Decir
que España es un país ruidoso, además de una obviedad, es redescubrir el
Mediterráneo. Tráfico, trenes, aviones, bares, fiestas populares, discotecas,
conciertos... nos convierten en el segundo país más estridente del mundo, solo por
detrás de Japón, según un ranking de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Nueve millones de españoles (el
22% de la población) estamos expuestos a niveles de sonido que diariamente sobrepasan los
65 decibelios que establece la OMS como máximo tolerable. Un disparate
como otro cualquiera.
Sabemos
de sobra que el tráfico automovilístico es el más peliagudo de los problemas
que generan el ruido en las grandes ciudades, puesto que aporta casi la mitad
de la contaminación acústica. Pero hay fuentes adicionales nada despreciables
como el tráfico aéreo, que supone alrededor del 15%, o el ferroviario, con un
aporte similar. Sumando el ruido que producen los tres principales medios de
transporte, el montante alcanza las tres cuartas partes de la contaminación acústica.
Aún queda una tercera parte que genera básicamente la actividad comercial y el
vecindario, que completan a partes iguales el gran ‘desconcierto’ del ruido en
este país. Un problema que tiene carácter sistémico y, por ello, no atañe a una
parte concreta de la ciudadanía sino a su conjunto. Es innegable que a quienes concierne
en mayor medida es a sus productores, que debieran fabricar vehículos,
suministros e infraestructuras más silenciosos, de la misma manera que los
gestores de la vida pública debieran esforzarse mucho más en cooperar para
instaurar un ambiente confortable, restringiendo el tráfico en determinadas
horas y lugares o propiciando transportes alternativos. Pero no nos engañemos, el
problema compete al conjunto de los ciudadanos, que deberíamos poner de nuestra
parte cuanto menos dos cosas: un poco de educación y compromiso, y algo de
sentido común. Y aquí hemos de reconocer que fallamos estrepitosamente.
Porque,
según las estadísticas, las denuncias formuladas contra los causantes del ruido
atañen fundamentalmente a bares y discotecas, aunque en los últimos años han
proliferado las relativas a los problemas con los vecinos. Inconvenientes
denunciados por familias que compran o alquilan una vivienda y sufren el
malestar que causa un reducido vecindario que altera el descanso de la mayoría
de quienes conviven con él. En muchas ocasiones, no siempre, se trata de nuevos
estilos de vida que chocan con los estilos tradicionales, que alcanzan
situaciones insostenibles que son consecuencia de fiestas, borracheras, peleas,
sobreocupación de las viviendas, etc., fenómenos que hace pocos años eran
prácticamente desconocidos por estas latitudes. Pero no es este un problema
circunscrito a esos ciudadanos, también se da entre quienes no han llegado de
fuera y conocen perfectamente las costumbres del país.
Paradójicamente
la regulación del ruido en España es amplia y se aborda tanto en la normativa
estatal como en la específica de las comunidades autónomas y en las ordenanzas
locales. Los tres niveles institucionales tratan de desarrollar los mandatos
constitucionales prescritos por los artículos 43 y 45 de la Constitución, que
aluden a la necesidad de proteger la salud y el medio ambiente. Y es que está
más que demostrado que el ruido produce efectos nocivos que, además de afectar
a la dimensión emocional y al bienestar físico de las personas, produce patologías
como la sordera. Por eso, hasta la ley de propiedad horizontal contempla las
situaciones de ruido entre vecinos, permitiendo a los jueces revocar los
contratos de arrendamiento e incluso privar a los propietarios del uso de sus
viviendas por un periodo de hasta tres años. Evidentemente, para que se adopten
semejantes resoluciones deben haberse constatado previamente infinidad de
llamadas a la policía, amenazas, denuncias, etc. Obviamente, solo cuando no hay
manera de resolver estos problemas por la vía de la buena vecindad se recurre a
los tribunales. Cualquiera que haya tenido alguna experiencia al respecto sabe
que, llegados a este punto, empieza un calvario casi interminable. Una vez
inmersos en el procedimiento lo que nos aguarda suele ser un dispendio importante,
unos esfuerzos ímprobos y unos resultados incomprensiblemente inciertos.
El
ruido en España es un problema cultural y medioambiental, y como tal hay que abordarlo.
No es asunto que se pueda resolver con medidas sancionadoras, ni tampoco con
parches que atajen circunstancialmente sus causas. Acotarlo con alguna
probabilidad de éxito exige un estudio concienzudo de sus orígenes, sus
dimensiones, sus condicionamientos, sus manifestaciones y sus posibles
soluciones, así como el consecuente plan estratégico para su erradicación,
incluyendo la combinación de actuaciones pluridimensionales, secuenciadas en el
tiempo, que ofrezca alternativas a cuantas vertientes presenta la problemática,
desde la dimensión educativa a los comportamientos saludables, desde las
medidas punitivas o disuasorias a las propuestas de concienciación ciudadana.
