Vengo
aludiendo a la proliferación de adivinos, pitonisas, comunicadores, expertos y asesores,
columnistas y especímenes varios, versados en prospectiva socioeconómica y
política, que prodigan y airean sus certezas, presuntamente fundamentadas en incontrovertidos
axiomas defendidos por plumas afamadas o autoridades institucionales y académicas,
atributos que en absoluto son garantes per
se de raciocinio o solvencia científica. En este orden de cosas, hace unos
días atrajo mi interés un artículo que publicaba el diario El País, firmado por
Mohamed El-Erian, jefe de asesoría económica en la macroempresa alemana de
servicios financieros Allianz.
Este
personaje, con amplísima y fructífera trayectoria personal en el ámbito de las
finanzas internacionales, afirmaba en su escrito que muchos observadores están deduciendo
que el golpe que el coronavirus está dando a las economías de sus respectivos
países es peor que la carnicería que provocó la crisis financiera de 2008. Decía,
por otro lado, que la nueva conmoción marcará a una generación entera y ya está
poniendo a prueba no sólo la capacidad de gestión de los sistemas políticos y
de las instituciones, sino también la potencia para la recuperación que tiene
el conjunto de la sociedad. De ahí que considere que deben activarse políticas para
evitar que las amenazas a corto plazo se conviertan en impedimentos duraderos y
asegurar así la prosperidad económica inclusiva, la sostenibilidad y la
estabilidad financiera. No debo alcanzar a desentrañar bien lo que intenta
decir este buen hombre porque, en mi opinión, lograr eso es poco menos que alcanzar la cuadratura del círculo. Algo que en el mundo actual, en el marco del
neoliberalismo radical en que nos hemos instalado a nivel global, me parece simplemente
imposible.
Asegura,
por otra parte, que las incertidumbres sanitarias, cuya duración nadie es capaz
de prever, hacen muy difícil aventurar cuánto tiempo se prolongará la
emergencia económica. Llega a suponer que algunas de las disrupciones coyunturales
que se producen actualmente (desempleo con tendencia a la larga duración,
quiebras de empresas, etc.) es posible que se instalen permanentemente en la
economía de muchos países. De ahí que insista en que, si no se toman las oportunas
medidas políticas, la productividad no tardará en caer. Incluso aventura que es
posible que emerja una nueva era de desglobalización, con incidencia en determinadas
cadenas de suministro locales y con el consiguiente aumento de las tensiones
geopolíticas. También especula con la probabilidad de que aumente la
concentración industrial y de que subsistan grandes empresas zombis, que se
mantendrían vivas a base de medidas excepcionales de bancos centrales y
gobiernos. Y todo ello se dará, según él, en un contexto de mayor confusión por
el enmarañamiento creciente del sector público con el privado.
Comenta
finalmente en su artículo que el consumo podría debilitarse por causa del
desempleo, del descenso de los salarios y de la automatización. Por otro lado, aunque
considera difícil estimar en qué medida aumentará el ahorro doméstico como
forma de previsión, piensa que la rigidez en la combinación de oferta y demanda
es otro lastre estructural que se añadirá al endeudamiento creciente de
gobiernos, hogares y empresas.
De Economía apenas sé nada, y de geopolítica menos. Sobre gobernanza, teorías
de las organizaciones y teoría social, así como sobre regímenes políticos y sus
transiciones y evoluciones, sé aproximadamente lo mismo. Sin embargo, desde el
atrevimiento que me procura la ignorancia, me aventuro a compartir algunas de
las perogrulladas que me inspira la condición de ser humano reflexivo y de
atónito ciudadano habitante de un mundo global, que comparto con siete mil
ochocientos millones de congéneres.
La
primera y la más importante de ellas es que la salud es el asunto principal de
la vida. Si falla, todo lo demás deviene irrelevante. ¿Para qué se quieren el
dinero, las propiedades y posesiones o la capacidad de influencia si no hay
posibilidad de disfrutarlos? No es necesario buscar inspiración en películas de
ciencia ficción o en las distopías relatadas por quienes imaginaron futuros
inexistentes e indeseables. Circunscribámonos a lo sucedido en el último
trimestre y comprobaremos inmediatamente que un ínfimo virus puede paralizar el
mundo, ponerlo patas arriba y cuestionarlo por completo. ¿Alguien puede
asegurar que se trata de un episodio circunstancial e irrepetible? En mi
opinión –y
en esto coincido con eximios conciudadanos que sí tienen acreditada su
sabiduría, verbigracia, gente como S. Hawking, B. Obama, B. Gates, entre otros– la
agresión sistemática que desde hace siglos venimos causando al Planeta, que en
las últimas décadas se ha intensificado exponencialmente, nos aboca irremisiblemente
a futuras y virulentas crisis, que muchos aventuran que serán cada vez más
frecuentes y devastadoras. Hasta el punto de que se ha llegado a conjeturar que
será una de ellas, y no una explosión nuclear, un meteorito u otro fenómeno
provocado por la mano del hombre, lo que acabe con la especie humana. Ergo, no
parece que el camino que seguimos nos conduzca al lugar adecuado para disfrutar
placenteramente de nuestro bien más preciado. Insisto, no hay duda, la salud es
lo primero. Y, por tanto, cuanto se invierta en ella será poco. Conclusión: no
más recortes ni cicaterías en la inversión en investigación, prevención, infraestructuras
sanitarias, médicos, medicinas… Punto y final de la tolerancia con los negocios
que se lucran con la gestión de hospitales, cuidados a mayores, dependientes y atención
social.
