inmunología, pandemias y planificación sanitaria. Es posible que no haya sido ajeno a tan prolija cosecha el lamentable ejemplo que han dado algunos responsables políticos, diciendo y haciendo lo que ni debieron declarar y mucho menos hacer. Abundantes pruebas encontraremos en las hemerotecas y RRSS de lo uno y de lo otro. Un ejercicio de ineptitud y de incivismo que debe recordarse para exigirles las oportunas cuentas cuando corresponda. A ver si en este país se termina de una vez con la inveterada impunidad que disfrutan algunos. Mejor dicho, los mismos y siempre.

No recuerdo en la historia reciente un caso que haya concitado el interés de tantos intérpretes, aunque no es esta la cuestión que en este momento me parece más relevante. Lo que considero importante es que debemos recordar –pienso que algunos ya lo han olvidado– que hemos permanecido confinados durante un par de meses, amenazados de muerte. No conocíamos el significado de ese término y, sin embargo, todos hemos comprobado que desasosiega, y de lo lindo. Tras el interminable periodo de aislamiento, de paralización de casi todo, expectantes ante las dimensiones que alcanzarán sus desastrosas consecuencias, estamos despertando a lo que se ha denominado “nueva normalidad”, fase en la que, por cierto, seguimos amenazados de grave enfermedad y de muerte. Un ejemplo será suficiente para acreditarlo: desde hace dos meses, y no sabemos hasta cuando, lo que sucede cada jornada en el país es equivalente a la caída de un avión, con la muerte consiguiente de todo el pasaje. Y hubo algunas semanas que caían cuatro o cinco diarios. Pues bien, pese a todo, seguramente no han sido suficientes ni los sesudos análisis de los confinados tertulianos, ni los chascarrillos, las ocurrencias, chistes, e ingeniosidades que el llamado imaginario popular ha ido desplegando durante las pasadas semanas en RRSS, ventanas, calles y balcones. Nuestra incontinente propensión a desdramatizar –o a salirnos por la tangente cuando nos aprieta la calza– ha renovado las especulaciones que se desarrollan en este recién estrenado interludio. Si el Gobierno alerta de los riesgos, llama a la contención y aconseja el recurso a la prudencia y a la civilidad, la oposición sigue fiel a su última estrategia, que no es otra que oponerse por oponerse, sin argumentos ni asunción de responsabilidades, con actitudes de sus líderes que rayan en la puerilidad, hasta el punto de que ni siquiera las entienden muchos de sus correligionarios. Y qué decir de los del más allá; pues eso, que siguen con su cantinela habitual: “cuando yo mande los perros se atarán con longanizas y los duros se cambiarán a cuatro pesetas”. Y en cien años, todos calvos, añado.

¿Qué alternativas nos quedan a los ciudadanos? Pues es posible que estimulados por el ejemplar desparpajo de los aludidos líderes nos dejemos llevar por la deriva que se instauró hace semanas. Los políticos, como los ciudadanos, saben que cuesta bastante más vivir en el estado de la precariedad y la renuncia que en el de “a pajera abierta”, y actúan conforme a esa certeza. De manera que quienes no pueden asumir el colapso de los hospitales y de las morgues, porque en ello les va la supervivencia, seguirán trampeando con las aritméticas parlamentarias para intentar sacar adelante acuerdos que refrenden medidas sanitarias y sociales de contención, intentando prolongar el actual estado transicional, hasta ver si se encuentra algún remedo de tabla de salvación con apariencia de solución médicamente razonable para el Covid-19. Estrategia que no hay que ser un lince para deducir que tiene los meses contados. Quienes les acompañan procedentes de la asimétrica oposición –esos para los que da igual dos que veintidós, pues hoy me asocio contigo, mañana con aquél, y pasado Dios dirá–, seguirán especulando con la asimetría para tratar de obtener réditos electorales inmediatos que, al final de la partida, es lo único que les interesa. A las derechas y las derechonas no les dedicaré ni una línea, pues su estulticia no la merece.

