jueves, 30 de junio de 2016

La puta mili.

Ramón Tosas Fuentes, conocido artísticamente como Ivà, fue un historietista español, prematura y accidentalmente desaparecido con apenas cincuenta y dos años, que trabajó en revistas icónicas como El Papus, Hermano Lobo, Barrabás o El Jueves. Para esta última creó dos de sus series más célebres Makinavaja e Historias de la puta mili, que fueron adaptadas al teatro, al cine y a la televisión en los años noventa. Ivà fue un culo inquieto en lo personal y un personaje muy interesante en lo profesional. Hombre de izquierdas, persona culta y viajera, y gran lector; todas ellas características que traslucía su trabajo, una obra que ha sido encuadrada en el “feísmo” de la época del boom del cómic adulto en España, una tendencia estética en la que abundan los personajes con cabezas desproporcionadas en relación con el resto de su cuerpo, en la que los fondos de las historietas son prácticamente inexistentes y en la que el texto, cargado de intencionalidad, ocupa la mayor parte de la viñeta. A ella se han asimilado otros destacados dibujantes como Óscar (Óscar L. Nebreda), Ja (Jordi Amorós),  Gin (Jordi Ginés) o Fer (José Antonio Fernández).

Las Historias de la puta mili son pequeñas narraciones autoconclusivas, generalmente de un par de páginas, en las que se parodia en clave satírica el servicio militar. En ellas la vida castrense se muestra en su dimensión más caótica y absurda a través de situaciones intencionadamente disparatadas que el autor construye a partir de las anécdotas que le cuentan o que inventa. No es nada extraño que una creación así se abriese paso entre nosotros. En España, el servicio militar ha tenido problemas de aceptación social desde que se creó como tal a la muerte de Fernando VII hasta su suspensión en 1996, aunque siguiese siendo obligatorio hasta 2001. No solo fue cuestionado por discriminar a la población por razón de su renta (las familias con más recursos pagaban y lograban que sus hijos lo eludiesen), sino también por su sesgo partidista y su escasa funcionalidad, por la incompetencia de muchos de los mandos y por dar cobijo a prácticas socialmente inaceptables, como el maltrato, la discriminación o el servilismo. Se dice muchas veces que la realidad supera la ficción. Personalmente viví algunas situaciones que sobrepasan los disparatados contenidos de las tiras de Ivá, y hasta algunas de las delirantes escenas de las adaptaciones cinematográficas de sus historietas.

Empezaré diciendo que hice las milicias universitarias, una modalidad de servicio militar pensada para los estudiantes consistente en trocearlo para que pudiésemos cumplirlo durante veranos sucesivos, en el intervalo vacacional de los periodos académicos, evitando así la interrupción de los itinerarios formativos. No fue ese mi caso porque, cuando hice el primer “campamento” en el CIR de Rabasa, ya había concluido la carrera y estaba ejerciendo de maestro. Obviamente, me sucedió lo mismo con los dos periodos restantes, que completé respectivamente en la toledana Academia de Infantería y en el Regimiento Vizcaya 21, de Alcoy. Contaré un par de anécdotas para no hacerme pesado, porque ya se sabe lo que sucede cuando se aborda el tema de la milicia en las tertulias varoniles.

De mi periodo como recluta en el Centro de Instrucción de Rabasa mencionaré un chascarrillo relacionado con el “rancho”, que es el apelativo que se da en el argot castrense a la alimentación de la tropa. El protagonista es un sargento de la compañía en la que yo estaba enrolado. Antiguamente, los sargentos eran suboficiales que solían alcanzar su empleo mediante promociones sucesivas desde su inicial condición de soldados rasos. Tras muchos años de servicio militar, reenganches, cursos, etc. lograban ascender a sargentos o brigadas, empleos con los que concluían su carrera. Existen expresiones en la jerga soldadesca que aluden peyorativamente a su escasa formación, a sus maneras toscas y a sus expresiones maleducadas. Pues bien, como decía, a las pocas semanas de mi llegada al cuartel despertó mi curiosidad comprobar diariamente que el referido sargento aparecía cada día en nuestro pabellón provisto de una enorme cartera, que paseaba marcialmente como no lo hacía ningún otro suboficial.

Permanecí en la extrañeza un cierto tiempo hasta que un día, queriendo disipar mis conjeturas y seguramente en la medida que lo permitían las circunstancias, decidí hacer un seguimiento de tan singular personaje. Comprobé que asiduamente entraba en el pabellón, dirigiéndose inmediatamente al cuarto reservado a los suboficiales. Al rato salía y, a lo largo de la mañana, atendía las tareas que tenía encomendadas. Ni rastro de la cartera hasta el mediodía, cuando portando de nuevo el cartapacio se ausentaba del cuartel. Así sucedía jornada tras jornada, semana tras semana, sin que vislumbrase indicio alguno que me permitiese averiguar la utilidad de aquel extraño complemento. Hasta que un día me sonrió la fortuna. Esa mañana me adjudicaron el servicio de limpieza y lo que ello conllevaba: una dilatada permanencia en el barracón. Justamente, esa fue la coincidencia que me permitió descubrir secreto tan bien guardado y esclarecer, por tanto, lo que durante tanto tiempo me intrigó: el hipotético e inusual interés de un militar de baja graduación por los asuntos académicos.