En
definitiva, exige una estrategia para lograr que los ciudadanos tomemos
conciencia de que el ruido es una lacra que sufrimos innecesariamente todos en
mayor o menor medida, y que vale la pena suprimirlo de nuestras vidas porque,
entre otras cosas, es insalubre per se
y, además, porque si comparamos el contingente de quienes lo sufren con el de
los que lo producen veremos la abrumadora e injusta asimetría existente entre
ambos colectivos. Ni la ley permite, ni el sentido común justifica que nadie,
sea una población minoritaria o mayoritaria, haga sujetos pasivos de las
consecuencias de su incivilidad a otras personas, muchas de las cuales tienen situaciones
económicas y/o estado físicos y/o anímicos que les incapacitan para hacer frente a tales agresiones, ya que ni siquiera tienen fuerzas o recursos para poner pies en
polvorosa y alejarse de las fuentes del ruido, aunque no tengan obligación de
hacerlo. Son muchísimos los ciudadanos y
las ciudadanas que no tienen otra alternativa que seguir viviendo en sus casas
de siempre, que no tienen otra opción que soportar estoicamente las embestidas sistemáticas
de impostores incívicos que se lucran y enriquecen al socaire de la
permisividad institucional y de la complicidad silente de todos.
Son
abundantes los estudios experimentales y epidemiológicos que advierten de los
efectos perniciosos del ruido para la salud. Algunos señalan que los europeos
perdemos casi dos millones de años de vida saludable, teniendo en cuenta las
muertes prematuras y el deterioro de la calidad de vida que genera. Además de
la pérdida de audición, las tasas altas de ruido aumentan el riesgo de
enfermedad cardiovascular, producen problemas psicológicos, insomnio y un
desarrollo cognitivo más lento en la población infantil. Peligros de los que la
OMS alerta cada año con la intención de que los distintos gobiernos desarrollen
directivas para proteger la salud pública frente al ruido, que es la segunda
causa de enfermedad por motivos medioambientales.
Confieso
que me molesta extraordinariamente el ruido y que habito lugares que me hacen
involuntario sujeto pasivo (y, a la fuerza, paciente) de sus efectos. Soy
consciente del mundo que habitamos y de que no es nada fácil compatibilizar la
limitación del ruido con el tren de vida que llevamos. Sin embargo, más allá de
que no renuncio (ni creo que nadie deba hacerlo) a la saludable aspiración de
reducir sustancialmente sus tasas, creo posible y relativamente sencillo
implantar pautas de comportamiento ciudadano que hagan más llevadero el
trayecto hacia ese irrenunciable y sereno escenario.
Así,
a vuelapluma, sin dejarme tentar por proposiciones sediciosas, me pregunto: ¿no
podrían limitarse drásticamente las emisiones de ruido en determinadas
intervalos del día para asegurar el descanso de todos?; ¿no podría extremarse
el control sobre los focos de contaminación y las medidas disuasorias para con los
infractores?; de la misma manera que se aíslan las actividades económicas
peligrosas de los núcleos poblacionales, ¿no sería posible hacerlo con las productoras
de contaminación acústica y ambiental, como los bares, discotecas, ferias, etc.?;
¿es imposible combatir la demagogia y la propaganda de quienes equiparan todo
tipo de situaciones, amparándose en la presunta y falaz equivalencia de su
importancia económica y en su hipotética contribución a la generación de
riqueza? Por decirlo de otro modo, creo que debe desenmascararse a quienes
pretenden asimilar la tolerancia frente al ruido que produce durante unos
minutos un helicóptero que traslada un enfermo a un hospital a deshoras, o el
de un tren que transporta trescientos viajeros, con el que producen varias
decenas de personas ingiriendo alcohol con desmesura, acomodadas en las mesas instaladas
por un bar en medio de la vía pública, o el que originan unos cuantos vecinos y
sus músicas estridentes despreciando el descanso y la salud de quienes conviven
con ellos. Son cosas radicalmente diferentes y como tales deben abordarse.
No
creo que sea especialmente difícil ir mitigando paulatinamente los efectos del
ruido si todos ponemos un poquito de nuestra parte (recordemos lo que ha
sucedido con el tabaco, por ejemplo). Ahora bien, no dejemos todo en manos de
las autoridades, porque ellas solas no pueden hacerlo. Aquí se ha instalado un statu quo privativo –no hay otro lugar
de Europa donde suceda algo similar– cuya erradicación requiere más asenso y
más compromiso que el que corresponde o pueden aportan la clase política y los
funcionarios. Vamos, lo mismo que para evitar la corrupción. O nos ponemos a la
faena una mayoría significativa de los ciudadanos, o unos pocos seguirán campando
a sus anchas, apropiándose y viviendo de lo que es de todos y riéndose a
mandíbula batiente. Y, por favor, que a nadie se le ocurra pensar aquello tan
socorrido de que “yo, en su situación, haría lo mismo” porque entonces sí que
se me caen todos los palos del sombrajo.
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