Como decía, creo que la ciudadanía ha tomado razón de todo ello, con conciencia plena o sin ella. Son centenares de millares las personas que se declaran insolventes para influir en el actual estado de cosas y que, consecuentemente, guían sus vidas por máximas como: ¡sea lo que Dios quiera!, o ¡que no nos pase nada! Son muchas más las que opinan alegremente sobre lo que deben hacer el Gobierno y las instituciones para sobrellevar y salir de la crisis de la mejor manera posible, cuya máxima preferida es: “lo que habría que hacer es…”; como si se hubiesen dedicado toda la vida a ello. Sin embargo, en mi opinión, son más preocupantes quienes se erigen en protagonistas de la actual realidad, condicionando desde su ignorancia el curso de las vidas, propias y ajenas, por la vía de sus hechos y de acuerdo con sus apetecencias. Esos que no solo dicen, sino que sustancialmente hacen, quebrando el confinamiento, huyendo a segundos domicilios, saliendo a la calle cuando no les corresponde, pasando de geles y mascarillas, o desacatando el distanciamiento social. Algo debería hacerse ya con esta gente porque las consecuencias de sus irresponsables conductas las pagaremos todos. Me parece que estamos perdiendo una grandísima oportunidad para aprender algunas viejas lecciones que, en el mejor de los casos, hace tiempo que memorizamos pero seguramente no asimilamos. Todavía estamos a tiempo. Ojalá que así sea.

viernes, 1 de mayo de 2020

Pesimismo se escribe con “p”

Pese a que los noticiarios anuncian que España registra por segundo día consecutivo menos de trescientos muertos en veinticuatro horas por causa del Covid-19, confieso que no soy optimista. No lo soy ni siquiera tras conocer una noticia que, además de ser positiva en sí misma, incluso podría estimular una razonable esperanza contemplada en el marco de la evolución reciente de la crisis sanitaria, aunque de esto último no estoy tan seguro. No sé si puede considerarse motivo de esperanza sumar diariamente varios centenares de personas fallecidas por causa de una única enfermedad, sin poder estimar siquiera el límite temporal que tendrá tan prolongada desgracia. No me detendré en esta faceta de la salud pública porque, aunque es esencial y prioritaria, existen otras que tampoco ayudan con el optimismo.

Antonio López, el celebérrimo pintor, asegura en una entrevista que le hace Ángeles García para el diario El País que no cree que salgamos mejores de esta crisis. En una de las últimas respuestas a las preguntas de la periodista le confiesa que es de los que creen que nada cambiará porque el hombre no sabe escuchar, apostillando que estaría bien que hubiera un enfoque más austero de la vida, "no porque nos lo impongan sino porque nosotros sepamos llegar a esa certeza. Tenemos una forma de vida muy invasiva, muy alejada de la naturaleza. El único objetivo en el horizonte es el dinero a costa de lo que sea y eso no puede ser". Antonio es octogenario y yo todavía sexagenario, pero coincido plenamente con él. No me parece que hoy por hoy hayamos aprendido mucho de esta pandemia, ni que la gente, en términos generales, esté por opciones de tal naturaleza. Más bien parece que estamos a la espera de que algún desconocido accione el interruptor y retomemos la secuencia en el punto en que se interrumpió el pasado 14 de marzo. Solamente escucho a los más veteranos aventurar opiniones acerca de que a partir de ahora cambiarán muchas cosas. Incluso alguno va más allá y se atreve a especular con que nada volverá a ser igual, al menos durante bastante tiempo.

Admito que este es un planteamiento un tanto retrogrado, que hasta podría calificarse de reaccionario, como sé también que la edad no le es ajena, aunque no sea el único factor que lo condiciona. Ciertamente, cuesta muchísimo ser optimista constatando las perspectivas que se atisban en el horizonte. Sin ir más lejos, otra de las noticias que recogen hoy los diarios alude a los detalles del llamado plan de estabilidad, que el gobierno acaba de enviar a Bruselas. Un documento en el que se contempla una fortísima caída de la actividad económica a lo largo de 2020, con una tasa de paro que se prevé que alcance a más del 19% de la población activa y una economía que se estima que sufrirá un desplome de casi un 10 %. Esto se traducirá en dos millones de parados más, en el mejor de los casos, que convivirán con una oleada de destrucción del tejido productivo desconocida desde el final de la Guerra Civil. Unos datos como para olvidarlos precisamente hoy, 1 de mayo.

