jueves, 16 de marzo de 2023

Crónicas de la amistad: Elx (46)

Tras el paréntesis navideño y el perezoso inicio del año nuevo, surgió una nueva oportunidad para celebrar la amistad y gozar de sus favores. Hoy, nuestros caminos convergían en Elx. O, mejor dicho, en el Camp d’Elx, en el extenso e imprescindible territorio que explica buena parte de la realidad de un municipio dividido en partidas rurales desde la época de la mal llamada Reconquista, término acuñado por Modesto Lafuente hace alrededor de 150 años que, como se sabe, alude a una concepción ideológica del pasado desafortunada, errónea y anacrónica. El Camp d’Elx es un espacio singular, que ha experimentado importantes transformaciones a lo largo de la historia, relatadas amplia y rigurosamente por distintos autores, muy especialmente por estudiosos locales como Brotons, Ors, Serrano Jaén o Ramos Folqués, entre otros.

Amparados en un profuso respaldo documental, estos estudiosos cuentan que ya los romanos establecieron la «centuriación» e introdujeron técnicas de racionalización y especialización de los cultivos, que son los fundamentos prístinos de la configuración del Camp d’Elx. De hecho, la vigente organización ortogonal de las parcelas es heredera de aquellas vías y canales romanos, algunos de los cuales permanecen fosilizados en las soleras de ciertas calzadas y veredas actuales, como la carretera de Dolores o los caminos de Biscarra y de Alborrocat.

Siglos después, los musulmanes ampliaron las acequias, introdujeron nuevas labores e implantaron técnicas de huerto mixto con palmeras, favoreciendo la evolución del viejo paisaje hacia el modelo que hoy se reconoce en el palmeral histórico y en el área que se extiende al sur del casco urbano. La feudalidad, subsiguiente a la conquista cristiana, determinó la división del territorio en dos zonas con recursos hídricos disimétricos: la del este del Vinalopó, que se atribuyeron los cristianos (Donatiu); y la más árida del oeste, que se reservó a los musulmanes (Magram). Otros acontecimientos que influyeron en la transformación de este espacio fueron la expulsión de los moriscos —un tercio de la población de entonces, que era mayoritariamente campesina— y posteriormente, en el siglo XIX, la progresiva capitalización de la tierra, que incrementó sus rendimientos, muy constreñidos hasta entonces por el rígido sistema de explotación feudal.

Durante el siglo XVIII se colonizaron las zonas húmedas y comunales del suroeste del municipio para su explotación agrícola. Más tarde, al inicio del siglo XX, se acometieron nuevas transformaciones —fundamentalmente la captación de aguas del Segura por la sociedad Riegos «Lo Progreso» y, después, por Riegos de Levante— propiciando que el 80 % de las tierras fuesen regadíos. Se delineaba así la imagen contemporánea del Camp d’Elx. Eso sí, no sabemos por cuánto tiempo, pues recientemente el largo brazo de las plantas fotovoltaicas amenaza con destruir la bienquista morfología de tan singular espacio.

Pues bien, Antonio Antón nos había convocado a las diez y media en lo que pudiera denominarse el frontispicio de este vasto territorio, en el parque arqueológico de La Alcudia, para llevar a cabo la visita que había concertado. Apenas rayaba la hora acordada y, como acostumbramos, allí estábamos todos. Todos, menos Antonio García, al que le surgieron dificultades imprevistas, y Elías, al que hoy añoramos de manera especial porque volvíamos al espacio que transitó años y años, hasta considerarlo su propia tierra. Tras los abrazos y los plácemes, gozosos por la nueva oportunidad que se nos brindaba para expresar y compartir los afectos, las reflexiones y las inquietudes, nos encaminamos hacia el excepcional yacimiento para completar la vertiente cultural con que iniciamos algunos encuentros.

Aunque sea asunto conocido, no me parece ocioso reiterar que La Alcudia es un yacimiento que ocupa una superficie notoria, cercana a las once hectáreas. Durante siglos se utilizó como tierra de labor y como cantera para suministrar piedras y sillares a las construcciones que se emprendían en Elche y su entorno. Fue cuando finalizaba el siglo XIX, con la multiplicación de los regadíos, cuando se produjo una intensa remodelación de este territorio, que alumbró abundantes restos antiguos, entre ellos la Dama de Elche. Actualmente, muchos de los vestigios son visibles cuando se recorre el yacimiento. Además, existen dos edificios complementarios: el Centro de Interpretación, ubicado a la entrada, y el Museo Monográfico, radicado en la zona central. El primero incluye una sala de audiovisuales, otra didáctica y un amplio espacio expositivo, en el que se ofrece la evolución de Ilici, exhibiéndose sus periodos culturales más significativos (ibero, romano y visigodo/bizantino) a través de la ordenación temática de los materiales arqueológicos.

