Semanas
atrás leí en la prensa una frase que aunque no me sorprendió demasiado me
produjo cierto impacto, especialmente su segunda parte. Venía a decir que nunca
se ha consumido tanta pornografía como ahora y, desde luego, jamás a edades tan
tempranas. Tan es así que parece que es lugar común, aceptado por la mayoría de
expertos, que, en ausencia de formación específica, los contenidos de sexo
explícito que inundan la red se han convertido en la educación sexual del siglo
XXI. Añaden que, también, en una fuente de confusión para los adolescentes que
experimentan sus primeras relaciones adultas.
Es
archiconocido que las representaciones eróticas forman parte no solo de la
Historia sino también de la Prehistoria, remontándose al Paleolítico
(recordemos, por ejemplo, las venus de Willendorf o de Laussel). Se sabe que el falocentrismo caracterizó buena
parte del arte griego y que la representación de escenas sexuales era habitual
en el arte popular del Imperio Romano. El cristianismo, por su parte, asoció el
erotismo y la pornografía con la lujuria, considerándolos pecados mortales y
desterrándolos cínicamente de la iconografía medieval. Será en los últimos
siglos del Medievo cuando aparezca la literatura erótica, y ya en el XVI eclosiona
la pornografía propiamente dicha con la invención de la imprenta. Sin embargo, la
comercialización masiva del erotismo deberá esperar todavía algunos siglos, concretamente
hasta el XIX, durante la época victoriana. Finalmente, la pornografía moderna emerge
en los años 70, en la denominada “edad de oro” del porno. Es, precisamente en
1969, cuando la Justicia de los Estados Unidos retira los cargos levantados
contra un hombre que poseía pornografía en vídeo para su uso personal. Y ese mismo
año Dinamarca se convierte en el primer país en legalizarla. A partir de los 90
se ofrece la pornografía en formato DVD permitiendo una distribución mayor y,
entre 1995 y 2000, varias empresas se incorporan a Internet y activan sites oficiales de sus marcas (Playboy y
Hustler, singularmente). Después vinieron las videoconferencias y la
distribución de los contenidos de sexo explícito por la red, que ha alcanzado
un volumen inusitado en esta segunda década del siglo.
Tan
es así que, según las estadísticas que circulan por la red –es
verdad que poco contrastadas, pero que pese a todo pueden darnos una idea general
de la dimensión del fenómeno–, el 12% de las webs son pornográficas (unos
30 millones); cada segundo, los 30.000 usuarios que ven porno se gastan 2500 €
en ello; 40 millones de estadounidenses visitan regularmente páginas porno (la
tercera parte son mujeres). El 8% de los correos electrónicos son pornográficos
(unos 2.500 millones). El 25% de las búsquedas realizadas con los motores de
búsqueda están relacionadas con el porno, es decir, 68 millones al día. El 35%
de las descargas en Internet son pornográficas y los términos más buscados:
“Sex”, “Adult Dating” y “Porn”. Diariamente
se producen 116.000 búsquedas sobre pornografía infantil. Los niños empieza a
ver porno alrededor de los 10-11 años. El 20% de los hombres admiten que lo ven
mientras están en el trabajo y las mujeres lo hacen en un 13%. La duración
media de la visita a una página de esta naturaleza está en torno a los 6-7
minutos.
Ingenuo
de mí que creí que con el “destape” concluiría la fiebre sexual que atribuí a
un país reprimido brutalmente por el nacionalcatolicismo durante cuarenta años.
No podía imaginar lo que nos esperaba.
Aplicaciones como MilePics, SexTube, PornHub, PlanetPorn, Mikandi, cuya descarga permite llevar
con nosotros imágenes y videos pornográficos a todos los rincones de nuestra
vida diaria. Aps como Met24, Grindr, Bender o Manhut, que nos facilitan eventuales
parejas sexuales a través de la geolocalización de personas afines a nuestra
preferencia o apetencia sexual. Páginas para encuentros formales, de amistad,
sexuales, swingers, etc., como Loventine.com, Badoo.com, Match.com, Zonacitas.com, Amigos.com, entre otras. En fin, un fenómeno inabarcable. Un
negocio infinito.
En
este contexto emerge la paradoja a que aludía al principio. En nuestro país, la
edad de inicio del consumo de contenidos para adultos se sitúa en torno a los
9-10 años. El primer móvil, el regalo que más desean los niños, llega a esa
edad. Más del 25%, lo consiguen, mientras que a los 12 lo tienen ya un 75%, y a
los 14 más del 90%. Ese artefacto es su más preciado tesoro, un pequeño-enorme
territorio vedado a sus padres. Los jóvenes no ven el porno como una ficción,
sino como una realidad. Y es que nunca ha habido tanta facilidad de acceso a
contenidos adultos, pese a que sigue sin haber una educación que les proporcione
sentido crítico para analizar lo que ven. Los profesionales tienen la impresión
de que en pocos años dejarán de dedicarse a educar para ocuparse casi
exclusivamente de las terapias.
El
porno ha distorsionado la visión del sexo de los jóvenes y adolescentes. Su
inseparable teléfono está redefiniendo cuanto sucede antes de que lleguen a
experimentar una relación íntima real: la seducción, la intimidad, las propias relaciones.
Aparecen nuevos comportamientos sustitutivos como el sexting (enviarse entre chicos y chicas fotos de genitales, culos y tetas)
porque dicen que les “pone”. El porno que domina la red es una propuesta radicalmente
sexista y hasta racista, focalizado en amas de casa cachondas y niñeras
desesperadas, en mujeres concebidas como objetos que satisfacen los deseos de
los hombres. En los 70, en la época de la explosión de la pornografía, las películas
tenían narrativa, los personajes contaban historias. En el porno actual no se
ve más que a dos o más personas en un determinado lugar fornicando al límite.
Nada más. No hay contexto. Y los adolescentes toman esa ficción como realidad y
entran hipotéticamente en escena como si fueran stars porn. Y obviamente se equivocan. Se equivocan porque no lo
son, son personas de verdad, no personajes. Se equivocan porque sus
experiencias no se editan para corregir menoscabos y gatillazos. Se equivocan
porque una cosa son los orgasmos incontinentes y ficticios de mujeres
pseudoninfómanas o el exhibicionismo de varones sospechosamente dotados, y otra
la realidad de sus atributos y prerrogativas, que en muchos casos confunden con
patologías que no sufren.
Lamentablemente,
la educación sexual todavía no forma parte del currículum académico. En los
escasos espacios donde se aborda, generalmente, se limita a unas clases de
contenido biologicista y centrado en la prevención de riesgos. Términos y temas
como consentimiento, anticoncepción, sexismo, homofobia, higiene íntima,
diversidad sexual, sexting seguro, empoderamiento y solidaridad femenina, etc.
brillan por su ausencia. En el mejor de los casos, es una actividad que depende
de la voluntad de profesores, AMPAS y ayuntamientos. Por tanto, se impone
abordarla desde otros parámetros. Todo el mundo defiende que la educación
sexual debe empezar con la propia educación y en ningún caso en la adolescencia.
Todos los expertos coinciden en que los menores van a tener educación sexual; y
en que depende de nosotros que sea adecuada o indeseable. Hoy por hoy la que
tienen la mayoría de nuestros niños y adolescentes se la proporcionan
sus móviles. Así de sencillo. ¿A qué esperamos?