En centenares
de ocasiones me he acordado de mis viejos maestros, los venerables profesores
que a comienzos de la década de los 70 me enseñaron –no sé si pretendiéndolo– muchas
de las cosas que he conseguido asimilar bastantes años después. Entonces, aquellos
maestros, que además eran colegas y que habían sido profesores y guías de centenares
de aprendices de maestro, asistían estupefactos a la eclosión de una reforma
educativa que no entendían y a unas demandas sociales que colisionaban frontalmente
con su habitual práctica profesional.
He recordado
decenas de veces a aquellas distinguidas personas: Gonzalo, Nicolás, Félix,
Antonio…, gentes doctas en su tiempo, dominadoras de los entresijos de la
docencia y de los secretos del magisterio. Se advertirá que no menciono a
ninguna mujer y ello tiene su explicación. Era todavía el tiempo del nacional
catolicismo. La ley de Educación Primaria, de 17 de julio de 1945, decía literalmente,
en su artículo 20, “Para los alumnos de seis y más años, las escuelas serán de
niños o de niñas, instaladas en locales distintos y a cargo de maestros y
maestras, respectivamente”. Y apostillaba, “Cuando no sea posible designar
maestros, podrán ser regentadas por maestras, procurando que éstas atiendan los
grados de niños de menor edad”. Por tanto, estamos ante una realidad escolar
articulada sobre la segregación por sexo, prescripción establecida por el
artículo 14 de la mencionada ley, que decretaba que “en la Enseñanza Primaria
se observará el régimen de separación de sexos”. Así pues, no cabían otras
referencias profesionales que las que correspondía, aunque fuésemos miembros de
la misma institución, compartiésemos las dependencias o conviviésemos
diariamente en la más absoluta normalidad.
He rememorado
cómo en el ocaso de su vida profesional aquellos maestros veteranos, carentes de los recursos necesarios (¡qué
lamentable atavismo en la educación!), se enfrentaban a una situación novedosa
que los desbordaba, los sorprendía y los agobiaba. En los últimos años, he
reconstruido la inusitada estupefacción que les embargaba al constatar su
incapacidad para dar respuesta a los retos que tenían ante sí.
He
evocado muy particularmente la sinceridad y la enorme humildad con que aquellas
honradas gentes nos pedían a los más jóvenes que compartiésemos con ellos la
pócima, que supuestamente nosotros teníamos, con la intención de desvanecer el hechizo en que habían sucumbido.
Aquellos intensos diálogos que, invariablemente, iniciaban con complejas
interrogaciones: “Muchachos, por favor, explicadnos qué debemos hacer porque no
entendemos lo que se nos pide. ¿Cómo debemos plantear a los niños el trabajo
con las fichas?, ¿cómo se armoniza esto con las rutinas imprescindibles del
dictado, el cálculo mental, el diálogo socrático…?, ¿cómo se puede fragmentar
el conocimiento en seis u ocho disciplinas y otros tantos libros, si los niños
están acostumbrados a obtenerlo en una enciclopedia que lo resume todo, y sencillamente?,
¿cómo afrontar lo que ahora se denominan ‘aspectos educativos’, que parecen el meollo
de las preocupaciones docentes y que inexplicablemente se anteponen al genuino
trabajo de los maestros, que no es otro que enseñar?, ¿por qué debe sustituir la
evaluación continua al cuaderno rotación, una obra colaborativa magnífica en la
que todos y cada uno de los niños, día tras día, plasma lo mejor del grupo
clase, de su esfuerzo y su trabajo cotidiano?... Y así, hasta la infinitud de
las preguntas, de los interminables diálogos, de las imposibles respuestas.
Recordé
decenas de veces a aquellas personas y sus preocupaciones, sin entenderlas. Empecé
a comprender sus dilemas cuando sobrepasé el ecuador de la vida profesional. Fue
más o menos entonces cuando percibí que se desdibujaban las coordenadas que habían
estructurado mi quehacer docente. Un recorrido con el que estaba globalmente
satisfecho, aunque debo puntualizar que jamás lo sometí a una evaluación rigurosa.
Por tanto, mi particular juicio valorativo era más el resultado de la
apreciación superficial, del atrevimiento, o incluso de la soberbia juvenil,
que de la reflexión sosegada o el juicio ponderado.
Afortunadamente,
en casi todas las trayectorias profesionales y vitales se llega a uno o varios
puntos en los que se toma conciencia de que algo no cuadra. Así me sucedió
también a mi. Esas constataciones desatan procesos reflexivos que ponen de
manifiesto acontecimientos, conductas, acciones y sentimientos positivos, pero
también alumbran ingravideces y desequilibrios, hacen inverosímiles algunas de
las certezas previas y muestran a las claras la imposible cuadratura del
círculo. Cuando se transitan esas coyunturas se percibe de otro modo el devenir
del tiempo, que parece que está fuera de control por momentos. Se diluyen
muchas certezas y convicciones, renace una nueva estación de las preguntas
porque se toma conciencia de las ignorancias. Se siente una especie de pálpito
que anuncia que se aproximan algunas impotencias irremediables.
Ese
tiempo es la antesala de otro posterior en el que percibimos con nitidez que la
realidad nos sobrepasa y nos desborda en muchos aspectos. Cada vez entendemos
menos los acontecimientos. Cuando llega este periodo, lo que se impone no son
las actitudes reactivas sino el esfuerzo por intentar asimilar el sentido
global de lo que sucede y minimizar sus consecuencias. Porque lo que ahora interesa,
por encima de consideraciones más banales, es seguir navegando el derrotero del
tiempo, con nuestras cosas y nuestras gentes, y de la manera más sosegada
posible. Aunque debamos acudir al socorrido recurso de dejarnos llevar, siquiera
mínimamente, por las exigencias de las “nuevas”
olas. Si lo logramos, alcanzaremos a
disfrutar de las párvulas ilusiones que nos incentivan y tendrán sentido los retos
que nos propongamos, por ínfimos que sean. Llegó el tiempo en que se percibe la
finitud de lo infinito porque en cada recodo, en los miles de vericuetos y
pequeños rincones de la existencia, se encuentran motivos para seguir disfrutando
de otro modo, para seguir indagando, urdiendo, aprendiendo, en definitiva,
viviendo.
Cuando
uno es consciente de que debe abandonar la que durante tantos años fue su
profesión es como si viviese una especie de vigilia. Quién se ha esforzado largos
años en tratar de involucrar a otras personas en la aventura de reinventarse
sus propias vidas, quién ha experimentado la emoción de embarcar a otros en
proyectos que han contribuido a moldearlos significativamente, quien ha tenido
oportunidad de contrastar los logros personales y profesionales alcanzados por
terceros, quién tiene conciencia de que, de alguna manera, ha sido oficiante
destacado de tales prodigios, muere un poco al desertar de la profesión, al abandonar
las herramientas y el ánimo con los que construyó esa magia. Pero, a poco que
acompañe la fortuna, contrasta que hay otras vidas por vivir, que también
gratifican. Y estoy seguro, viejos maestros, que vosotros las descubristeis antes
que yo. Muchas gracias y un fuerte abrazo.
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