El Museo Monográfico tiene su radicación en un moderno edificio, que acoge una colección de restos procedentes de las excavaciones realizadas y las áreas de trabajo de la Fundación Universitaria La Alcudia. Cuenta con un vestíbulo dedicado a la Dama de Elche, y tres salas, Iberia, Hispania y Spania, en las que se exhiben materiales de las fases históricas más sobresalientes de Ilici, desde la cultura ibérica hasta la Antigüedad tardía. A lo largo del itinerario se visitan espacios interactivos, en los que puede observarse el trabajo que llevan a cabo los equipos técnicos en arqueología y restauración. Un paseo final por las murallas y las termas, por las casas ibéricas y romanas, por el aljibe de Venus, la recreación de un templo ibérico y la basílica cristiana completan un espléndido trayecto, que una vez más recorrimos con enorme satisfacción.

Dije en una crónica anterior que la mente es como una olla presión, como una ciclogénesis explosiva, como un torrente desmadrado capaz de maquinar cualquier cosa, modelar territorios inexistentes o reproducir minuciosamente lo que ni siquiera existe. Y así, en el pequeño trayecto que separa La Alcudia del Nugolat, perdí la vista sobre la inmensa superficie del Camp d’Elx y mi enrevesado cerebro empezó a rememorar retazos de recientes lecturas y a evocar cotidianas reflexiones sobre la portentosa actitud humana que representa la amistad.

En pocos segundos recordé que, a finales del último septiembre, Karelia Vázquez, periodista cubana afincada en Madrid, firmaba un artículo en la sección «Salud y bienestar» del diario El País en el que ponía cifras al «misterio» de la amistad humana. En crónicas precedentes he aludido a la obsesión de la ciencia por conocer sus orígenes, medir su duración e intensidad, hacer cálculos tentativos con esas variables y, en último término, buscar explicaciones a algunos de los dilemas que plantea la relación amistosa; entre ellos, su tendencia menguante a medida que avanza el transcurso de la vida.

En otra ocasión mencioné el llamado «número Dunbar», que representa las 150 relaciones amistosas, estables y significativas, que según los cálculos de Robin Dunbar, psicólogo evolucionista y antropólogo de la Universidad de Oxford, podemos mantener al mismo tiempo. Su teoría organiza las referidas conexiones en círculos concéntricos en función de sus diferencias cualitativas. Obviamente, el célebre número, desde su difusión en los años noventa del pasado siglo, ha sido cuestionado por otros investigadores, que niegan un límite numérico a las relaciones humanas.

Pese a todo, abundan los datos que pretenden acotar los pilares que sustentan las relaciones amistosas. En el último quinquenio, sendos estudios han contrastado que necesitamos tener seis o más amigos para que mejore nuestra vida. Y en algunos de ellos se llega a asegurar que las mujeres de mediana edad consiguen la misma satisfacción con la mitad de esas relaciones amistosas. ¿Por qué? Lo desconozco, habrá que estudiarlo.

Por otra parte, en su último libro, Amigos, el ubicuo Robin Dunbar propone siete factores que en su opinión determinan que cierto conocido acabe convirtiéndose en un buen amigo. A través de una especie de amalgama de conocimiento científico y experiencias personales, analiza y vertebra abundantes aportaciones de disciplinas diversas, desde la psicología y la antropología a la neurociencia y la genética, logrando ofrecer una urdimbre asombrosa que demuestra la complejidad del mundo social, desentrañando a la vez cómo y por qué tenemos amigos. Destacaré de todo ello que, entre los factores o pilares constitutivos de la amistad, subraya las semejanzas de la otra persona con uno mismo, especialmente que tenga un sentido del humor similar, hable las mismas lenguas, crezca en lugares próximos, posea una trayectoria educativa pareja, parecidos hobbies e intereses, comparta un sólido vademécum axiológico y goce de gustos musicales afines. Nada sorprendente, por otra parte.

