En
ocasiones he deducido que en el imaginario de la gente de mi generación, la que
integramos quienes nacimos durante los años que cerraron la década de los cuarenta e
inauguraron la de los cincuenta, operan dos variables que han condicionado
ingénitamente nuestras vidas, casi hasta que nos ha sorprendido la Covid19.
La
primera de ellas es el franquismo y cuanto representa para al menos la mitad de
los ciudadanos del país. Veintitantos años soportándolo y cuarenta más de engullir
los epítomes posfranquistas –aunque ni ambos, ni todos, pueden
calificarse de la misma manera– parecía vacuna más que
suficiente para inmunizarnos contra toda suerte de desgracias. Nos lo decían los
mayores y lo comprobamos en nuestras carnes.
El
segundo factor, que en cierto modo se deduce de la variable anterior, es la
convicción –ampliamente compartida por mis iguales– de que cualquier tiempo pasado
fue peor, pues no en vano veníamos de la gran precariedad, de un enorme infortunio
y de un oprobio de hambre, miedo, represión y muerte. Pocos
dudábamos de que cuanto nos sucedía o pudiera acontecernos difícilmente empeoraría aquello de lo que procedíamos. Tal vez inconsistentemente, inauguramos un
camino de progreso que, en cierta medida, ha ido evolucionando paralelamente a nuestras
vidas. Tan prolongada escalada ha conocido intervalos críticos, sin duda, que
nos han advertido de que la vida no es un camino de rosas. Sin
embargo, nada equiparable a la magnitud de la calamidad que nos asola hoy.
Lo que
sucede nos interpela con una intensidad inédita, en tanto que individuos y también
como especie. Aunque lo olvidemos frecuentemente, la historia nos recuerda machaconamente
que las situaciones adversas forman parte de nuestras biografías. Por tanto, deberíamos
tener presente que, además de los desafíos personales que suponen, inducen
obligaciones ciudadanas para encontrar sentido a lo que acontece y coadyuvar, en
la medida de nuestras fuerzas y posibilidades, a la mejora de las condiciones vitales
que a todos atañen. Ahora, en el fragor de la pandemia, y después, en los
escenarios que se sucederán en el mundo postpandemia.
Me
equivoqué al estimar que el franquismo y sus epítomes nos habían inmunizado contra
toda suerte de desgracias. Ni lograron vacunarnos a la inmensa mayoría, ni fueron
extirpados jamás de las instituciones y de los dominios de los poderes fácticos del
Estado. Ahí siguen, vivos y coleando. No hay más que prestar atención a la
última refriega en el Ministerio del Interior, a propósito del cese de un
coronel opusdeísta de la Guardia Civil, para comprobarlo. Las crisis del siglo
XXI, provocadas por el neoliberalismo galopante, atroz e involucionista, han contribuido
significativamente a reverdecerlo. Cada quince días tenemos oportunidad de
comprobarlo en las tribunas parlamentarias y diariamente en alguna céntrica
calle de determinadas ciudades, especialmente del barrio que diseñó el
malagueño Marqués de Salamanca para ensanchar Madrid, que ofrecen pasto a espuertas a una pequeña y ruidosa legión de mangantes digitales, que llenan las
RRSS de proclamas y mentiras, cada cual de ellas más ignominiosa.
También
me equivoqué al estimar que mis coetáneos consideraban, como yo, que cualquier
tiempo pasado fue peor. No, definitivamente, no lo fue. Es incontestable que la
inmensa mayoría de quienes integramos la generación a la que pertenezco hemos
vivido mejor que lo hicieron nuestros padres, como no lo es menos que demasiados
de nuestros descendientes parecen condenados a vivir peor que lo hicimos nosotros.
Para más inri, largos lustros de recortes nos han dejado expuestos al escenario
crítico del Covid19, que nadie podrá demostrar que es efecto que viene de
aquella causa aunque esté más que acreditado que es realidad que afecta infinitamente
más a quienes menos tienen.
De
modo que se agotó el tiempo del pensamiento débil. Es hora de impulsar las
políticas públicas, de aumentar el gasto y el empleo públicos, y de asegurar la
solvencia y viabilidad de sectores esenciales, como el sanitario y el de los cuidados.
