Acaban
de hacerme abuelo. Mi nuera parió hace una semana a mi primer nieto. Todo fue
estupendamente. Ella está muy requetebién y mi nieto, ¿qué voy a decir?, pues
eso, lo que seguramente declara todo el mundo, que es una criatura maravillosa y
que ha debutado en la vida sano y aparentemente feliz (le preguntaremos más
adelante para tranquilizarnos), como lo estamos sus padres y sus abuelos.
Dicen
que la relación entre abuelos y nietos es transcendental porque ambos
juegan un papel importantísimo en la familia. Los estudios académicos insisten
en la necesidad de fomentar ese vínculo porque, según arguyen, proporciona a
todos beneficios psicológicos, reales y mensurables. Se asegura, por ejemplo, que
la ligazón que existe habitualmente entre nietos y abuelos es un bálsamo para
ambos. Se ha constatado, asimismo, que, pese a que la sociedad actual obliga a muchos
padres a trabajar fuera del hogar y a confiar entretanto el cuidado de sus
hijos a los abuelos, esa sobrecarga de trabajo y responsabilidad no se traduce
en una rémora, al contrario, se ha comprobado que les compensa sobradamente
porque les reporta una cierta inmunidad contra la depresión. También se ha
verificado que los nietos se benefician del trato que reciben
de sus abuelos, que les proporciona un bienestar psicológico del que gozan hasta
bien entrada la edad adulta
Dicen, por otro lado, que entre abuelos y nietos se da una relación cariñosa y zalamera,
que ya percibo, y que los primeros sienten un inmenso placer cuando están con los
segundos, cosa que también corroboro, aunque se trate de un gozo incipiente. Y aseguran
que es así porque tener nietos representa una manera de renovarse, de sentirse
más partícipes de la vida familiar e incluso de percibirse más jóvenes y
actualizados (esto último todavía no lo he experimentado). Parece que esa
especie de estado de levitación sobreviene espontáneamente cuando se generan a
nuestro alrededor contextos relajados, en los que se diluye la obligación de
educar y prima la permisividad con las actitudes distendidas y gratificantes, como
dar cariño sin contención, echar una mano de vez en cuando o contribuir a que las
nuevas generaciones encaren sus vidas de la mejor manera posible.
Dicen, no sé si interesadamente, que es formidable el valor de los abuelos para la crianza de los niños. Conozco algunos estudios realizados hace más de cincuenta años en los que se definieron los estilos de ser abuelos (abuelidad y abuelazgo, son los neologismos que en ciertas latitudes se han habilitado para definir una condición que no tiene mención específica en el castellano), aunque no todo mundo está de acuerdo con esos afanes clasificatorios, con los que ha habido sus más y sus menos en el curso de los años. Sin embargo, más allá de que se pueda o convenga clasificar los estilos de ejercer la condición de abuelos, comúnmente, se acepta que con su experiencia contribuyen a resolver algunas crisis familiares, facilitando, por ejemplo, la comunicación entre padres e hijos. También ayudan, como se ha acreditado, en el cuidado de los niños cuando los padres lo necesitan, así como transmiten valores familiares y mantienen el vínculo entre las generaciones. Es una realidad incontrovertible que las historias que los mayores cuentan a los nietos sobre la vida de sus padres les gustan mucho, a la vez que contribuyen a su desarrollo personal. Así mismo, los abuelos ayudan a que conozcan y entiendan el sentido de continuidad en la familia, a que perciban a sus padres como seres humanos iguales a ellos y, por tanto, emergen como piezas cruciales para la identificación de los hijos con sus progenitores. Sin embargo, los abuelos además de enseñar aprenden de sus nietos, particularmente algunas de las competencias que parecen adquisiciones espontáneas de las nuevas generaciones. Ello, sin duda, redunda en que sientan que siguen siendo útiles e incrementa su percepción de que viven en las proximidades de la felicidad.