En uno de los extremos de aquella larga nave que compartíamos mandos y tropa había un gran cajón de madera. De buena mañana, los panaderos depositaban en él los chuscos, es decir, los bocadillos con los que nos alimentábamos diariamente las doscientas y pico personas que residíamos allí. Por la mañana, cada cual cogíamos nuestro par de chuscos y, oportunamente, a los toques de fagina, nos dirigíamos a la cantina en formación. Esos denostados bollos resultaban muy socorridos porque el rancho era inmundo y un bocadillo era recurso que satisfacía razonablemente las necesidades más perentorias. Lo abríamos por la mitad, depositábamos en él el contenido de una lata de sardinas o un poco de embutido o queso, y salíamos airosos del trance. Aquel comedor era una auténtica ruina que suscitaba comentarios sobre lo bien que remedaba los procesos del reciclaje orgánico - utilizando sus abundantísimos deshechos para la alimentación de los cerdos de una granja castrense habilitada cerca de allí, que en la fase de retorno se integraban en los menús- y también sobre el oscuro negocio que hacían con sus cuentas los capitanes encargados de su gestión. Hasta el punto de que había quienes aseguraban que capitán que entraba de turno, su coche que cambiaba. En fin, ¿qué decir al respecto?; seguramente cosas de gente lenguaraz, que abundaba y abunda por doquier.

Pues bien, ese día sorprendí al sargento en cuestión llenando con chuscos su espaciosa cartera, con absoluta naturalidad, sin “cortarse” un pelo. Puede imaginarse mi decepción. Yo, que había conjeturado con las aficiones literarias de mi suboficial, que había puesto en tela de juicio algunos de los más zafios lugares comunes de la profesión castrense, debí rendirme ante la evidencia de aquella cartera que, lejos de acoger en su interior apuntes, novelas o tratados filosóficos, apenas alcanzaba para servir de medio de transporte a los chuscos que abastecían diaria y espuriamente las necesidades de una familia.

La segunda anécdota sucedió en la Academia de Infantería de Toledo. Allí los aspirantes a oficial de complemento dormíamos en camaretas de ocho. Los pabellones estaban subdivididos en pequeños compartimentos, en los que se habían instalado cuatro literas dobles y sus correspondientes taquillas. A mi me correspondió la cama superior. En la inferior dormía un compañero gallego, cuyo nombre y apellidos omitiré, aunque los recuerdo perfectamente, que cada día, cuando sonaba el toque de silencio y se apagaban las luces, es decir, cuando lo único que estaba permitido era dormir, justo entonces, se ponía en pie y, con todas sus fuerzas, gritaba tres o cuatro veces la siguiente sentencia: “Esto es la tumba del fascismo, esto es la tumba del fascismo…”

Inmediatamente, otro compañero de la camareta de al lado sacaba de la taquilla un magnetófono de bobina abierta y, con el máximo volumen que permitía aquel pequeño artilugio, hacía sonar La Internacional, que inmediatamente era acompañada por un ensordecedor tarareo proferido por buena parte de la tropa. Al menos a mi me lo parecía entonces. Puede imaginarse la escena: una dependencia de la ilustre Academia de Infantería de Toledo, de la cuna de la gloriosa infantería, mancillada por unos estudiantones que profanaban noche tras noche aquel templo de la milicia.

Obviamente, a requerimiento del oficial de semana, el correspondiente de guardia enviaba a los pocos minutos la dotación que mandaba a nuestro pabellón. Inmediatamente, nos hacían recoger del armero los fusiles de asalto CETME y provistos de ellos, en calzoncillos, desfilábamos escaleras abajo hasta el zaguán del Regimiento, donde se había instalado un hermosísimo pino de Navidad porque estábamos en diciembre. Allí, el oficial nos hacía formar, daba la orden de presentar armas y haciendo tal cosa, es decir, sujetando en suspensión frontal un fusil que pesa 4,5 kg, permanecíamos como podíamos –algunos caíamos, otros sujetábamos los fusiles de manera lamentable, todos luciendo los impresentables gayumbos reglamentarios, en fin, un espectáculo que me gustaría volver a ver por un agujerito– por espacio de una o dos horas, dependiendo de la “humanidad” del oficial que correspondía cada día. Tras aquella rendición de honores al emérito pino, absolutamente deshechos, volvíamos a nuestras respectivas literas, no sin antes acordarnos de todos los antepasados de algunos de los que nos rodeaban. Así sucedió casi todas las noches de aquel diciembre de 1972, ¡cómo para olvidarlo!

Podría contar infinitas anécdotas, pero no caeré en la tentación. No vaya a ser que alguien me requiera la cartilla militar, me movilicen como reservista que soy, me monten un consejo de guerra y me hagan repetir la mili. Yo ya no estoy para eso.

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