Ello ayudará a paliar las enormes tasas de desempleo que está produciendo la
parálisis de la actividad económica. No se trata de una ocurrencia, ni de una
opinión personal. Existe un amplio consenso entre las oligarquías financieras y
económicas de ambos lados del Atlántico norte –también entre los gobiernos– sobre
la necesidad de incrementar significativamente el gasto público. El debate no
se centra sobre la pertinencia de una exigencia ampliamente compartida sino sobre cuales son los
sectores en los que se debe intervenir y cuando hacerlo. Frente a esa realidad,
las alternativas progresistas priorizan la inversión social, simultaneada con la
reconversión del sector industrial para hacerlo más sensible a las exigencias
del bien común. Obviamente, los más involucionistas defienden que lo
prioritario es satisfacer las necesidades del mercado, condicionadas por la
capacidad adquisitiva de los consumidores. En todo caso, cada vez es más amplio
el acuerdo acerca de que es imposible seguir con un sistema de privatizaciones
y políticas de inversión pública sesgadas hacia los intereses de los grupos
socioeconómicos que favorecen a los gobiernos, desestimando el daño que causan
a la calidad de vida y al bienestar de amplios sectores populares.
La enorme tasa de paro que se está generando exige que el sector público emprenda
políticas de empleo masivo. Insisto en que no lo digo yo, que nada sé de
Economía, lo están pidiendo gente de enorme prestigio como Paul Krugman, Joseph
Stiglitz y una larga lista de premios nobeles.
La formidable crisis económica y social en que estamos inmersos requiere una
intervención masiva del Estado, de todas las administraciones públicas, para mitigar
la precariedad e intentar paliar el desempleo, que alcanzará niveles
elevadísimos y deteriorará muy gravemente la calidad de vida de la mayoría de
la población.
Además
de reponer y mejorar los estándares de los servicios sanitarios y sociales, es
urgente que el Estado active el empleo en otros sectores. Me parece que puede
actuar significativamente en tres ámbitos: apoyando la recuperación de las
empresas, incentivando la creación masiva de puestos de trabajo en los ámbitos
sociales y en la transición energética, y reduciendo significativamente el tiempo de trabajo de cada
persona ocupada.
A
ello añadiría que se debe apostar por financiar la ciencia básica,
garantizando la investigación en ramas del saber cuya rentabilidad no tiene
inmediatez, pero es enorme en el largo plazo y en las épocas críticas. Ninguna
estructura o institución lucrativa invertirá en ciencia básica porque sus
beneficios, diferidos en el tiempo, jamás serán factores de motivación para
quienes se guían exclusivamente por la rentabilidad cortoplacista.
Otro aspecto que en mi opinión tampoco puede descuidarse es la soberanía tecnológica. En el siglo XXI, en épocas de confinamiento como la que vivimos, deshabitamos las calles para transitar los espacios digitales, que no conviene olvidar que son ámbitos de gestión privada, cuyas normas de participación deciden ciertas corporaciones y no la ciudadanía. Debemos ser conscientes de que la ciudadanía digital está privatizada, incluso las dimensiones que corresponden a las entidades públicas (muchos centros educativos utilizan, por ejemplo, la suite de Google y otras para ofrecer sus clases, y todas ellas han sido autorizadas para almacenar y vender datos a terceros). Unas prácticas que pueden ser extremadamente peligrosas en ámbitos como la educación y la sanidad. Por tanto, recuperemos el interés por el software libre, que siempre será menos intrusivo con la privacidad. Por último, una mención a la exclusión. Claro que vivimos en la sociedad digital, pero no puede olvidarse que el acceso a las nuevas tecnologías no está garantizado para la totalidad de la población. Por tanto, atención, también, a la brecha y a la exclusión digital.
Verdaderamente,
hay mucha tarea por delante. Y los del ruido, pues qué decir: ¡ya está bien! Debían
plantearse arrimar un poco el hombro. Pero tal vez sería más interesante que
quienes los jalean y los votan tomasen conciencia de lo que hacen y dejasen de
reírles las ocurrencias. Y que quienes tienen la responsabilidad de asegurar
los derechos y la igualdad de todos los ciudadanos, acabasen con su impunidad. Tal vez sea ese el punto de partida adecuado para reconsiderar la vigencia de mi hipotético imaginario.
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