Ramón
Tosas Fuentes, conocido artísticamente como Ivà,
fue un historietista español, prematura y accidentalmente desaparecido con
apenas cincuenta y dos años, que trabajó en revistas icónicas como El Papus, Hermano Lobo, Barrabás o El Jueves. Para esta última creó dos de
sus series más célebres Makinavaja e Historias de la puta mili, que fueron adaptadas
al teatro, al cine y a la televisión en los años noventa. Ivà fue un culo
inquieto en lo personal y un personaje muy interesante en lo profesional.
Hombre de izquierdas, persona culta y viajera, y gran lector; todas ellas características
que traslucía su trabajo, una obra que ha sido encuadrada en el “feísmo”
de la época del boom del cómic adulto
en España, una tendencia estética en la que abundan los personajes con cabezas
desproporcionadas en relación con el resto de su cuerpo, en la que los fondos
de las historietas son prácticamente inexistentes y en la que el texto, cargado de
intencionalidad, ocupa la mayor parte de la viñeta. A ella se han asimilado otros destacados dibujantes como Óscar (Óscar L. Nebreda), Ja (Jordi Amorós),
Gin
(Jordi Ginés) o Fer (José Antonio
Fernández).
Las Historias
de la puta mili son pequeñas narraciones autoconclusivas, generalmente
de un par de páginas, en las que se parodia en clave satírica el servicio
militar. En ellas la vida castrense se muestra en su dimensión más caótica y
absurda a través de situaciones intencionadamente disparatadas que el autor
construye a partir de las anécdotas que le cuentan o que inventa. No es nada
extraño que una creación así se abriese paso entre nosotros. En España, el
servicio militar ha tenido problemas de aceptación social desde que se creó
como tal a la muerte de Fernando VII hasta su suspensión en 1996,
aunque siguiese siendo obligatorio hasta 2001. No solo fue cuestionado por
discriminar a la población por razón de su renta (las familias con más
recursos pagaban y lograban que sus hijos lo eludiesen), sino también por su sesgo partidista y su escasa funcionalidad, por la incompetencia de muchos de los
mandos y por dar cobijo a prácticas socialmente inaceptables, como el maltrato,
la discriminación o el servilismo. Se dice muchas veces que la realidad supera
la ficción. Personalmente viví algunas situaciones que sobrepasan los
disparatados contenidos de las tiras de Ivá,
y hasta algunas de las delirantes escenas de las adaptaciones cinematográficas de sus historietas.
Empezaré
diciendo que hice las milicias universitarias, una modalidad de servicio
militar pensada para los estudiantes consistente en trocearlo para que
pudiésemos cumplirlo durante veranos sucesivos, en el intervalo vacacional de
los periodos académicos, evitando así la interrupción de los itinerarios
formativos. No fue ese mi caso porque, cuando hice el primer “campamento” en el
CIR de Rabasa, ya había concluido la carrera y estaba ejerciendo de maestro.
Obviamente, me sucedió lo mismo con los dos periodos restantes, que completé respectivamente
en la toledana Academia de Infantería y en el Regimiento Vizcaya 21, de Alcoy. Contaré
un par de anécdotas para no hacerme pesado, porque ya se sabe lo que sucede cuando
se aborda el tema de la milicia en las tertulias varoniles.
De
mi periodo como recluta en el Centro de Instrucción de Rabasa mencionaré un chascarrillo
relacionado con el “rancho”, que es el apelativo que se da en el argot
castrense a la alimentación de la tropa. El protagonista es un sargento de la compañía
en la que yo estaba enrolado. Antiguamente, los sargentos eran suboficiales que
solían alcanzar su empleo mediante promociones sucesivas desde su inicial
condición de soldados rasos. Tras muchos años de servicio militar, reenganches,
cursos, etc. lograban ascender a sargentos o brigadas, empleos con los que
concluían su carrera. Existen expresiones en la jerga soldadesca que aluden peyorativamente
a su escasa formación, a sus maneras toscas y a sus expresiones maleducadas. Pues bien, como
decía, a las pocas semanas de mi llegada al cuartel despertó mi curiosidad comprobar
diariamente que el referido sargento aparecía cada día en nuestro pabellón provisto
de una enorme cartera, que paseaba marcialmente como no lo hacía ningún otro
suboficial.
Permanecí
en la extrañeza un cierto tiempo hasta que un día, queriendo disipar mis
conjeturas y seguramente en la medida que lo permitían las circunstancias, decidí hacer un
seguimiento de tan singular personaje. Comprobé que asiduamente entraba en el
pabellón, dirigiéndose inmediatamente al cuarto reservado a los suboficiales. Al
rato salía y, a lo largo de la mañana, atendía las tareas que tenía encomendadas.
Ni rastro de la cartera hasta el mediodía, cuando portando de nuevo el cartapacio se ausentaba del cuartel. Así sucedía jornada tras jornada,
semana tras semana, sin que vislumbrase indicio alguno que me permitiese
averiguar la utilidad de aquel extraño complemento. Hasta que un
día me sonrió la fortuna. Esa mañana me adjudicaron el servicio de
limpieza y lo que ello conllevaba: una dilatada permanencia en el barracón. Justamente,
esa fue la coincidencia que me permitió descubrir secreto tan bien
guardado y esclarecer, por tanto, lo que durante tanto tiempo me intrigó: el hipotético e inusual interés de un militar de baja graduación por los
asuntos académicos.
