domingo, 10 de julio de 2016

Ese oscuro objeto del deseo.

Hoy nos hemos levantado temprano. Teníamos pendientes unas analíticas y ello ha motivado que abandonásemos la cama prematuramente, cosa que, por otro lado, no es inhabitual. Tras asearnos, nos hemos dirigido al consultorio médico que nos corresponde en el centro de la ciudad. Excepcionalmente, hemos hecho el desplazamiento en coche por razones que no viene al caso explicar. Como, además,  necesitaba hacer unas fotocopias, he aparcado en zona naranja y he introducido un euro en la máquina dispensadora de tickets que, a cambio, me ha obsequiado con algo más de media hora de estacionamiento autorizado, tiempo que me ha parecido suficiente para completar los recados matutinos.

Una vez hemos abandonado el vehículo, mi mujer se ha dirigido al consultorio y yo a la fotocopiadora. Mientras recorría los escasos quinientos metros que separan la acera junto a la que he dejado el coche y el lugar de la calle Colón donde suelo hacer las fotocopias, he reparado en un grupo de personas que había a la sombra, sobre una de las aceras de la calle Navas, en el que predominaban ostensiblemente las mujeres. A esa hora en que escasea el tráfico y hay poco trasiego de peatones, caminaba distendido y bastante ajeno a lo que sucedía a mi alrededor. Tal vez por ello, más allá de la superficial impresión que probablemente me ha estimulado la insólita reunión, apenas he sostenido la atención en tan inusitado acontecimiento. O tal vez haya sido porque mi retina está acostumbrada a ver por esa zona grupos de personas en actitudes semejantes. Lo cierto es que caminaba tan distraído y absorto en mis pensamientos que no he advertido más detalles, ni he dado mayor importancia a la anécdota. Luego, cuando he salido del ensimismamiento, he recordado que cerca de allí, junto a la iglesia de Nuestra Señora de Gracia, hay una sede de Cáritas ante cuya puerta es habitual encontrar a grupos de personas que a determinadas horas esperan en las aceras el reparto de víveres, ropas y otros pertrechos que les proporcionan allí.

Así pues, cuando circulando por la acera de enfrente apenas había rebasado la altura en la que se encontraba aquel grupo, inopinadamente, en un instante, una pequeña algarabía me ha hecho volver la mirada atrás para advertir que la gente se había movilizado con gran celeridad, como si la hubiese sacudido un resorte. Ha sido tan imprevisible su reacción que, casi atónito, he contemplado sorprendido su arrobadora agitación. Las personas han cruzado la calle raudas y absortas, sin reparar en que los coches que transitaban podían atropellarlas. Ante semejante apresuramiento y tan espontánea confusión no he podido apartar la mirada de aquellas gentes y mucho menos del destino al que se dirigían. Cuando lo he identificado, más que sorprenderme, me ha obnubilado, haciendo que no diese crédito a lo que veían mis ojos. El grupo de personas, entre las que abundaban las mujeres de mediana edad, había puesto rumbo a la entrada de un bingo. Aún no eran las diez de la mañana cuando todos porfiaban por ser los primeros en acceder al local de apuestas de la calle Navas, que hoy cobraba vida de esta singular manera, como seguramente lo hace todas las mañanas del año.

El tropel y la agitación de mujeres y hombres descubría en su atolondrado proceder la ansiedad que les embargaba. Mientras cruzaban la calle, unos aspiraban compulsivamente sus cigarrillos, inhalando profundas bocanadas de humo para aprovechar los últimos segundos antes de entrar en el local. Otros porfiaban, braceando y tratando de obstaculizar y ganar la posición a quienes tenían al lado, intentando adelantarles en el acceso a una sala en la que no solo cabían todos ellos, sino diez veces más. Sin embargo, todas sus  miradas estaban obcecadamente fijas en la puerta de entrada, que probablemente habían convertido en su particular objeto de deseo, un acceso que, en ese momento, supongo que visualizaban como el único camino posible a la penúltima oportunidad de sus vidas. Posiblemente esa es la encrucijada en la que cada mañana todos sitúan sus anhelos, aún sabiendo en su fuero interno que será la enésima oportunidad perdida.