Todos sabemos que hacer amigos y cultivar la amistad requiere esfuerzo. Se estima que hay que invertir alrededor de doscientas horas para que un conocido empiece a considerarse amigo. Pese a ello, no tengo la menor duda que merece la pena todo empeño por lograr hacer amigos y gozar de sus afectos. Hace una década que una profesora americana midió las consecuencias que el aislamiento tiene para la salud, concluyendo que la soledad tiene un impacto equiparable al que produce fumar quince cigarrillos diarios. No me parece un símil muy afortunado, pero júzguelo cada cual como estime oportuno.

Podríamos preguntarnos, finalmente, si los amigos online producen los mismos beneficios que los amigos «analógicos». En este caso, los resultados de una gran encuesta que se realizó recientemente en Canadá confirmaron nuevamente la importancia de los amigos reales en la percepción del bienestar, una correspondencia que no pudo acreditarse para las conexiones realizadas online. En fin, piénsese lo que se quiera. Yo, simplemente, reiteraré la vieja sentencia de Mark Twain que reza: «Hay tres clases de mentiras: la mentira, la maldita mentira y las estadísticas». Porque los investigadores concluyen —y ello me parece poco discutible— que si tenemos una vida larga acabaremos con uno o dos amigos en nuestro círculo más próximo y el resto se quedará en el camino. En todo caso, con los años, la vida social suele reducirse y los círculos concéntricos de relaciones más débiles o casuales se evaporan. En fin, ley de vida, que diría el séneca.

Ensimismado con estas cavilaciones, sin apenas apercibirme, habíamos alcanzado las puertas del Nugolat, un restaurante familiar de extensa trayectoria, pues inició su andadura como posada allá por 1934. Sucesivas generaciones han ido adaptando el local, el servicio y la cocina tradicionales a los nuevos tiempos, ofreciendo una muestra amplia de la gastronomía ilicitana, con precio asequible y calidad aceptable. El Nugolat, l’Estanquet, La Úrsula, Matola y otros establecimientos de más reciente radicación (Carlos, Ricardo, Cachito, Casa Martino, Racó d’Anna…) son restaurantes de referencia, que conservan las costumbres culinarias de las partidas ilicitanas, los platos que tradicionalmente se han preparado en el campo, especialmente los arroces, a los que han ido añadiendo otros más elaborados de la cocina contemporánea, buscando armonizar la tradición con la innovación y la creatividad a base de colores, formas y sabores integrados en un producto de cierta calidad.

Una vez en el restaurante, nos han ofrecido varias ubicaciones. Finalmente, nos hemos decantado por un reservado espléndido, que proporcionaba una cierta privacidad y, sobre todo, la autonomía aconsejable para abordar el remate musical del encuentro. Ya en la mesa, para abrir boca, hemos improvisado un aperitivo inicial, compuesto por navajas, boquerones y patatas chips, que hemos consumido en un pispás, regándolo con las primeras cervezas. Ciertamente, el día era espléndido climatológicamente hablando y traíamos una sed intrínseca, tras el recorrido arqueológico. Inmediatamente, la regente del establecimiento ha activado, ahora sí, el aperitivo convenido a base de jamón ibérico, queso curado, blanquito y almendras, a los que han seguido unos calamares al estilo tradicional y alcachofas a la plancha con virutas de jamón. Todo ello acompañado de pan tostado con aceite. Las especialidades anteriores se han reforzado con sendas raciones de hígado de cerdo encebollado y de caracoles. Como plato principal, se nos ofrecía una amplia variedad de arroces o, alternativamente, chuletas de cordero a la brasa, solomillo, lubina al horno... Hemos optado casi unánimemente por el arroz con conejo y caracoles, especialidad de la casa. Luis, siguiendo su costumbre, ha elegido las chuletas. Por cierto, excelentes, a su parecer. En cuanto al arroz, los expertos le han puesto algún reparo, básicamente un pequeño exceso de aceite y el escaso reposo antes de servirse. Todo ello ha sido maridado con cervezas, vino tinto de la tierra (El Sequé) y un albariño de Martín Códax. De postre, la mayoría nos hemos decidido por la tarta de Elche —pastel tradicional en las bodas, a base de almendra y merengue, entre otros ingredientes— acompañada de helado de turrón. Alternativamente, alguno se ha decantado por la piña natural.