Segunda cuestión. Los discursos que escucho en las últimas semanas insisten en
la necesidad de neutralizar rápidamente la crisis sanitaria para reemprender la
vida justo en el punto donde la dejamos, sin replantearse otras cosas que no
sean las exigencias al Gobierno para que dicte instrucciones básicas
(limpiezas, desinfecciones, pantallas protectoras, mascarillas,
distanciamiento) que hagan posible retomar la actividad productiva en la nueva
normalidad. Para muchos la pandemia aparenta ser un fenómeno fortuito, lamentable,
sí, pero que no reviste mayor relevancia. Se acota, se combate, se resuelve y punto
pelota. Leo y veo en la televisión y en las RRSS a líderes políticos criticando
sistemáticamente la estrategia gubernamental para la desescalada, sin que
aporten una sola propuesta alternativa. Veo a Presidentes Autonómicos enfadados
porque sus respectivas Comunidades no han alcanzado la fase 1,
pareciéndoles que pierden una absurda carrera para lograr los primeros lugares
en no sé qué ranking nacional de la estupidez.
Escucho a empresarios, que aseguran estar en la ruina, presionando a las
autoridades para que aceleren la vuelta a la normalidad, regateando rebajas en los
requisitos higiénicos que deberán observar sus empresas y demandando ayudas y
reducciones de impuestos, pero sin alterar un punto sus expectativas de negocio.
Veo y leo noticias relativas a empresas de construcción, promotoras
inmobiliarias, turoperadores, aerolíneas, restauradores, dueños de chiringuitos,
gestores de apartamentos turísticos, todos clamando por la vuelta a la
normalidad con carácter inminente, como si ello dependiese del poder de una varita
mágica accionada por el Merlín de turno, capaz de revertir cuanto ha sucedido y
devolver las fichas a la casilla de inicio retomándose así la acostumbrada
normalidad. No creo que se precise ser un lince para deducir que es imposible
revertir el desastre social, laboral, económico y personal que ha generado y
seguirá produciendo la radical limitación de la movilidad de los ciudadanos y
la paralización de buena parte de la actividad económica. Me temo que asistimos
a fenómenos que no serán coyunturales sino que han venido para quedarse, como
el desempleo de larga duración y la quiebra de multitud de empresas por la
debilitación del consumo y otras disfunciones económicas. Por no mencionar el
descenso de los salarios, las consecuencias de la automatización y el
teletrabajo, el estrepitoso
endeudamiento de gobiernos, hogares y empresas, etc. En síntesis, nada será
igual en el futuro por más que nos empeñemos en mirar para otro lado.
Tercero. Aún considerando que fuese
posible devolver las cosas al punto donde se encontraban antes de que se
desatase la pandemia, está más que acreditado que el sistema económico neoliberal
es incompatible con la sostenibilidad, pues impacta en los ecosistemas y arrasa
los recursos de manera inconciliable con la viabilidad del Planeta,
abocándonos, como han argumentado autoridades científicas reconocidísimas, a un
cambio climático insoportable, que alterará las condiciones de vida de las
especies, por no mencionar el paralelo agotamiento de las energías fósiles, las
letales tasas de contaminación atmosférica, etc. Y todo ello para que un número
progresivamente menor de personas acumulen incalculables beneficios a base de
producir y distribuir bienes que no satisfacen ninguna necesidad básica y que suelen
producirse deslocalizadamente en unas condiciones laborales indecentes e intolerables.
Una de los extremos que ha evidenciado la pandemia a los ojos de muchísimas
personas es que se puede vivir consumiendo muchísimas menos cosas de las que
compramos habitualmente y, por tanto, que necesitamos menos dinero del que
gastamos normalmente. De modo que, desde mi cortedad de miras, no veo la
economía del Planeta creciendo al ritmo que lo hacía en los últimos años. Ni
por capacidad de hacerlo, ni por conveniencia. Lo que ha sucedido en los
últimos años ha contribuido enormemente a agrandar la desigualdad en la
distribución de la riqueza y en el acceso a las oportunidades. Es más, incluso
me parece que este es uno de los principales incentivos que ha instigado la
polarización política que se ha instalado en muchas regiones del mundo.
