jueves, 18 de agosto de 2016

Niños.

Sostienes con tus brazos los apenas cinco kilos que envuelven la fisonomía de una vida de apenas cincuenta días y el tiempo se precipita en una espiral retroactiva imparable. Sin pretenderlo, súbitamente, viajas atrás cuarenta años y evocas otros ojos similares, igualmente grises e inexpresivos. Como aquellos, también los que ahora tienes enfrente se abren y se cierran mientras se desplazan incontrolados, desorientados, tal vez mirando sin ver, aunque ilusione pensar lo contrario.

Percibes un peso leve, impertérrito en el reposo y fogoso en las breves vigilias que interrumpen su sueño, espontáneamente dilatado y benéfico. Sientes profusamente la energía que irradian los seres recién paridos, indefensos y expuestos, y a la vez activos y pujantes. En esa coyuntura, es casi imposible eludir la prodigalidad de percepciones que te allegan los sentidos, cuesta reprimir la expresión de las emociones y los sentimientos que te embargan, sean cuales sean las imposiciones circunstanciales o las convenciones sociales. Sientes el brío y la intensidad de la existencia, que se muestra desnuda, inmediata, piel con piel, sin ambages ni subterfugios, en su expresión más elemental, en su manifestación más genuina.

Tomas esa incipiente criatura en tus brazos y al acunarla percibes el desacompasado ritmo del corazón que la impulsa, la arritmia circunstancial y errática de los neonatos, que se filtra a través de la ínfima camisola que cubre su párvulo pecho y su abultado abdomen. Esa intermitencia anómala, que reconoces como propia, se constituye en una especie de nexo que enlaza la vida que empieza con la acontecida, que une el pretérito con el futuro imperfecto.

Cuando todo eso sucede, ¡pasan por la mente tantas cosas! Rememoras las enseñanzas de tus mayores, las seculares, retóricas y socorridas recomendaciones que te ofrecieron, que tantas veces ignoraste y que ahora, paradójicamente, se revelan oportunas, acertadas, sabias. ¡Cuánto despilfarro de tiempo, qué ingrata ignorancia!

Por enésima generación, algunos jóvenes –y menos jóvenes– se empecinan en negar la evidencia. Unas veces lo hacen desde la ingenuidad y la bisoñez; en otras les impulsan egoísmos ilícitos e incluso actitudes ruines y mezquinas. Cuando alguien amenaza el disfrute recíproco de los seres humanos, sin el aval de buenas y contundentes razones, trasciende lo permisible, sobrepasa los límites que toda sociedad civilizada establece y se instala en un desatino egoísta, intolerable, que apunta a la insignificancia o a la nada.

Tienes entre los brazos a un nieto, miras al policía que en una desconocida playa turca sostiene entre los suyos al exánime cuerpecito de Aylan Kurdi, contemplas los cinco años de Omran Daqneesh, mugrientos, sanguinolentos y cenicientos, sentados en el sillón anaranjado y salvífico de la ambulancia que lo ha rescatado del enésimo bombardeo sirio, y sientes la iniquidad de la humanidad, te encoleriza una realidad que no comprendes. Tomas conciencia de que cuanto aprendiste por experiencia o a través de la lectura de los montones de libros que reposan en estanterías y anaqueles carece de sentido.  ¿Para qué sirve la ciencia o la filosofía?, te preguntas. ¿Para qué sirve el progreso? ¿Acaso existe? ¿Qué coño está pasando? Querámoslo o no, todos los niños son nuestros niños. La comunidad internacional no puede permanecer impasible ante las terribles consecuencias que la vulneración de sus derechos tiene para sus vidas.

Doscientos cincuenta millones de criaturas malviven en países con conflictos armados y requieren el compromiso de todos para asegurarles las atenciones que necesitan. Pero no solo se evidencian las gravísimas carencias en estos horrorosos escenarios. Otros muchos millones viven en los países occidentales, hipotéticamente civilizados y decentes que, sin embargo, consienten que los custodien y guarden personas e instituciones insolventes, incapaces de educarlos y de facilitar que crezcan como necesitan y merecen, en muchos casos con el silencio y/o la aquiescencia cómplice de los gobiernos.  

Durante el año 2015, más de ochenta y ocho mil niños llegaron a Europa buscando refugio; solos, sin ningún acompañamiento. Actualmente, diez mil están en paradero desconocido, probablemente víctimas de la explotación y de la trata de seres humanos. Sobre la vida de los miles de autóctonos, que viven en condiciones equiparables, las tinieblas son todavía mayores.

Dejémonos de mandangas y actuemos ya. No hay espera posible.

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