En uno
de los extremos de aquella larga nave que compartíamos mandos y tropa había un
gran cajón de madera. De buena mañana, los panaderos depositaban en él los
chuscos, es decir, los bocadillos con los que nos alimentábamos diariamente
las doscientas y pico personas que residíamos allí. Por la mañana, cada cual cogíamos nuestro
par de chuscos y, oportunamente, a los toques de fagina, nos dirigíamos a la cantina en formación. Esos denostados bollos resultaban muy socorridos porque el rancho era inmundo y un bocadillo era recurso
que satisfacía razonablemente las necesidades más perentorias. Lo abríamos por la
mitad, depositábamos en él el contenido de una lata de sardinas o un poco de
embutido o queso, y salíamos airosos del trance. Aquel comedor era una auténtica ruina
que suscitaba comentarios sobre lo bien que remedaba los procesos del
reciclaje orgánico - utilizando sus abundantísimos deshechos
para la alimentación de los cerdos de una granja castrense habilitada cerca de
allí, que en la fase de retorno se integraban en los menús- y también sobre el oscuro negocio que hacían con sus cuentas los capitanes encargados de su gestión. Hasta el punto de que había quienes aseguraban que capitán que entraba de turno, su coche que cambiaba. En fin, ¿qué decir al respecto?; seguramente cosas de gente lenguaraz, que
abundaba y abunda por doquier.
Pues
bien, ese día sorprendí al sargento en cuestión llenando con chuscos su
espaciosa cartera, con absoluta naturalidad, sin “cortarse” un pelo. Puede
imaginarse mi decepción. Yo, que había conjeturado con las aficiones literarias
de mi suboficial, que había puesto en tela de juicio algunos de los más zafios lugares comunes de la profesión castrense, debí rendirme ante la evidencia
de aquella cartera que, lejos de acoger en su interior apuntes, novelas o
tratados filosóficos, apenas alcanzaba para servir de medio de transporte a los
chuscos que abastecían diaria y espuriamente las necesidades de una familia.
La segunda
anécdota sucedió en la Academia de Infantería de Toledo. Allí los aspirantes a oficial
de complemento dormíamos en camaretas de ocho. Los pabellones estaban
subdivididos en pequeños compartimentos, en los que se habían instalado cuatro literas
dobles y sus correspondientes taquillas. A mi me correspondió la cama superior.
En la inferior dormía un compañero gallego, cuyo nombre y apellidos omitiré,
aunque los recuerdo perfectamente, que cada día, cuando sonaba el toque de
silencio y se apagaban las luces, es decir, cuando lo único que estaba
permitido era dormir, justo entonces, se ponía en pie y, con todas sus fuerzas,
gritaba tres o cuatro veces la siguiente sentencia: “Esto es la tumba del
fascismo, esto es la tumba del fascismo…”
Inmediatamente,
otro compañero de la camareta de al lado sacaba de la taquilla un magnetófono de bobina abierta y, con el máximo volumen que permitía aquel pequeño artilugio, hacía sonar La Internacional, que inmediatamente era acompañada por un ensordecedor tarareo proferido por buena parte de la tropa. Al menos a mi me lo parecía entonces. Puede
imaginarse la escena: una dependencia de la ilustre Academia de Infantería de Toledo,
de la cuna de la gloriosa infantería, mancillada por unos estudiantones que profanaban
noche tras noche aquel templo de la milicia.
Obviamente,
a requerimiento del oficial de semana, el correspondiente de guardia enviaba a los pocos minutos la
dotación que mandaba a nuestro pabellón. Inmediatamente, nos hacían recoger del
armero los fusiles de asalto CETME y provistos de ellos, en calzoncillos,
desfilábamos escaleras abajo hasta el zaguán del Regimiento, donde se había instalado
un hermosísimo pino de Navidad porque estábamos en diciembre. Allí, el oficial
nos hacía formar, daba la orden de presentar armas y haciendo tal cosa, es decir,
sujetando en suspensión frontal un fusil que pesa 4,5 kg, permanecíamos como podíamos –algunos caíamos, otros sujetábamos los fusiles de manera lamentable, todos luciendo los impresentables gayumbos reglamentarios, en fin, un
espectáculo que me gustaría volver a ver por un agujerito– por
espacio de una o dos horas, dependiendo de la “humanidad” del oficial que
correspondía cada día. Tras aquella rendición
de honores al emérito pino, absolutamente deshechos, volvíamos a nuestras
respectivas literas, no sin antes acordarnos de todos los antepasados de
algunos de los que nos rodeaban. Así sucedió casi todas las noches de aquel
diciembre de 1972, ¡cómo para olvidarlo!
Podría
contar infinitas anécdotas, pero no caeré en la tentación. No vaya a ser que alguien
me requiera la cartilla militar, me movilicen como reservista que soy, me monten un
consejo de guerra y me hagan repetir la mili. Yo ya no estoy para eso.
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