Estos últimos y deliciosos bocados han precedido al remate musical que, como siempre, ha protagonizado nuestro intérprete favorito: Antonio Antón. Una vez más, con su proverbial versatilidad, se las ha apañado para amenizar la despedida e integrar con su canto, de la manera menos estridente posible, nuestros desafinados y siempre voluntariosos acompañamientos vocales. Hoy, ha puesto sobre la mesa una claqueta de temas variopintos de su inagotable repertorio, inclusiva de piezas inolvidables (Del puente a la alameda), canciones populares (Xe, què agust; La briola i el cremador, Si se me apaga el cigarro…), himnos como Si em dius adéu o Diguem no, remembranzas entrañables (María la  portuguesa, He deixat ma mare…); canciones de trinchera (Hora negra, A cabalgar…) y otras inclasificables, como aquella Niña tonta de papá rico, de la genuina Desde Santurce a Bilbao Blues Band.

En fin, qué añadir. Otra magnífica jornada, plena de sosiego, bonhomía, afectos e inmensos disfrutes emocionales. Brindamos por los ausentes y, con nuestros mejores deseos, nos emplazamos para el próximo 4 de mayo, esta vez en Santa Pola. 



jueves, 9 de marzo de 2023

Imagen de lo desconocido


Boda de mis abuelos paternos 
(27 de noviembre de 1899)


«Una imagen vale más que mil palabras», reza el dicho popular, que es a la vez una de las frases preferidas de fotógrafos, cineastas y artistas plásticos. Una sentencia que como he dicho en otras ocasiones casi ha alcanzado la categoría de dogma, de verdad incuestionable. Asunto este delicado e incluso comprometido, porque aceptar sin reservas tal afirmación puede conducir a un chasco estrepitoso o al ensimismamiento más infructuoso. No son pocos los fotógrafos y artistas plásticos que en algún momento de sus carreras profesionales han asegurado que sus obras se vendían solas, pese a que la terca realidad se obstinaba en demostrarles que no encontraban comprador alguno. Pero no creo que sea este el caso, al menos en lo que a mí se refiere. 

La imagen a la que hoy dedico mis comentarios —copia restaurada de una vetusta fotografía— incluye tres docenas de personas, que suponen buena parte de mis ancestros por vía paterna. Si revelo que únicamente he conocido personalmente a dos o tres de ellas, la pregunta resulta obvia: ¿qué interés puede tener para mí semejante instantánea? Respondo inmediata y categóricamente: lo tiene, y mucho. Para empezar, diré que se tomó el día de la boda de mis abuelos paternos, celebrada el 27 de noviembre de 1899, según me contó hace tres décadas mi tía Carmen, hija menor de los contrayentes, fallecida en 2001, a la edad de 88 años. De modo que nos movemos entre aromas añejos acreditados.

En un pueblo agrícola y montaraz como el mío, poblado por menos de dos millares de habitantes en el año finisecular del siglo XIX, debían ser inusuales las instantáneas. Lo que he podido rescatar entre las pertenencias que me legó mi familia más cercana y otros testimonios, me permite asegurar que las fotografías no eran moneda corriente en aquella sociedad precaria, en la que los ciudadanos empeñaban sus extenuantes esfuerzos y los escasos dineros disponibles en atender necesidades mucho más prosaicas. En algún otro lugar, he dicho que mi familia paterna era una «estirpe de posibles», radicado el término en el contexto socioeconómico de un municipio esencialmente agrícola en aquel tiempo crítico. Desde ese punto de vista, la fotografía a la que me refiero me parece un dispendio extraordinario, que no estaba al alcance de cualquiera. Así pues, me siento un privilegiado por disponer de un testimonio gráfico tan revelador y emotivo.

Me echo a la cara la fotografía y me surgen las primeras preguntas. ¿Quién sería el autor? Aunque no hay rastro explícito, la respuesta me parece que no ofrece dudas: un profesional, alguien que disponía de una cámara capaz de tomar una panorámica semejante. Segunda pregunta, ¿dónde se tomó? Parece imposible precisar el lugar concreto (probablemente a las puertas de la vivienda de mis bisabuelos). Sea cual fuese ese lugar, deduzco que debió estar en Chiva. Distintos indicios me llevan a esa convicción: por un lado, la presencia de muchos más parientes y amistades de mi abuela que de mi abuelo; por otra parte, la abundante presencia de mujeres. No parece plausible en aquellas fechas el desplazamiento de un contingente tan numeroso entre localidades distantes 20 kms., que exigía viajar en carro durante 5 o 6 horas y disponer de alojamiento en el destino. Por otra parte, la mayoría de los oriundos de Gestalgar son varones, a quienes resultaría más fácil el viaje y el hipotético alojamiento, aunque no resulta desdeñable que hiciesen el camino de ida y vuelta entre Gestalgar y Chiva el mismo día. De hecho, bastantes años después, cuando estudiaba en esta localidad, contrasté que mi padre lo hizo en más de una ocasión.