Por
decir, se llega a decir que los abuelos consiguen parar el tiempo. Esto me
parece importantísimo porque hace años que observo que los niños y jóvenes no tienen tiempo ni para disponer de su tiempo. Nunca ha sido tan bestial la
aceleración de las rutinas vitales. Curiosamente, una de las pocas cosas que he aprendido en mi vida es que hay que tener tiempo para buscarlo y encontrarlo. Por
eso me parece fantástico que se acredite que cuando los nietos llegan a la casa de
sus abuelos detienen sus relojes y se olvidan de casi todo: de los deberes, de las
tareas domésticas de las que son responsables, de sus pequeñas y grandes obligaciones
diarias, etc. Aseguran que, cuando están en esas maravillosas moradas, el tiempo se les para porque allí solo tiene duración el cariño, la atención exquisita y
la calma, la pausa en el escuchar, el jugar sin reglas ni límites convencionales...
Pero no todo es tan idílico, no siempre las relaciones entre abuelos y nietos
es la deseable. También ofrece aristas, conflictos y desencuentros, motivados a
menudo por las discrepancias sobre las pautas educativas que mantienen padres y
abuelos, que evidencian a menudo la brecha generacional que los separa. Ni unos
logran entender lo que consideran criterios y actitudes periclitados de los otros, ni estos
aceptan las convicciones que aquellos desean imponer. Pese a todo, se dice –creo
que con bastante razón– que, más allá de la ayuda que muchos abuelos brindan a sus
hijos para el cuidado de los nietos, pueden aportarles otras muchas cosas, entre
ellas: tiempo, paciencia, experiencia, tolerancia, transmisión del sentimiento
de que se es parte de una familia, con raíces en el pasado y proyección hacia el futuro, etc.
Es
más, los abuelos pueden proporcionar a los pequeños la oportunidad de diversificar
sus relaciones de apego, facilitando que transciendan el pequeño
universo que conforman papá y mamá y acompañándoles en el tránsito por los nuevos
espacios afectivo-sociales, con la misma seguridad que acostumbran a recorrer los privativos
de sus progenitores. Por otro lado, las actuales generaciones de abuelos
tenemos el valor añadido de una mayor longevidad y una mejor salud. Este
inmenso patrimonio, que es el resultado del avance general de las condiciones de
vida conquistado en las últimas décadas (aunque lamentablemente no está universalizado) asegura una
vitalidad generalizada, inconcebible en las generaciones anteriores. Hoy,
muchos podemos acompañar a nuestros nietos al cine, a los teatros y museos
infantiles, o a los parques de atracciones, de la misma manera que compartimos
con ellos paseos en bicicleta, baños en las piscinas y en la playa, o partidos
de futbito y tenis. Algo casi inconcebible hace muy pocos años.
Debo
ir concluyendo con esta primera entrega del vademécum del abuelo. Recojo,
finalmente, algunas recomendaciones que aseguran que la actitud de los padres
es fundamental para lograr una buena interacción entre abuelos y nietos. Los
expertos aseguran que es conveniente que los padres tengan una buena relación
con los abuelos. Dicen que es importante que hablen bien y se preocupen por
ellos, que les presten atención y que les dispensen un trato afectuoso. Al fin
y al cabo, son los modelos que imitan los hijos y copiarán mucho de su propio
comportamiento. También aconsejan que las diferencias entre padres y abuelos se
resuelvan al margen de los nietos. Por último, insisten en que no debe sobrecargarse de tareas a los mayores y sí integrarlos, en la medida de lo
posible, en las actividades de ocio que practica el grupo familiar. Evidentemente,
además de ayudar, los abuelos deben disfrutar y contribuir en la medida de sus
posibilidades a los momentos placenteros que viven las familias.
Como es de suponer, de cuanto antecede sé más bien poco, pero quiero aprenderlo
rapidito, cuanto antes mejor, no vaya a ser que me pierda algo que merezca la
pena. Prometo aplicarme a asimilar la parte que me toca y a practicarla cuanto
me dejen. Tengo el firme propósito de convertirme en un gran abuelo y tengo la esperanza de que, dentro de algunos años, mi nieto piense que lo logré.
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