Si hay
un político que está hoy en la picota es, sin duda, el ministro Fernando
Grande-Marlaska (Bilbao, 1962). Ni siquiera el Presidente del Gobierno,
auténtica bestia negra para las derechas de este país (pero no solo, también
para bastantes de sus correligionarios), concita la animadversión que despierta
en ellas el actual Ministro del Interior que, por cierto, al menos hasta hace
bien poco era uno de los suyos. ¿Será por aquello de que no hay mejor cuña que
la de la misma madera?
A
poco que se consulten las hemerotecas se contrastarán las noticias que
acompañaron su designación como ministro de la Policía y de la Guardia Civil. Se decía entonces, apenas dos años atrás, que
Marlaska, vocal del sector conservador del Consejo General del Poder Judicial,
se levantó como tal y se acostó ministro
de un Gobierno socialista. Sí, el inicuo Pedro Sánchez había elegido, y había
logrado convencer para que regentase el departamento de Interior, a un juez
aupado por el Partido Popular al Consejo General del Poder Judicial. Un
magistrado que defendía, a la sazón, que en los Centros de Internamiento de
Extranjeros no se vulneraban los derechos fundamentales, y que firmó un voto
particular defendiendo que, apartar a Enrique López y a Concepción Espejel de los
juicios de Gürtel y de la caja B del PP, por su proximidad a ese partido
entonces en el Gobierno, fue fruto de una campaña mediática. ¿Qué ha podido
suceder para que alguien que decretó el sobreseimiento libre de la cúpula
militar de la etapa de Federico Trillo en la catástrofe del Yak-42
(2003), y que integró una terna de candidatos conservadores patrocinados por la
Moncloa para suceder a Consuelo Madrigal al frente de la Fiscalía General del
Estado (2016) sea ahora el foco de las iras de quienes antes le auparon con
tanta convicción?
Hagamos
un poco de memoria. Marlaska llegó a la Audiencia Nacional en 2004, aunque fue
al año siguiente cuando su figura se hizo mediática al hacerse cargo interinamente
del Juzgado de Baltasar Garzón, que disfrutaba una licencia por estudios en
Norteamérica. Este era entonces el instructor preferido por la Policía Nacional
y la Guardia Civil para las causas de terrorismo y Marlaska no se apartó un
pelo de ese camino. De hecho, los mandos de la lucha antiterrorista consideraban
al magistrado un fiel colaborador en su combate contra ETA y los abogados de
los etarras lo señalaban continuamente, acusándole de ignorar las denuncias por
torturas.
Cuando
en 2006 regresó Garzón a su juzgado, Grande-Marlaska fue adscrito a la Sala de
lo Penal de la Audiencia Nacional, responsabilizándose del Juzgado Central de
Instrucción 3, que instruyó el caso del Yak-42, que, recordemos, archivó por
no encontrar “responsabilidad penal relevante” en la cúpula militar del
Ministerio de Defensa que dirigía Federico Trillo. No obstante, la Sala de lo
Penal corrigió su decisión y la causa llegó a juicio, con el resultado de todos
conocido.
En
2012, el Consejo General del Poder Judicial (de mayoría progresista) eligió a
Marlaska para presidir la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Un
auténtico avispero, que se prolonga hasta hoy. Ese enfrentamiento se visibilizó
especialmente en la mencionada recusación de Enrique López y Concepción Espejel
por su proximidad al PP. De hecho, se dice que el enfrentamiento entre los
jueces de la Sala de lo Penal anuló sus posibilidades de ser elegido fiscal
general del Estado. En 2017, el Partido Popular lo propuso como vocal del
Consejo General del Poder Judicial, que adoptaba un nuevo modelo de organigrama, diseñado por
Carlos Lesmes, en el que una comisión
permanente actuaba como puente de mando. El presidente y siete vocales tenían
capacidad de adoptar decisiones sin necesidad de convocar el pleno. Y en ese
núcleo duro se integró al juez Marlaska, que tuvo que abandonar la
Presidencia de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional.
Con
los antecedentes mencionados, entre otros, es difícil de entender la
animadversión que ha concitado el ministro Marlaska entre los partidos de la
derecha en tan corto espacio de tiempo. Probablemente es una actitud en la que,
al margen de las cuestiones personales, que las habrá, confluyen dos elementos estructurales
de capital importancia. Por un lado el juez dirige un departamento que tiene
ante sí dos grandes retos: poner orden en la Policía Nacional y afrontar los
cambios que determinados sectores piden que se hagan en la Guardia Civil. Un
desafío importante que el ministro ha puesto en marcha recuperando el
organigrama que diseñó Pérez Rubalcaba, para sustituir a las estructuras que
dejaron Jorge Fernández Díaz y Juan Ignacio Zoido, bajo cuyos mandatos las
fuerzas del orden vivieron algunos de los episodios más polémicos de su
historia (policía patriótica, cloacas del Estado, referéndum independentista
del 1 de octubre de 2017). Pese a que Grande-Marlaska llegó al ministerio con
el marchamo de persona querida por los servicios de información y contra el
crimen organizado, así como por las élites de la Guardia Civil y de la Policía
Nacional, es evidente que, en tanto que ministro socialista, debe lidiar con la
sempiterna diatriba entre progresismo y orden. Difícil cuestión en la que además
confluyen flecos colaterales embarazosos como armonizar los desempeños de
Policía Nacional, Guardia Civil, Ertxaintza y Mossos d’Esquadra. Todo un enjambre
de problemas territoriales, competenciales, disensos y luchas intra y
extracorpóreos, etc.
Por otro lado, a lo anterior, que no es poco, se le suma el clima general de
violencia y crispación que impera en el Parlamento y en la vida pública, con su
reflejo multiplicado por los medios de comunicación y las redes sociales. Como
no hay elecciones generales en el horizonte, parece que la oposición de las
derechas ha decretado barra libre para crispar el ambiente político. Se ha
estimulado la irritación hasta tales niveles que se está concitando la censura
generalizada de la inmensa mayoría de los ciudadanos, que consideran que el
comportamiento de estos políticos empieza a ser un peligro para la democracia.
La estrategia que despliega el PP está clara: pasarle a Vox por la derecha y acentuar
la desconfianza en el gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos para intentar
que se despeñe el próximo otoño. Tal pretensión cuenta con la ayuda adicional
(en cierto modo involuntaria y en su totalidad inestimable) de una inédita versión de la pinza política que integran la Comunidad de Madrid y la
Generalitat de Cataluña.
Me
parece que el agrio e insistente cuestionamiento de la gestión del ministro
Marlasca y la brega que lleva a cabo en su departamento tienen menos que ver con su eficiencia como gobernante y con cuestiones personales o hipotéticas permutas ideológicas que con el interesado ruido
mediático que acompaña el modo de hacer política de las derechas, cuando están
en la oposición.
Tampoco
considero ajena a ello la lucha encarnizada por el control de los aparatos del
Estado que libran quienes aspiran a seguir ejerciéndolo y quienes pretenden
evitarlo. A lo anterior habría que añadir los preparativos que se hacen de cara
a un otoño caliente, no solo por la posibilidad de que repunte el Covid19 y de que
haya que gestionar otra vez escenarios de incertidumbre con desenlaces inciertos,
sino porque es el horizonte de referencia para la aprobación de los
presupuestos generales para 2021, de cuya tramitación depende no solo el futuro
del ministro del Interior sino el de la XIV Legislatura y el del propio
Gobierno.
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