Pero fijemos la atención en la instantánea. Empezaremos por el ángulo inferior izquierdo. Aquí encontramos en primer lugar a Félix Cervera (número 31), conocido en casa como el tío Félix de Rita. Un trabajador incansable, que ayudó como jornalero a mis abuelos y a mi padre durante muchísimos años, y al que nos ha unido, igual que a su hermano Claudio, una amistad rayana en la familiaridad. A su izquierda, aparece un jovenzuelo desconocido (32) y a continuación, con el número 33, se ve a Miguel Herráez, progenitor de otro del mismo nombre, al que conocí siendo niño como «Miguelico». Fue persona que desempeñó en el pueblo distintas ocupaciones administrativas (corredor de comercio, delegado bancario, etc.) y murió nonagenario. A su izquierda está Ricardo (34), a quién no sé identificar de mejor manera. Junto a él, aparece Manuel (36), hermano de mi abuela Carmen, la contrayente, sosteniendo con sus brazos a su hija, Doloricas (35), y a su hermano Manuel (37), que falleció veinte años después. Sentada a su izquierda, está María (38), la afamada «Corachana», hermana de mi abuela, que falleció soltera y nonagenaria. Sostiene en su regazo a Fernando Corral Corachán (39), padre de mis primos Alfredo y Fernando. Completando la fila inferior, aparece el perro de mi bisabuelo, Manuel Corachán Valero, acreditado cazador, según decían, cuyo perro no podía faltar en la foto familiar de un evento tan destacado (Dejo constancia de que también lo he visto en otras instantáneas).

Desplazo la mirada, remontándola al margen izquierdo de la segunda fila. Inicia la secuencia una jovencita (23), con cara de pocos amigos, que era una sirvienta de la casa. A su lado, con idéntico grave semblante aparece la tía Eulogia (24), de la que no puedo dar mayores detalles. Y junto a ella, con un porte circunspecto y acorde con la formalidad del instante, aparece el tío Justo (25), en cuyos hombros descansan las manos de la tía Pepa. Justo a su izquierda, en el centro de la fotografía, están los contrayentes: mis abuelos Vicente Carrasco Suay (26) y Carmen Corachán Bonacho (27) que, por lo que he podido averiguar, revisando lápidas y otros documentos, contaban respectivamente 28 y 24 años. Flanquea por su izquierda a mi abuela su hermana, Manuela (28), esposa de Fernando Corral, al que me referiré después. A su lado están sus padres: mis bisabuelos Micaela Bonacho (29) y Manuel Corachán Valero (30), con el sombrero reposando sobre su rodilla.

Vuelvo de nuevo la mirada al margen izquierdo y, en la tercera fila, descubro con cara resignada a una criada de la panadería de mi bisabuelo (13), cuyo nombre desconozco. A su lado, está Milagros (14), hermana de mi abuela, una joven «rechazada», según oí decir, seguramente por emparentar con algún mozo que no sería del agrado familiar. Ciertamente, he olvidado un chisme que, por otro lado, nunca me ha interesado. Lo que está claro es que algo había porque aparece desgajada del núcleo familiar, que se visualiza concentrado en el lado opuesto de la fotografía. Según me dijo mi tía Carmen, aunque sin asegurarlo, el señalado con el número 15 es el tío Jesús de Ramonico que, a decir verdad, no sé qué le vinculaba a mi familia. A la derecha, luciendo mantón, como todas las señoras, está la tía Pepa (16), esposa de José Sánchez, de Bugarra, al que aludiré más tarde. Entre ella y el cura, emerge el parvo busto de Leoncio Carrasco Suay (17), hermano de mi abuelo, padre de mi tío, del mismo nombre, y abuelo de mis primos Leoncín (que murió siendo adolescente), Salvador (Voro para todo el pueblo) y José, que es la viva imagen de su abuelo. De hecho, es una de las pocas personas de la fotografía que identifiqué sin la ayuda de mi tía.

