Pese
a que los noticiarios anuncian que España registra por segundo día consecutivo
menos de trescientos muertos en veinticuatro horas por causa del Covid-19, confieso
que no soy optimista. No lo soy ni siquiera tras conocer una noticia que,
además de ser positiva en sí misma, incluso podría estimular una razonable esperanza
contemplada en el marco de la evolución reciente de la crisis sanitaria, aunque de esto último no estoy tan seguro. No sé si puede considerarse motivo
de esperanza sumar diariamente varios centenares de personas fallecidas por
causa de una única enfermedad, sin poder estimar siquiera el límite temporal que
tendrá tan prolongada desgracia. No me detendré en esta faceta de la salud
pública porque, aunque es esencial y prioritaria, existen otras que tampoco
ayudan con el optimismo.
Antonio
López, el celebérrimo pintor, asegura en una entrevista que le hace Ángeles
García para el diario El País que no cree que salgamos mejores de esta crisis.
En una de las últimas respuestas a las preguntas de la periodista le confiesa
que es de los que creen que nada cambiará porque el hombre no sabe escuchar,
apostillando que
estaría bien que hubiera un enfoque más austero de la vida, "no porque nos lo
impongan sino porque nosotros sepamos llegar a esa certeza. Tenemos una forma de
vida muy invasiva, muy alejada de la naturaleza. El único objetivo en el
horizonte es el dinero a costa de lo que sea y eso no puede ser". Antonio es octogenario y yo todavía sexagenario, pero coincido plenamente con él. No me
parece que hoy por hoy hayamos aprendido mucho de esta pandemia, ni que la
gente, en términos generales, esté por opciones de tal naturaleza. Más bien parece
que estamos a la espera de que algún desconocido accione el interruptor y
retomemos la secuencia en el punto en que se interrumpió el pasado 14 de marzo.
Solamente escucho a los más veteranos aventurar opiniones acerca de que a
partir de ahora cambiarán muchas cosas. Incluso alguno va más allá y se atreve
a especular con que nada volverá a ser igual, al menos durante bastante tiempo.
Admito
que este es un planteamiento un tanto retrogrado, que hasta podría calificarse
de reaccionario, como sé también que la edad no le es ajena, aunque no sea el
único factor que lo condiciona. Ciertamente, cuesta muchísimo ser optimista constatando
las perspectivas que se atisban en el horizonte. Sin ir más lejos, otra de las
noticias que recogen hoy los diarios alude a los detalles del llamado plan de
estabilidad, que el gobierno acaba de enviar a Bruselas. Un documento en el que
se contempla una fortísima caída de la actividad económica a lo largo de 2020,
con una tasa de paro que se prevé que alcance a más del 19% de la población
activa y una economía que se estima que sufrirá un desplome de casi un 10 %. Esto
se traducirá en dos millones de parados más, en el mejor de los casos, que
convivirán con una oleada de destrucción del tejido productivo desconocida
desde el final de la Guerra Civil. Unos datos como para olvidarlos precisamente hoy, 1 de mayo.
Por
otro lado, si atendemos a las previsiones del déficit público parece que se
incrementará hasta el 10,3% del PIB del 2020. Dicho de otra manera, es la mayor
diferencia entre gastos e ingresos desde hace casi una década, cuando el famoso
“rescate” del sector financiero descalabró drásticamente las cuentas públicas.
Todo ello hará que la deuda suba hasta el 115 % del PIB, con lo que ello
significa de pagos de intereses, primas de riesgo, etc. Aseguran, por otro
lado, que las economías occidentales no empezarán a recuperarse hasta el último
trimestre del año, suponiendo que no se produzcan rebrotes de la pandemia.
Cuanto precede son las estimaciones del Gobierno que, como es habitual, suelen
ser más optimistas que las previsiones de nuestros socios europeos y de
organismos internacionales como el FMI o la OCDE.
Si desplazamos
el foco desde la economía a la política, contrastamos que la oposición se ha
tirado definitivamente al monte, compitiendo cada mañana por sorprender con el
mayor de los dislates imaginables acerca de lo que sea, dañe lo que dañe, sea
verdad a medias o directamente mentira. No se repara en otra secuela que no sea
su presunta contribución a erosionar al adversario político y a desalojarlo del
poder. No seré yo quien defienda, sin más, la acción de un gobierno que seguro
que ha cometido errores en la gestión de la pandemia que, dicho sea entre
paréntesis, no sé si era o es posible evitar por parte de quienes han tenido la responsabilidad de gestionar un
escenario de incertidumbre como el acontecido en las últimas semanas. Insistiré en una
idea en la que otros han abundado: son demasiados los expertos en el toreo a
toro pasado que han surgido en los últimos tiempos. En todo caso, no me parece
que sea el momento oportuno para ajustar tales cuentas. No seamos impacientes,
que llegará.
Más
allá de lo inédito de la pandemia y de la gravedad de sus consecuencias, claro
que existen aspectos mejorables en la acción del Gobierno. En mi opinión,
algunos de sus principales errores afectan a sus relaciones con sus homónimos de
las Comunidades Autónomas, a su interlocución con la oposición y, muy
especialmente, a la estrategia de comunicación seguida con ambas instancias a
propósito de las iniciativas y resoluciones gubernamentales que se han ido
adoptando. Errores que han contribuido a generar malestar y actitudes
refractarias por parte de los interlocutores mencionados, que podían haberse
evitado, coadyuvando con ello al logro de dos objetivos: dejar sin argumentos a
los adversarios y favorecer un clima de concordia, que es imprescindible para
gestionar eficientemente una crisis de tal magnitud.
Pero
si el gobierno ha errado en alguna de sus estrategias, qué puede decirse de una
oposición que ha llegado a exigirle en sede parlamentaria que devuelva a la gente la normalidad que tenía el 13 de marzo, que reintegre el país a la vida que
disfrutaba antes de que se declarase el estado de alarma. Por arte de
birlibirloque, añado. Cuando se les replica si no reparan en que tal cosa es
imposible sin disponerse de una vacuna o de otras soluciones que eviten
mortandades inmensas, su respuesta viene a ser algo semejante a: “¿y a mí qué
me cuentas?". No es tolerable tamaña irresponsabilidad porque me parece
que es una evidencia para toda persona sensata que, mientras no se disponga de un tratamiento farmacológico
eficaz y contrastado que disminuya la intensidad con que actúa el Covid-19,
hasta que la vacuna no esté disponible, no queda otra alternativa que convivir
con el virus y tratar de minimizar en lo posible los efectos y riesgos que le
son inherentes. Debe reconocerse que es lo que se ha tratado de hacer hasta
ahora. Por cierto, en mi opinión, con aceptable éxito, aunque es difícil
utilizar ese y otros términos a la vista de la huella interminable que dejan las horrorosas
secuelas de una pandemia que ha infectado a más de doscientos mil ciudadanos,
entre ellos cuarenta mil sanitarios, y que ha producido veinticinco mil muertos
hasta hoy. Los políticos de la calaña que integra la oposición de este país se
ponen de perfil cuando se abordan las causas y posibles explicaciones de tantas
desgracias. Son tan cínicos que no quieren ni hablar, a no ser para intentar
vender humo y tratar de instalar el concepto ficticio de riesgo cero que ellos inventan
cuando eluden la responsabilidad de gobernar, atribuyendo las consecuencias de
sus acciones a terceros, como acostumbran a hacer algunos de sus más preclaros presidentes
autonómicos.
Pandemia,
PCRs, propagación, patógeno, ponzoña, protección, paro, pesimismo… En este
tiempo demasiadas palabras empiezan con “p”.
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