La
noche del dieciséis de agosto ha vuelto ser una de las más cortas del año. La
tradición es la tradición, y la tradición manda. Anoche, como suelo hacer desde
que tengo uso de razón los días dieciséis de agosto, abrevié la tertulia con los
amigos, una costumbre que venimos ejercitando desde la adolescencia en el
paseo, especialmente los días de fiesta, mientras, disimuladamente, miramos por
el rabillo del ojo a alguna de las amigas que pasean cogidas del brazo
recorriendo, en espaciados ires y venires, los escasos doscientos metros que
separan la plaza de la carretera de Cheste. Paseos que se dilatan a lo
largo de la tarde, luciendo sus mejores galas, expuestas, partícipes de intensas
y variopintas miradas, unas veces timoratas y entrecruzadas, otras azoradas y
furtivas, en ocasiones coincidentes y a menudo extraviadas, todas
concupiscentemente afectuosas y ansiosas de correspondencia.
Esta
noche todos nos hemos retirado temprano, conscientes de que debíamos
prepararnos como Dios manda para la jornada siguiente. De hecho, apenas eran
las diez y media cuando trasponía el quicio de la puerta de casa para sorpresa
de mi madre, que no daba crédito a tan circunspecto comportamiento. La pobre,
acostumbrada a mis desvaríos, olvida siempre que hay tres noches al año que
cumplo ritualmente con la buena costumbre de llegar a la hora de la
cena. Mi padre y mi hermana apenas habían comenzado y ella, apresuradamente,
me ha puesto en la mesa el consabido plato de hervido, que he despachado en un plis plas.
Un huevo frito con un par de longanizas han completado una frugal colación, preámbulo
imprescindible para lograr descabezar un sueño profundo, preludio deseable de la gran aventura del día diecisiete.
Antes
de acostarme he colocado sobre la silla del dormitorio los fetiches que me
acompañan ese señalado día: las zapatillas de carica y talón, la faja, los pantalones,
el pañuelo, todo lo que envuelve el particular ritual que practico cada uno de
los días diecisiete de agosto. Cuando estaba seguro de que todo estaba adecuadamente
preparado, he cogido un libro cualquiera de los que había sobre la mesita de
noche y ha empezado a leer distraídamente. A los pocos minutos, la lectura ha
operado su soporífico efecto, convenciéndome de que había llegado el momento de
dormir. He apagado la luz dispuesto a conciliar el sueño. Contrariamente
a lo que me convenía, he pasado más de dos horas dando vueltas y vueltas en la
cama, sin lograr materializar el vigorizante descanso que ansiaba.
Serían aproximadamente las dos y media de la madrugada cuando he logrado dormirme.
Afortunadamente, he completado un par de horas de sueño profundo y reparador. Eran las 4:30 h. cuando tenía de nuevo el despertador en mi mano.
Todavía faltaban más de dos horas para que sonase el toque de diana. He
intentado volver a dormir, cosa que he conseguido de aquella manera, entre los
sobresaltos de un interminable duermevela. Finalmente, antes de que dieran las
seis, he apagado definitivamente el despertador e incapaz de seguir en la cama un minuto más me he puesto en pie. He desayunado frugalmente, café con
leche y una tostada, y he vuelto al dormitorio a aderezarme para el gran día. Me
he enfundado los pantalones y la camisa, me he calzado meticulosamente las espardeñas,
atándolas ritualmente a los tobillos, me he envuelto en la faja colorada que me
acompaña siempre y me he repeinado, he dado un abrazo a mi padre y un beso a mi
madre y he salido a la calle cuando apenas eran las siete.
Me he
dirigido a la plaza y allí he encontrado a algunos amigos de la peña preparados para el gran evento. Entre dichos y
chascarrillos, entre nervios y ocurrencias, combatiendo como podíamos el ansia de
que todo empezase, ha transcurrido la larguísima hora que quedaba para que se diese la salida al toro. Porque hoy, diecisiete de agosto, desde hace centenares de años, es el primer día de torico de la cuerda, en Chiva. A las ocho en punto de la mañana.
Y
allí estábamos, como todos los años. O al menos eso creía. Pero no, vana e infundada ilusión. Me
acabo de despertar, estoy en Alicante, son las diez y, sin duda, hace rato que debió
concluir la primera carrera del torico. Supongo que son cosas de la edad. ¿Qué le
vamos a hacer?
Ya veo que te acuerdas perfectamente
ResponderEliminarPues este año lo vamos a revivir otra vez después de 50.
Pues yo siempre he tenido mucho miedo y he salido poco.
Pero este año me haré la valiente
Un abrazo .
Que vaya todo bien a tu nuera.
Un abrazo
Ánimo, suerte, vista y al toro!
ResponderEliminarMuchas gracias por tus deseos. Otro abrazo para ti