Hoy
nos hemos levantado temprano. Teníamos pendientes unas analíticas y ello ha
motivado que abandonásemos la cama prematuramente, cosa que, por otro lado, no
es inhabitual. Tras asearnos, nos hemos dirigido al consultorio médico que nos
corresponde en el centro de la ciudad. Excepcionalmente, hemos hecho el
desplazamiento en coche por razones que no viene al caso explicar. Como,
además, necesitaba hacer unas fotocopias,
he aparcado en zona naranja y he introducido un euro en la máquina dispensadora
de tickets que, a cambio, me ha obsequiado con algo más de media hora de estacionamiento
autorizado, tiempo que me ha parecido suficiente para completar los recados
matutinos.
Una
vez hemos abandonado el vehículo, mi mujer se ha dirigido al consultorio y yo a
la fotocopiadora. Mientras recorría los escasos quinientos metros que separan
la acera junto a la que he dejado el coche y el lugar de la calle Colón donde
suelo hacer las fotocopias, he reparado en un grupo de personas que había a la
sombra, sobre una de las aceras de la calle Navas, en el que predominaban ostensiblemente
las mujeres. A esa hora en que escasea el tráfico y hay poco trasiego de
peatones, caminaba distendido y bastante ajeno a lo que sucedía a mi alrededor.
Tal vez por ello, más allá de la superficial impresión que probablemente me ha
estimulado la insólita reunión, apenas he sostenido la atención en tan inusitado
acontecimiento. O tal vez haya sido porque mi retina está acostumbrada a ver por
esa zona grupos de personas en actitudes semejantes. Lo cierto es que caminaba
tan distraído y absorto en mis pensamientos que no he advertido más detalles,
ni he dado mayor importancia a la anécdota. Luego, cuando he salido del
ensimismamiento, he recordado que cerca de allí, junto a la iglesia de Nuestra
Señora de Gracia, hay una sede de Cáritas ante cuya puerta es habitual encontrar
a grupos de personas que a determinadas horas esperan en las aceras el reparto
de víveres, ropas y otros pertrechos que les proporcionan allí.
Así
pues, cuando circulando por la acera de enfrente apenas había rebasado la
altura en la que se encontraba aquel grupo, inopinadamente, en un instante, una
pequeña algarabía me ha hecho volver la mirada atrás para advertir que la gente
se había movilizado con gran celeridad, como si la hubiese sacudido un resorte.
Ha sido tan imprevisible su reacción que, casi atónito, he contemplado sorprendido
su arrobadora agitación. Las personas han cruzado la calle raudas y absortas, sin
reparar en que los coches que transitaban podían atropellarlas. Ante semejante
apresuramiento y tan espontánea confusión no he podido apartar la mirada de
aquellas gentes y mucho menos del destino al que se dirigían. Cuando lo he
identificado, más que sorprenderme, me ha obnubilado, haciendo que no diese crédito
a lo que veían mis ojos. El grupo de personas, entre las que abundaban las
mujeres de mediana edad, había puesto rumbo a la entrada de un bingo. Aún no
eran las diez de la mañana cuando todos porfiaban por ser los primeros en
acceder al local de apuestas de la calle Navas, que hoy cobraba vida de esta
singular manera, como seguramente lo hace todas las mañanas del año.
El
tropel y la agitación de mujeres y hombres descubría en su atolondrado proceder
la ansiedad que les embargaba. Mientras cruzaban la calle, unos aspiraban
compulsivamente sus cigarrillos, inhalando profundas bocanadas de humo para aprovechar
los últimos segundos antes de entrar en el local. Otros porfiaban, braceando y
tratando de obstaculizar y ganar la posición a quienes tenían al lado,
intentando adelantarles en el acceso a una sala en la que no solo cabían todos ellos,
sino diez veces más. Sin embargo, todas sus miradas estaban obcecadamente fijas en la
puerta de entrada, que probablemente habían convertido en su particular objeto
de deseo, un acceso que, en ese momento, supongo que visualizaban como el único
camino posible a la penúltima oportunidad de sus vidas. Posiblemente esa es la
encrucijada en la que cada mañana todos sitúan sus anhelos, aún sabiendo en su
fuero interno que será la enésima oportunidad perdida.
Contemplas
estas escenas y es imposible sustraerte a las ansiedades, problemáticas y
dramas que seguramente arrastran la mayoría de estos conciudadanos. Especulas
sobre lo que diariamente mentirán y sobre cuanto habrán descuidado de sus
presupuestos familiares, o sobre lo que habrán robado para pagarse sus
adicciones. Imaginas el círculo vicioso en el que probablemente viven: mentir,
robar, pedir prestado y no pagar, acumular deudas en tarjetas de crédito, usar
el dinero de la comida, las medicinas, los recibos del agua o la luz… para
seguir jugando. Reflexionas sobre la ingente cantidad de personas que van
destruyendo sus lazos familiares y amistosos –para muchas de ellas ya no
existirán– porque el juego se ha convertido para ellas en lo más importante,
incluso más que su propia salud y la de sus familias.
Adicciones
que son el caldo de cultivo de actividades lucrativas millonarias, en las que
no solo participa gente desaprensiva sino los propios Estados, que consiguen
ingresos cuantiosísimos en este diversificado mercado, que abarca desde las
loterías y apuestas estatales a los casinos, bingos, máquinas tragaperras, etc.
Miles de millones que tienen origen en actividades inequívocamente delictivas como
la criminalidad, el lavado de dinero, las mafias del juego, la inseguridad
pública, el trafico de drogas, los robos, el crimen organizado, la corrupción
política, la prostitución y la trata de blancas, etc. Un dineral que se amasa
favoreciendo por acción u omisión lacras como el alcoholismo, la drogadicción, la
desestructuración familiar, las deudas de juego, el suicidio de jugadores, la
delincuencia común, el despilfarro, el absentismo laboral, el endeudamiento, la
ansiedad, las ludopatías, etc., etc.
Las
adicciones no son exclusivamente problemas económicos, sociales y familiares, también
son enfermedades. Su atención precisa de enfoques multidisciplinares y de la
inversión de importantes recursos por parte de las instituciones y de la
sociedad civil. En este ámbito, como en otros que afectan especialmente a los grupos
sociales desfavorecidos y a personas vulnerables o en situación de riesgo,
queda muchísimo por hacer. Rompo una lanza porque no se aplacen los esfuerzos
para atajar y reducir hasta lo posible una realidad dolorosa e intolerable, que
me sonroja como ciudadano. Y no solo eso, sino que llega a conmoverme cuando se
muestra en situaciones tan crudas como la que presencié esta mañana.
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