A
resultas de todo este asunto del Covid-19 escucho todo tipo de argumentos.
Pasados los primeros días, o mejor dicho, transcurridas las primeras semanas desde
la declaración del estado de alarma, una vez asumido mínimamente el canguelo,
las gentes, incluidas las muchas personas del común, pero también tertulianos,
politólogos, analistas, virólogos, en definitiva, casi todo el mundo, empezamos
a desinhibirnos y a opinar. Por fin lográbamos orillar, al menos aparentemente,
parte de los miedos –también la prudencia y el juicio– y, llevados de nuestra
proverbial e inveterada costumbre, la emprendimos a largar por nuestras bocas un
irreflexivo torrente de ignorancias, de bulos y falsedades, inclusivo de centenares
de aspectos desconocidos acerca de un fenómeno que se ha presentado inopinadamente,
poniendo en jaque a la Humanidad. Una anomalía que no solo resulta
incomprensible para la gente corriente (aunque ella crea lo contrario, pues ya
es de aceptación general que cuanto se conoce a través de Whatsup o se consulta en Google no
precisa de mayor análisis de autenticidad), sino que tampoco entienden los
especialistas sanitarios que, pese al gigantesco esfuerzo de
aprendizaje que desarrolla la comunidad científica internacional, aseguran que existen muchas
más incertidumbres que certezas con relación al Covid-19. Y lo que es peor, que
se desconoce el tiempo necesario para preparar y generalizar el uso de alguna solución
estructural a tan atroz pandemia, llámese tratamiento farmacológico o vacuna.
No
sé en qué momento exacto se declaró abierta la veda y emergieron por doquier ojeadores
y tramperos, autoproclamados expertos y especialistas en inmunología, pandemias
y planificación sanitaria. Es posible que no haya sido ajeno a tan prolija
cosecha el lamentable ejemplo que han dado algunos responsables políticos,
diciendo y haciendo lo que ni debieron declarar y mucho menos hacer. Abundantes
pruebas encontraremos en las hemerotecas y RRSS de lo uno y de lo otro. Un
ejercicio de ineptitud y de incivismo que debe recordarse para exigirles las
oportunas cuentas cuando corresponda. A ver si en este país se termina de una
vez con la inveterada impunidad que disfrutan algunos. Mejor dicho, los mismos
y siempre.
No
recuerdo en la historia reciente un caso que haya concitado el interés de tantos
intérpretes, aunque no es esta la cuestión que en este momento me parece más relevante.
Lo que considero importante es que debemos recordar –pienso que algunos ya lo han
olvidado–
que hemos permanecido confinados durante un par de meses, amenazados de muerte.
No conocíamos el significado de ese término y, sin embargo, todos hemos
comprobado que desasosiega, y de lo lindo. Tras el interminable periodo de
aislamiento, de paralización de casi todo, expectantes ante las dimensiones que
alcanzarán sus desastrosas consecuencias, estamos despertando a lo que se ha
denominado “nueva normalidad”, fase en la que, por cierto, seguimos amenazados
de grave enfermedad y de muerte. Un ejemplo será suficiente para acreditarlo: desde hace dos meses, y no sabemos hasta cuando, lo que sucede cada jornada en el país es equivalente a la caída de un avión, con la muerte consiguiente de todo el pasaje. Y hubo algunas semanas que caían cuatro o cinco diarios. Pues bien, pese a todo, seguramente no han
sido suficientes ni los sesudos análisis de los confinados tertulianos, ni los
chascarrillos, las ocurrencias, chistes, e ingeniosidades que el llamado imaginario
popular ha ido desplegando durante las pasadas semanas en RRSS, ventanas,
calles y balcones. Nuestra incontinente propensión a desdramatizar –o a
salirnos por la tangente cuando nos aprieta la calza– ha renovado las especulaciones
que se desarrollan en este recién estrenado interludio. Si el Gobierno alerta
de los riesgos, llama a la contención y aconseja el recurso a la prudencia y a
la civilidad, la oposición sigue fiel a su última estrategia, que no es otra
que oponerse por oponerse, sin argumentos ni asunción de responsabilidades, con
actitudes de sus líderes que rayan en la puerilidad, hasta el punto de que ni
siquiera las entienden muchos de sus correligionarios. Y qué decir de los del
más allá; pues eso, que siguen con su cantinela habitual: “cuando yo mande los perros se
atarán con longanizas y los duros se cambiarán a cuatro pesetas”. Y en cien
años, todos calvos, añado.
¿Qué
alternativas nos quedan a los ciudadanos? Pues es posible que estimulados por el
ejemplar desparpajo de los aludidos líderes nos dejemos llevar por la deriva
que se instauró hace semanas. Los políticos, como los ciudadanos, saben que
cuesta bastante más vivir en el estado de la precariedad y la renuncia que en
el de “a pajera abierta”, y actúan conforme a esa certeza. De manera que quienes
no pueden asumir el colapso de los hospitales y de las morgues, porque en
ello les va la supervivencia, seguirán trampeando con las aritméticas
parlamentarias para intentar sacar adelante acuerdos que refrenden medidas sanitarias
y sociales de contención, intentando prolongar el actual estado transicional, hasta ver
si se encuentra algún remedo de tabla de salvación con apariencia de solución médicamente razonable para el Covid-19. Estrategia que no hay que ser un lince para deducir que tiene
los meses contados. Quienes les acompañan procedentes de la asimétrica
oposición –esos para los que da igual dos que veintidós, pues hoy me
asocio contigo, mañana con aquél, y pasado Dios dirá–, seguirán especulando con la
asimetría para tratar de obtener réditos electorales inmediatos que, al final
de la partida, es lo único que les interesa. A las derechas y las derechonas no
les dedicaré ni una línea, pues su estulticia no la merece.
Como
decía, creo que la ciudadanía ha tomado razón de todo ello, con conciencia
plena o sin ella. Son centenares de millares las personas que se declaran
insolventes para influir en el actual estado de cosas y que, consecuentemente, guían sus vidas por máximas como: ¡sea lo que Dios quiera!, o ¡que no nos
pase nada! Son muchas más las que opinan alegremente sobre lo que deben hacer
el Gobierno y las instituciones para sobrellevar y salir de la crisis de la mejor manera posible, cuya máxima preferida es: “lo
que habría que hacer es…”; como si se hubiesen dedicado toda la vida a ello. Sin
embargo, en mi opinión, son más preocupantes quienes se erigen en protagonistas
de la actual realidad, condicionando desde su ignorancia el curso de las vidas, propias y ajenas, por la vía de sus hechos y de acuerdo con sus apetecencias. Esos que no solo dicen, sino que
sustancialmente hacen, quebrando el confinamiento, huyendo a segundos
domicilios, saliendo a la calle cuando no les corresponde, pasando de geles y
mascarillas, o desacatando el distanciamiento social. Algo debería hacerse ya con esta gente porque las consecuencias de sus irresponsables conductas las pagaremos
todos. Me parece que estamos perdiendo una grandísima oportunidad para aprender
algunas viejas lecciones que, en el mejor de los casos, hace tiempo que memorizamos
pero seguramente no asimilamos. Todavía estamos a tiempo. Ojalá que así sea.
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