De modo que, desde mi ignorancia, pero también desde mi irrenunciable derecho a
opinar, me atrevo a aventurar algunas actuaciones que igual podrían tomarse en
consideración. La primera de ellas es la contención. Creo que es una obviedad
que debe ralentizarse la actividad económica, haciéndola compatible con una
explotación más armoniosa de los recursos naturales, con la mirada puesta en la
vida decente de las personas y la sostenibilidad del Planeta. Acabamos de
comprobar el efecto que producen dos meses de parálisis productiva en los
indicadores de la salubridad global, que alcanzan niveles que casi habíamos
olvidado. La cuestión es si queremos vivir sanamente u optamos por seguir
acríticamente la insaciable carrera del consumismo, desatendiendo las auténticas
necesidades y contribuyendo a asolar el futuro de la Humanidad.
La
segunda es la desactivación de la secular tendencia hacía la urbanización
desaforada. Me parece que se impone la desescalada urbanística y la reocupación
del territorio vaciado e incluso de otros más inhóspitos. Las megalópolis no
son sino inventos de quienes jamás pensaron en vivir continuadamente en ellas,
al menos no en las condiciones que lo hace el común de los ciudadanos. Son
instrumentos para el lucro, que favorecen a quienes no persiguen otra cosa que especular
u obtener el máximo rendimiento con la menor inversión, sojuzgando con sus
servidumbres, problemas y dificultades a quienes residen en ellas, y hasta a
quienes no. Además de contener su crecimiento, debería incentivarse la
redistribución de la población y de los recursos en el conjunto del territorio
planetario. Las grandes ciudades y las megalópolis fagocitan las inversiones,
las instituciones y las empresas productivas, absorben los recursos de las zonas colindantes y generan agravios lacerantes con los territorios que
las abastecen. A esa finalidad debieran aplicarse una parte significativa de los
enormes recursos que tenemos. Si nos lo proponemos, podemos hacerlo y ello
contribuirá a que vivan mejor las futuras generaciones. Recuperarán referencias,
identidades, empatías y, en conjunto, valores imprescindibles para asegurar la auténtica
civilidad y la convivencia.
La
tercera es recomponer lo antes posible y con determinación la estructura
económica del país. No podemos seguir dependiendo del monocultivo turístico y de
lo que conlleva con relación a la construcción y a los servicios afines. Este
producto estacional, dependiente de la demanda de terceros y sensibilísimo a
factores coyunturales (epidemias, conflictos sociales, flujos comerciales…) no
puede seguir teniendo el altísimo peso que tiene en el PIB de este país. O diversificamos la
economía o acabaremos pobres de solemnidad y esclavos del “no turismo” de sol y playa, que llegará. Existen decenas de alternativas: energías limpias,
cuidados y geriatría para la población europea, agricultura ecológica,
manufacturas a precio justo, suministros para atender las necesidades básicas
de salud y alimentación, etc.
La
cuarta es consolidar socialmente la relevancia de la política, en tanto que instrumento útil para matizar las pulsiones de
la economía. Obviamente me estoy refiriendo a la política de escala, la que se
escribe con letras mayúsculas, no a la que practican cada vez más a menudo instituciones
menos representativas y ciudadanos
crecientemente mediocres. Está demostrado que la pulsión lucrativa del
capitalismo socava profundamente la cohesión social, generando inestabilidad y
multiplicando la desigualdad. El sistema capitalista sustituye la ética del
trabajo por la estética del consumo, desprecia la cohesión social y busca crear
el consenso en torno a la idea de que lo que importa es poder elegir en la
rueda del consumo, desatendiendo las opciones redistributivas. Es
imprescindible arrancar a la economía la gobernanza global y reasentarla en una
arquitectura institucional con más recursos y capacidades, más transparente,
justa y democrática, que contribuya a moralizar la acción cotidiana, a
reorientar su rumbo, transitando desde la búsqueda del beneficio económico y la satisfacción de los intereses particulares al logro del interés común, que
podría concretar el cumplimiento de objetivos definidos en nuevas
constituciones más respetuosas con los derechos humanos que
corresponden a los ciudadanos.
Soy
consciente de la complejidad del mundo y de la pluralidad de intereses que
acoge. Tengo conciencia de que son muchísimas las aristas que debe abordar la
gobernanza universal. Pero toda gran empresa la integran pequeñas porciones sin
cuya concurrencia es imposible alcanzar los grandes propósitos corporativos. Las
reflexiones y propuestas precedentes no tienen otra pretensión que intentar
concitar el interés de los lectores y motivarles a emprender sus propias
reflexiones. Dicen que las crisis acarrean grandes dificultades pero también
propician nuevas oportunidades. Ojalá que la pandemia que nos acosa represente
un tiempo de oportunidad que impulse alternativas radicales para enfocar la
vida planetaria desde perspectivas más saludables, sostenibles y justas para
todos.
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