Contemplas estas escenas y es imposible sustraerte a las ansiedades, problemáticas y dramas que seguramente arrastran la mayoría de estos conciudadanos. Especulas sobre lo que diariamente mentirán y sobre cuanto habrán descuidado de sus presupuestos familiares, o sobre lo que habrán robado para pagarse sus adicciones. Imaginas el círculo vicioso en el que probablemente viven: mentir, robar, pedir prestado y no pagar, acumular deudas en tarjetas de crédito, usar el dinero de la comida, las medicinas, los recibos del agua o la luz… para seguir jugando. Reflexionas sobre la ingente cantidad de personas que van destruyendo sus lazos familiares y amistosos –para muchas de ellas ya no existirán– porque el juego se ha convertido para ellas en lo más importante, incluso más que su propia salud y la de sus familias.

Adicciones que son el caldo de cultivo de actividades lucrativas millonarias, en las que no solo participa gente desaprensiva sino los propios Estados, que consiguen ingresos cuantiosísimos en este diversificado mercado, que abarca desde las loterías y apuestas estatales a los casinos, bingos, máquinas tragaperras, etc. Miles de millones que tienen origen en actividades inequívocamente delictivas como la criminalidad, el lavado de dinero, las mafias del juego, la inseguridad pública, el trafico de drogas, los robos, el crimen organizado, la corrupción política, la prostitución y la trata de blancas, etc. Un dineral que se amasa favoreciendo por acción u omisión lacras como el alcoholismo, la drogadicción, la desestructuración familiar, las deudas de juego, el suicidio de jugadores, la delincuencia común, el despilfarro, el absentismo laboral, el endeudamiento, la ansiedad, las ludopatías, etc., etc. 

Las adicciones no son exclusivamente problemas económicos, sociales y familiares, también son enfermedades. Su atención precisa de enfoques multidisciplinares y de la inversión de importantes recursos por parte de las instituciones y de la sociedad civil. En este ámbito, como en otros que afectan especialmente a los grupos sociales desfavorecidos y a personas vulnerables o en situación de riesgo, queda muchísimo por hacer. Rompo una lanza porque no se aplacen los esfuerzos para atajar y reducir hasta lo posible una realidad dolorosa e intolerable, que me sonroja como ciudadano. Y no solo eso, sino que llega a conmoverme cuando se muestra en situaciones tan crudas como la que presencié esta mañana.

martes, 5 de julio de 2016

Cincuentenario.

No todos las semanas se puede celebrar un cincuentenario. La duración de la vida apenas alcanza para conmemorar algunos y me he propuesto festejar los que considero que merecen la pena. Dentro de pocos días acontecerá uno de ellos, el de mi llegada a esta ciudad, Alicante. Fue durante el mes de julio de 1966. Justo el año en que salió a la venta el Seat 850 –tuve la oportunidad de disfrutar de uno de ellos algún tiempo después– y se estrenaron películas como Fahrenheit 450, de F. Truffaut o La jauría humana, de Arthur Penn, con Marlon Brando, Robert Redford, Angie Dickinson y Jane Fonda. ¡Ahí es nada! También pudimos ver Hace un millón de años, ¿Qué hiciste en la guerra, papi?, Golfus de Roma o En bandeja de plata, de Don Chaffey, Blake Edwards, Richard Lester y Billy Wilder, respectivamente. ¿Alguien da más? Fue el año en que el Madrid ganó al Partizán de Belgrado su última copa de Europa (?), en blanco y negro. También Manolo Santana ganó Wimbledon, derrotando en la final al norteamericano Dennis Ralston, lo que le valió ser designado número 1 del tenis mundial. ¡Qué años los de aquella prodigiosa década!

