miércoles, 3 de agosto de 2016

El alba.

A mi amiga Susy, in memoriam.

Hoy, antes de que las luces del alba disipasen el titileo de las farolas del alumbrado público, cuando estaba en pleno apogeo el gratísimo frescor que acompaña las primeras horas de la mañana, mucho antes de que lograse abrirse camino el día y que los primeros coches se deslizasen por las arterias de la ciudad, ya me había levantado de la cama. Un inoportuno desvelo ha quebrado mi descanso, aunque, en contrapartida, me ha ofrecido la oportunidad de disfrutar de la alborada, de ese momento, no por habitual menos mágico, en que la luz se adueña definitivamente de las tinieblas, dejándolas en segundo plano, como el que ocupan los actores secundarios. Una vez más he disfrutado del lapso del día en que la luz tamizada deslustra, neutraliza y se adueña de las infinitas y artificiosas luminiscencias que pueblan calles y casas, como pretendiendo, paradójicamente, alumbrar la noche, el espacio temporal en el que, si algo carece de sentido, es precisamente la luz.

No son muchas las cosas que requieren la atención a estas horas. Tal vez por ello las observamos con parsimonia, las miramos mientras las reconocemos y apreciamos. Así, por ejemplo, sorprenden las espaciadas carreras de los coches que empiezan a transitar por las calles, o el acompasado caminar de personas solitarias que se dirigen a sus trabajos, o Dios sabe a donde. Choca comprobar como algunos ciclistas madrugadores, cual centauros en velocípedo, aprovechan las primeras horas de la mañana para completar sus paseos, antes de que el calor agobiante aborte otras pretensiones más perezosas.

En pocos minutos la luz se adueña plenamente del espacio, definiendo cada uno de los elementos que incluye. Se recortan los edificios en el horizonte, se desvanecen los destellos de los anuncios luminosos de las marquesinas de las paradas de los autobuses, se apagan las farolas de las urbanizaciones, se perfilan los contornos de las arboledas, se iluminan definitivamente las tinieblas. Por fin, el cielo clarea, mostrándose plomizo, anunciando, probablemente, otro agobiante día de calor. 

Hoy me he levantado con ganas de machacar el teclado del ordenador que tengo abandonado unas cuantas semanas. Y no se me ha ocurrido otra cosa que contar la secuencia del inoportuno madrugón, tan carente de sentido como inopinadamente sobrevenido. Y es que, así, como el que no quiere la cosa, sin explicación razonable, el calor, la ensoñación, o vete a saber qué, hace que se te abran los ojos como platos, que te embargue la desazón, que se adueñen de ti los nervios, y que no quede otra que ponerse en pie. Eso sí, con la íntima esperanza de que el acontecimiento sea la simple flor de un día y de que mañana, como habitualmente, el alba me vuelva a sorprender en brazos de Morfeo.

2 comentarios:

  1. Preciosa forma de plasmar esa despertar.Seguro que alguna musa inquieta te ha empujado para que nos deleites. Espero estés disfrutando la paz del pueblo. Y sino es así será que ese despertar te lo pide.

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  2. Preciosa forma de plasmar esa despertar.Seguro que alguna musa inquieta te ha empujado para que nos deleites. Espero estés disfrutando la paz del pueblo. Y sino es así será que ese despertar te lo pide.

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