Por otro lado, si atendemos a las previsiones del déficit público parece que se incrementará hasta el 10,3% del PIB del 2020. Dicho de otra manera, es la mayor diferencia entre gastos e ingresos desde hace casi una década, cuando el famoso “rescate” del sector financiero descalabró drásticamente las cuentas públicas. Todo ello hará que la deuda suba hasta el 115 % del PIB, con lo que ello significa de pagos de intereses, primas de riesgo, etc. Aseguran, por otro lado, que las economías occidentales no empezarán a recuperarse hasta el último trimestre del año, suponiendo que no se produzcan rebrotes de la pandemia. Cuanto precede son las estimaciones del Gobierno que, como es habitual, suelen ser más optimistas que las previsiones de nuestros socios europeos y de organismos internacionales como el FMI o la OCDE.

Si desplazamos el foco desde la economía a la política, contrastamos que la oposición se ha tirado definitivamente al monte, compitiendo cada mañana por sorprender con el mayor de los dislates imaginables acerca de lo que sea, dañe lo que dañe, sea verdad a medias o directamente mentira. No se repara en otra secuela que no sea su presunta contribución a erosionar al adversario político y a desalojarlo del poder. No seré yo quien defienda, sin más, la acción de un gobierno que seguro que ha cometido errores en la gestión de la pandemia que, dicho sea entre paréntesis, no sé si era o es posible evitar por parte de quienes han tenido la responsabilidad de gestionar un escenario de incertidumbre como el acontecido en las últimas semanas. Insistiré en una idea en la que otros han abundado: son demasiados los expertos en el toreo a toro pasado que han surgido en los últimos tiempos. En todo caso, no me parece que sea el momento oportuno para ajustar tales cuentas. No seamos impacientes, que llegará.

Más allá de lo inédito de la pandemia y de la gravedad de sus consecuencias, claro que existen aspectos mejorables en la acción del Gobierno. En mi opinión, algunos de sus principales errores afectan a sus relaciones con sus homónimos de las Comunidades Autónomas, a su interlocución con la oposición y, muy especialmente, a la estrategia de comunicación seguida con ambas instancias a propósito de las iniciativas y resoluciones gubernamentales que se han ido adoptando. Errores que han contribuido a generar malestar y actitudes refractarias por parte de los interlocutores mencionados, que podían haberse evitado, coadyuvando con ello al logro de dos objetivos: dejar sin argumentos a los adversarios y favorecer un clima de concordia, que es imprescindible para gestionar eficientemente una crisis de tal magnitud.

Pero si el gobierno ha errado en alguna de sus estrategias, qué puede decirse de una oposición que ha llegado a exigirle en sede parlamentaria que devuelva a la gente la normalidad que tenía el 13 de marzo, que reintegre el país a la vida que disfrutaba antes de que se declarase el estado de alarma. Por arte de birlibirloque, añado. Cuando se les replica si no reparan en que tal cosa es imposible sin disponerse de una vacuna o de otras soluciones que eviten mortandades inmensas, su respuesta viene a ser algo semejante a: “¿y a mí qué me cuentas?". No es tolerable tamaña irresponsabilidad porque me parece que es una evidencia para toda persona sensata que, mientras no se  disponga de un tratamiento farmacológico eficaz y contrastado que disminuya la intensidad con que actúa el Covid-19, hasta que la vacuna no esté disponible, no queda otra alternativa que convivir con el virus y tratar de minimizar en lo posible los efectos y riesgos que le son inherentes. Debe reconocerse que es lo que se ha tratado de hacer hasta ahora. Por cierto, en mi opinión, con aceptable éxito, aunque es difícil utilizar ese y otros términos a la vista de la huella interminable que dejan las horrorosas secuelas de una pandemia que ha infectado a más de doscientos mil ciudadanos, entre ellos cuarenta mil sanitarios, y que ha producido veinticinco mil muertos hasta hoy. Los políticos de la calaña que integra la oposición de este país se ponen de perfil cuando se abordan las causas y posibles explicaciones de tantas desgracias. Son tan cínicos que no quieren ni hablar, a no ser para intentar vender humo y tratar de instalar el concepto ficticio de riesgo cero que ellos inventan cuando eluden la responsabilidad de gobernar, atribuyendo las consecuencias de sus acciones a terceros, como acostumbran a hacer algunos de sus más preclaros presidentes autonómicos.

Pandemia, PCRs, propagación, patógeno, ponzoña, protección, paro, pesimismo… En este tiempo demasiadas palabras empiezan con “p”.