Estas cosas que parece que me salen de carrerilla, cómo si las hubiese aprendido nada más llegar, las sé porque, por encima de los imprecisos recuerdos que retiene mi memoria, mi insaciable curiosidad me ha llevado, tiempo después, a reconocerlas, revisitarlas y reelaborarlas. Cuando llegué a la ciudad, con catorce marzos recién cumplidos, apenas alcanzaba a ver lo que acontecía poco más allá de las estrechas veredas y las pequeñas heredades de mi pueblo. En el mejor de los casos tenía una vaga impresión de lo que acaecía en la ciudad de Valencia, o mejor dicho, de lo que mostraba de aquella realidad la sección “miscelánea de actualidad” que solía incluir el diario Las Provincias, que compraba mi tío Bernardo. Eran páginas impresas en papel satinado y entintadas en color verde oscuro, como el de los uniformes de la guardia civil, que recogían los ecos de sociedad y otras anécdotas amables de la vida metropolitana, que me encantaba ojear y también recortar de vez en cuando. Todavía desconozco qué me inclinaba a ello, pero, sinceramente, me agradaba, de la misma manera que me complacía repasar los catálogos de libros de las editoriales Bruguera, Plaza y Janés, Gredos, Planeta, Espasa Calpe, Labor, Salvat, Seix Barral, Ediciones Toray, y tantas otras, o los folletos que anunciaban los cursos CCC y de la Academia CEAC, a los que estaba suscrito porque eran gratuitos.

Fraga y el embajador norteamericano
bañándose en la playa de Palomares.
Si existe una fecha concreta de 1966 que sea especialmente célebre es, sin duda, el 17 de enero. Ese día se produjo el “incidente de Palomares”, que no es sino una referencia eufemística al accidente nuclear ocurrido en el cielo de la localidad almeriense, donde colisionaron fortuitamente, durante un repostaje en vuelo, el avión nodriza y un bombardero B52. Ello ocasionó el fallecimiento de siete u ocho militares, así como que se precipitasen sobre el mar y la zona costera colindante los restos de los aparatos, que incluían cuatro bombas nucleares que no explosionaron, aunque sí contaminaron la zona. La imagen del entonces Ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga, y del embajador norteamericano bañándose en la playa de Palomares para intentar desdramatizar el accidente dio la vuelta al mundo, aunque no sé si contribuyó a disipar los temores de lugareños y turistas.

El año de 1966 llegaron a España las primeras noticias de los hippies, unas gentes de apariencia primitiva, que se mostraban públicamente semidesnudas, con el pelo asalvajado y desmesuradamente largo, que se autodenominaban pacifistas y que no eran nada materialistas. Habitaban en California y en otros lugares de Norteamérica y propagaban un lema universal, Peace, que era indisoluble de su flower power, su marihuana y sus músicas –rock psicodélico, groove y folk contestatario– que tan especialmente interpretaban artistas como Janis Joplin, Joan Baez, Creedence Clearwater Revival, Crosby, Stills, Nash & Young, Santana, The Who, Jefferson Airplane o Jimi Hendrix.

Por estos pagos patrios, ese año arrancó en la Cadena Ser el programa Los 40 principales, siendo su primer número uno Monday, monday, de los extraordinarios The Mamas & the Papas. Además, por una extraña coincidencia, Jackie Kennedy apareció simultáneamente, y por primera vez, en minifalda... y en público. Fue el año que comenzaba la revolución cultural china, mientras aquí se vendían los discos de Raphael. Aquel mítico single Yo soy aquel, y los no menos legendarios Con un sorbito de champán, de los Brincos; y Black is black, de Los Bravos, que hace años convertí en la señal de llamada de mi teléfono. En la vorágine estival triunfaron Juanita banana, adaptación de una canción popular mejicana que hicieron los norteamericanos Tash Howard y Murray Kenton; las versiones de Guantanamera que crearon Pete Seeger, The Weavers y Joan Baez; y también, cómo olvidarlo, Yellow submarine, de los Beatles.

Esta vorágine de acontecimientos que, obviamente, he metabolizado posteriormente porque entonces apenas si tuve tiempo de reparar en su discurrir, significaron para mí, siquiera inconscientemente, la eclosión a una nueva vida, a un nuevo periplo que, desde aquella soledad inicial y vespertina que sentí el día de mi llegada –a la que aludí en otra ocasión–, me ha traído hasta aquí y me ha hecho ser quien soy, entre los míos y entre mis amigos. En esta segunda patria me he impregnado de aprendizajes, costumbres y quimeras que me han procurado los años y que he intentado entremezclar, aunque no siempre lo he conseguido, con el poso que traía de origen. Hoy la sustancia mestiza que me conforma es la médula de mi arquitectura vital. Por eso, celebro haber llegado entonces al puerto en que encontré mi destino, en el que he permanecido medio siglo y en el que he empeñado mis mejores afanes. Pese a que a veces critico algunas de sus cosas –con la boca pequeña, todo hay que decirlo–, mientras tenga conciencia agradeceré a esta tierra y a sus gentes su generosa y cordial acogida.

sábado, 2 de julio de 2016

¡Soy abuelo!

