Durante
estas semanas de confinamiento imagino que, como otros muchos, he compartido
centenares de fotografías, videos y archivos de toda índole. Ayer, sin ir más
lejos, reenvié a un grupo de whatsup una presentación conformada con viejas
fotografías de Elche, que alguien me envió previamente. Los comentarios
han sido un unánimes: emocionante, es el calificativo que subsume el conjunto
de las opiniones.
¿Qué
seríamos sin los recuerdos? Apenas nada. Somos inconcebibles sin ellos, pues
representan lo que somos. No en vano nos ayudan a decidir y nos impulsan a
actuar y a sentir como lo hacemos. Y es que todo recuerdo lleva aparejadas una
o varias emociones, que son su componente principal, pues no existen recuerdos desvinculados
de las vicisitudes que estas despiertan o sugieren, que son como señales que
avisan de que nos suceden cosas importantes o que afectan a nuestras relaciones
sociales. Sin las emociones sería imposible asegurar algo indispensable como es
el necesario diálogo con nosotros mismos. Ciertos recuerdos vienen de la mano
de algunas de las más potentes, como lo son el miedo, la ira, la nostalgia o la
felicidad. Y son esos, precisamente, los que perduran más en la memoria, pues no
en vano las emociones nos ayudan a aprender de las vivencias, facilitando que
tomemos las decisiones adecuadas cuando estamos frente a encrucijadas y dilemas,
coadyuvando a que escojamos las soluciones que proporcionan logros satisfactorios.
Sabemos
que recordarlo todo es imposible, y justamente por ello la memoria es
selectiva. Recordamos cosas porque una determinada situación, una imagen, una pieza
musical o cualquier otro estímulo favorece que volvamos al recuerdo. En un
momento determinado, esa situación concreta es la que activa y nos vincula a una
evocación interesante. De hecho, pesa más el aprendizaje que extraemos de los
recuerdos que ellos mismos, pues nos permite diferenciar lo que nos beneficia de
lo que nos daña y, en consecuencia, nos ayuda a elegir el camino que conduce al
bienestar. Es lamentable que una gran cantidad de significativos recuerdos,
especialmente los más antiguos, y muy singularmente los relativos a la infancia,
se diluyan con el paso del tiempo. Y también que, en los que perviven, cueste
discernir entre los que corresponden a vivencias reales y los que son puras imaginaciones.
Decía
que la memoria es selectiva. Efectivamente, se recuerda mejor lo que tiene mayor
significado. Cuando evocamos, no actuamos como lo hacen los aparatos electrónicos
reproduciendo lo que nos sucedió con exactitud, más bien reconstruimos las
situaciones, e incluso llegamos a construirlas
ex novo. Nuestro estado emocional,
las preguntas que nos hacemos o nos hacen, el contexto cultural y otros
factores influyen en los actos del recuerdo y condicionan sus resultados.
Además, hay muchos tipos de memoria, hasta el punto de que debería hablarse de
las memorias en plural, que, por otro lado, no debiera olvidarse que se
complementan con el olvido. Porque si recordásemos por igual todas las
impresiones sensoriales y cuanto hemos aprendido, experimentado o sentido,
sería como no recordar. No cabe duda de que abstraer o deducir exige olvidar, lo
que equivale a desechar o poner en segundo plano la información que valoramos como
menos relevante.
Cuando
los recuerdos son tales, y no quimeras, más que a alimentar trasnochadas nostalgias,
contribuyen a acrecentar la sabiduría de las personas. Permiten, por ejemplo,
valorar y disfrutar las experiencias que se han ido acumulando a lo largo de la
vida, sin renegar de las dificultades, porque gracias a ellas se llega a ser
quien se es a través de la fascinante dialéctica entre la suerte y la voluntad,
que nos acompaña mientras recorremos el territorio de la existencia. Los
recuerdos advierten también de que el trabajo humaniza, en tanto que es el tapiz
sobre el que se ejercitan las habilidades personales. Aunque es innegable que muchas
personas de nuestra generación y anteriores, erróneamente, hemos hecho del
trabajo el centro de nuestras vidas, tal rémora no resta una pizca a su valor intrínseco,
como utilidad que propicia que las personas nos realicemos y añadamos valor a
las cosas cuyas transformaciones emprendemos y, por ende, a nuestra
personal valía.
Definitivamente,
los recuerdos permiten conservar en la mente historias de coraje y fortaleza,
de sonrisas y lamentos, de tiempos de bonanza y de otros que lo fueron menos. En
suma, los recuerdos abrazan vivencias, experiencias y anécdotas que ansiamos recuperar
y compartir, aún sabiendo que probablemente solo tienen interés para quienes
los evocamos.
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