Tras los contrayentes, casi como fedatario del recién trabado vínculo matrimonial, aparece el cura Valero (18), justo a las espaldas de mi abuelo que, por cierto, fue hombre de profundas convicciones religiosas, según se me dijo siempre, y a su vez persona sensata, conciliadora y con excelente reputación. Desconozco quién es la persona con sombrero (19) que aparece a su lado, tras mi abuela. Junto a ella, con la inequívoca fisonomía de la familia Corachán, aparece Micaela (20), que residió en Xàtiva, supongo que por ser el lugar de procedencia de su marido. Creo recordar que no tuvo descendencia. En esa población hizo el servicio militar mi padre, en los años veinte. Junto a ella, encontramos a Dolores Obrador (21), esposa de Manuel Corachán (36) y madre de mis tíos Dolores, Manuel y Bernardo, este último todavía no nacido, que acabó siendo el continuador de la saga de horneros chivanos. Una persona excepcional al que aprecié y recuerdo como merece. Cierra esta tercera fila de personajes un ufano jovencito (22), sirviente de mi familia, cuyo nombre desconozco.

Por último, en la cuarta fila hacia la izquierda, rematando la parte superior de la fotografía, se recorta la imagen del tío Simeón el Vasero (1), al que recuerdo de oídas. A su lado, aparecen tres personas cubiertas con sombrero (números 3, 4 y 5), cuyas identidades desconozco. El siguiente es José Sánchez (6), de Bugarra, esposo de la tía Pepa y ancestro de mis primos José y Rafael, el primero de ellos agricultor empedernido y mediero largos años en la explotación de nuestras tierras gestalguinas. José y quién tiene a su lado, Fernando Corral (7), debían ser los cachondos del grupo, una condición que percibí en su descendencia. Sí, tanto su hijo Fernando Corral como su nieto homónimo eran un venero de chanzas, algazaras y bullas, y de un hablar atolondrado y hasta ininteligible. Tales atributos contribuían notoriamente a generar a su alrededor gratísimos climas en las relaciones sociales y familiares. Hace más de dos décadas que se fue y todavía recuerdo a mi primo Fernando dándole cariñosas palmadas en el trasero y gastándole bromas a nuestra tía María Corachán, siendo ya octogenaria. Cierran la fila Pablo Torres (8), secretario del Ayuntamiento, según me dijo mi tía Carmen, el tío Morau (9), padre de la tía Diluvina, vecina de mi abuela Malena; el tío Sento (10) y el tío Ángel (11), padre de la tía Adoración, esposa del tío Antonio «Cabecica Larga», un pastor que durante muchos años guardó sus rebaños de ovejas y cabras en nuestros corrales de la Casa Suay y de Albacora. Finalmente, desconozco a la persona señalada con el número 12.

Como se ha dicho, y yo mismo he apuntado en algún otro lugar, me cuento entre los humanos que hemos acabado comprendiendo que nuestra individualidad es solo una estación transitoria en el proceso de permanente renovación de la vida. Me cuento entre los que sabemos que algún día desaparecerá́ toda huella de nuestro paso por el mundo, incluso en la memoria de los nuestros. Porque mal que nos pese nacemos, nos agitamos algún tiempo y desaparecemos por completo, y debemos reconocer modestamente que nada sustancial se pierde con ello.

Pese a todo, sin creerme superior a nadie, me siento orgulloso de pertenecer a mi familia. Aunque quisiera hacer alguna precisión al respecto. El orgullo se puede considerar una actitud de superioridad hacia los demás, pero también se entiende como un sentimiento de satisfacción con algo propio o cercano, que se considera meritorio. En el primer caso, alude a una actitud inadaptativa, sinónima de soberbia, arrogancia y vanidad, cualidades propias de seres rígidos o narcisistas, entre los que sinceramente creo que no me cuento. Sin embargo, el orgullo entendido como valoración de la identidad de cualquier persona, de sus logros y de los grupos a los que pertenece, en absoluto implica un talante de superioridad sino que apunta a cómo uno se autovalora por lo que es y por lo que tiene. En este caso, refrenda que los seres humanos celebramos la pertenencia a nuestro grupo natural, que valoramos esa parcela identitaria, que reivindicamos que el conjunto de la sociedad acepte lo que somos y nuestra procedencia. Y en este aspecto me he sentido, y me siento, orgulloso de formar parte de mi familia. Rotundamente.