Acaban de hacerme abuelo. Mi nuera parió hace una semana a mi primer nieto. Todo fue estupendamente. Ella está muy requetebién y mi nieto, ¿qué voy a decir?, pues eso, lo que seguramente declara todo el mundo, que es una criatura maravillosa y que ha debutado en la vida sano y aparentemente feliz (le preguntaremos más adelante para tranquilizarnos), como lo estamos sus padres y sus abuelos.

Dicen que la relación entre abuelos y nietos es transcendental porque ambos juegan un papel importantísimo en la familia. Los estudios académicos insisten en la necesidad de fomentar ese vínculo porque, según arguyen, proporciona a todos beneficios psicológicos, reales y mensurables. Se asegura, por ejemplo, que la ligazón que existe habitualmente entre nietos y abuelos es un bálsamo para ambos. Se ha constatado, asimismo, que, pese a que la sociedad actual obliga a muchos padres a trabajar fuera del hogar y a confiar entretanto el cuidado de sus hijos a los abuelos, esa sobrecarga de trabajo y responsabilidad no se traduce en una rémora, al contrario, se ha comprobado que les compensa sobradamente porque les reporta una cierta inmunidad contra la depresión. También se ha verificado que los nietos se benefician del trato que reciben de sus abuelos, que les proporciona un bienestar psicológico del que gozan hasta bien entrada la edad adulta

Dicen, por otro lado, que entre abuelos y nietos se da una relación cariñosa y zalamera, que ya percibo, y que los primeros sienten un inmenso placer cuando están con los segundos, cosa que también corroboro, aunque se trate de un gozo incipiente. Y aseguran que es así porque tener nietos representa una manera de renovarse, de sentirse más partícipes de la vida familiar e incluso de percibirse más jóvenes y actualizados (esto último todavía no lo he experimentado). Parece que esa especie de estado de levitación sobreviene espontáneamente cuando se generan a nuestro alrededor contextos relajados, en los que se diluye la obligación de educar y prima la permisividad con las actitudes distendidas y gratificantes, como dar cariño sin contención, echar una mano de vez en cuando o contribuir a que las nuevas generaciones encaren sus vidas de la mejor manera posible.

Dicen, no sé si interesadamente, que es formidable el valor de los abuelos para la crianza de los niños. Conozco algunos estudios realizados hace más de cincuenta años en los que se definieron los estilos de ser abuelos (abuelidad y abuelazgo, son los neologismos que en ciertas latitudes se han habilitado para definir una condición que no tiene mención específica en el castellano), aunque no todo mundo está de acuerdo con esos afanes clasificatorios, con los que ha habido sus más y sus menos en el curso de los años. Sin embargo, más allá de que se pueda o convenga clasificar los estilos de ejercer la condición de abuelos, comúnmente, se acepta que con su experiencia contribuyen a resolver algunas crisis familiares, facilitando, por ejemplo, la comunicación entre padres e hijos. También ayudan, como se ha acreditado, en el cuidado de los niños cuando los padres lo necesitan, así como transmiten valores familiares y mantienen el vínculo entre las generaciones. Es una realidad incontrovertible que las historias que los mayores cuentan a los nietos sobre la vida de sus padres les gustan mucho, a la vez que contribuyen a su desarrollo personal. Así mismo, los abuelos ayudan a que conozcan y entiendan el sentido de continuidad en la familia, a que perciban a sus padres como seres humanos iguales a ellos y, por tanto, emergen como piezas cruciales para la identificación de los hijos con sus progenitores. Sin embargo, los abuelos además de enseñar aprenden de sus nietos, particularmente algunas de las competencias que parecen adquisiciones espontáneas de las nuevas generaciones. Ello, sin duda, redunda en que sientan que siguen siendo útiles e incrementa su percepción de que viven en las proximidades de la felicidad.

Por decir, se llega a decir que los abuelos consiguen parar el tiempo. Esto me parece importantísimo porque hace años que observo que los niños y jóvenes no tienen tiempo ni para disponer de su tiempo. Nunca ha sido tan bestial la aceleración de las rutinas vitales. Curiosamente, una de las pocas cosas que he aprendido en mi vida es que hay que tener tiempo para buscarlo y encontrarlo. Por eso me parece fantástico que se acredite que cuando los nietos llegan a la casa de sus abuelos detienen sus relojes y se olvidan de casi todo: de los deberes, de las tareas domésticas de las que son responsables, de sus pequeñas y grandes obligaciones diarias, etc. Aseguran que, cuando están en esas maravillosas moradas, el tiempo se les para porque allí solo tiene duración el cariño, la atención exquisita y la calma, la pausa en el escuchar, el jugar sin reglas ni límites convencionales...

Pero no todo es tan idílico, no siempre las relaciones entre abuelos y nietos es la deseable. También ofrece aristas, conflictos y desencuentros, motivados a menudo por las discrepancias sobre las pautas educativas que mantienen padres y abuelos, que evidencian a menudo la brecha generacional que los separa. Ni unos logran entender lo que consideran criterios y actitudes periclitados de los otros, ni estos aceptan las convicciones que aquellos desean imponer. Pese a todo, se dice –creo que con bastante razón– que, más allá de la ayuda que muchos abuelos brindan a sus hijos para el cuidado de los nietos, pueden aportarles otras muchas cosas, entre ellas: tiempo, paciencia, experiencia, tolerancia, transmisión del sentimiento de que se es parte de una familia, con raíces en el pasado y proyección hacia el futuro, etc.

Es más, los abuelos pueden proporcionar a los pequeños la oportunidad de diversificar sus relaciones de apego, facilitando que transciendan el pequeño universo que conforman papá y mamá y acompañándoles en el tránsito por los nuevos espacios afectivo-sociales, con la misma seguridad que acostumbran a recorrer los privativos de sus progenitores. Por otro lado, las actuales generaciones de abuelos tenemos el valor añadido de una mayor longevidad y una mejor salud. Este inmenso patrimonio, que es el resultado del avance general de las condiciones de vida conquistado en las últimas décadas (aunque lamentablemente no está universalizado) asegura una vitalidad generalizada, inconcebible en las generaciones anteriores. Hoy, muchos podemos acompañar a nuestros nietos al cine, a los teatros y museos infantiles, o a los parques de atracciones, de la misma manera que compartimos con ellos paseos en bicicleta, baños en las piscinas y en la playa, o partidos de futbito y tenis. Algo casi inconcebible hace muy pocos años.

Debo ir concluyendo con esta primera entrega del vademécum del abuelo. Recojo, finalmente, algunas recomendaciones que aseguran que la actitud de los padres es fundamental para lograr una buena interacción entre abuelos y nietos. Los expertos aseguran que es conveniente que los padres tengan una buena relación con los abuelos. Dicen que es importante que hablen bien y se preocupen por ellos, que les presten atención y que les dispensen un trato afectuoso. Al fin y al cabo, son los modelos que imitan los hijos y copiarán mucho de su propio comportamiento. También aconsejan que las diferencias entre padres y abuelos se resuelvan al margen de los nietos. Por último, insisten en que no debe sobrecargarse de tareas a los mayores y sí integrarlos, en la medida de lo posible, en las actividades de ocio que practica el grupo familiar. Evidentemente, además de ayudar, los abuelos deben disfrutar y contribuir en la medida de sus posibilidades a los momentos placenteros que viven las familias.

Como es de suponer, de cuanto antecede sé más bien poco, pero quiero aprenderlo rapidito, cuanto antes mejor, no vaya a ser que me pierda algo que merezca la pena. Prometo aplicarme a asimilar la parte que me toca y a practicarla cuanto me dejen. Tengo el firme propósito de convertirme en un gran abuelo y tengo la esperanza de que, dentro de algunos años, mi nieto piense que lo logré.