El
título lo tomo prestado de un artículo que publicó el diario Información hace unas semanas firmado
por Pino Alberola. En él se decía que, según el Instituto Nacional de
Estadística (INE), en la provincia de Alicante más de 50.000 personas no pueden
comprar y comer carne o pescado cada dos días –como aconsejan los
nutricionistas– y que las entidades que ayudan a las gentes necesitadas tampoco
consiguen suministrarles alimentos frescos con regularidad porque carecen de
los recursos necesarios. Históricamente, la alimentación de un determinado
grupo social ha estado bastante condicionada por su contexto vital y por los usos
que se hacían de él. En unos casos los territorios fueron o son productivos y/o
tenían o tienen bien organizada su explotación; ello redunda en la abundancia y
variedad de los víveres disponibles en las despensas y, por ende, en la
adecuada satisfacción de las necesidades alimenticias de sus habitantes. En
otros casos, sucedió y sucede justamente
lo contrario y, cuando es así, los recursos económicos suelen ser requisitos indispensables
para lograr lo que no se posee. Y se tienen o no se tienen; ergo, se vive razonablemente bien, o se
malvive.
En mi
casa, con cierta frecuencia, discrepamos a propósito de los menús. Mi mujer,
que es quien suele cocinar, es muy proclive a incorporar todo tipo de vegetales
a cualquier comida. Es tan raro que en un menú falte la ensalada, como inusual
que verduras y legumbres estén ausentes de cualquier plato, sea al mediodía o
por la noche. Ella desciende de una familia que tenía muy enraizada esa
costumbre culinaria, que sigue practicando no solo por tradición sino por
convicción. Contrariamente, yo participé en mis años mozos de una cultura mucho
menos proclive al uso de los vegetales en la dieta. Si bien es cierto que al
final de la primavera y durante el verano lechugas, cebolletas, rábanos,
tomates, pimientos, berenjenas…, así como abundantes variedades de fruta estaban
presentes en ella, no lo es menos que, cuando llegaba el otoño y flojeaba la
cosecha familiar de frutas y hortalizas, éstas desaparecían de la mesa como por
arte de ensalmo y no volvían a reaparecer hasta la primavera siguiente. Tal vez
por ello, casi inconscientemente, censuro su machacona reiteración en los menús
actuales.
Probablemente
mi actitud es un atavismo arraigado en las prácticas culinarias de la tierra en
que nací y, específicamente, en las de mi madre, una excelente cocinera que acostumbraba
a sacar el máximo partido de las provisiones que se procuraba. Ello no
obstante, aquellos eran tiempos en los que si algo sobraba era escasez y precariedad,
especialmente de productos y viandas ajenos a nuestro hábitat, como los
coloniales, las conservas industriales, los derivados lácteos o la carne de
ternera, un bien escaso donde los hubiera por los pagos serranos. En aquellos
años, más allá de su aceptación y disfrute estacional, los paisanos teníamos
asociadas las frutas y verduras a los periodos de mayor carestía. ¡Cuántas
veces oímos decir a nuestras madres aquello de que como no tenían nada para elaborar
la comida prepararían un arroz con cuatro berzas y un puñado de caracoles, o
con una raspa de bacalao! La olla viuda, el caldo de borrajas o las patatas
cocidas con unos ajos y algo de pimentón eran socorridos recursos a los que se echaba mano cuando, especialmente durante el invierno, menguaban los víveres
más consistentes. De ahí que no sea difícil deducir que, en nuestro imaginario, mentar las verduras y las hortalizas era aludir a las situaciones de carestía. En
aquella tierra, entonces y ahora, los menús considerados suculentos incluyen abundante
carne y casquería, además de legumbres y hortalizas. La olla churra, los pucheros,
los arroces, las gachas o las migas, entre otras delicias, son exponentes de
una gastronomía recia y contundente, común a las zonas montaraces en las que el
clima, el terreno y las ocupaciones son duros y exigentes. Lo cierto y verdad
es que han pasado cincuenta años y todavía no he logrado desprenderme
completamente de ese cliché atávico que en cuestiones de dieta considera
sinónimos vegetales y precariedad, de la misma manera que hace homólogos productos
cárnicos y prodigalidad.
Tal
vez por cuanto vengo diciendo me sensibilizo con el sentir de las asociaciones
de vecinos, ONGs, organizaciones de ayuda y bancos de alimentos. Pienso, como
ellos, que es cierto que supermercados, centros comerciales, particulares… les donan
comida, pero casi siempre se trata de verduras y hortalizas, o de productos no
perecederos. Ironizo, como ellos, manifestando que entre unos y otros nos están
convirtiendo en vegetarianos. Y es que solamente algunos días, y con un poco de
suerte, obtienen de los supermercados pescado congelado con el que preparan
paellas o arroces para brindárselos a sus singulares ‘clientes’, a los que
normalmente les ofrecen huevos con patatas fritas como segundo plato.
En este puñetero mundo que vivimos, la
pobreza se cronifica mientras las redes familiares se debilitan cada vez más.
Los subsidios se agotan y el dinero de las indemnizaciones que su día compensaron
los despidos se esfumó. Los responsables de la catástrofe aseguran
continuamente que estamos saliendo de la crisis y que los subsidios son
improcedentes e ineficientes porque hacen que la gente se relaje y no se
aplique a lo que ‘toca’, que es buscar trabajo sean cuales sean las condiciones
y sea cual sea el salario. Contrariamente, instituciones poco sospechosas, como
la Cruz Roja, martillean con sus mensajes asegurando que el número de personas en situación de pobreza está
estabilizado y hasta crece. Dicen que, al inicio de la crisis, la cuestión se circunscribía prácticamente al reparto de alimentos; en cambio, ahora, se han multiplicado los
frentes que deben atender, que incluyen los suministros de material escolar, los productos de
higiene, las ayudas para los comedores escolares, las becas, etc.
Volviendo
a lo dicho, será un atavismo irracional, será muy saludable comer frutas y
verduras, será lo que pretendamos que sea…, lo siento, me identifico plenamente
con los actuales desheredados de la fortuna y con quiénes les procuran el
sustento diario. Cuando de lo que se trata es de llenar el estómago en sentido literal, la
dieta mediterránea, vegetariana o terapéutica, y los menús hipocalóricos,
disociados o macrobióticos, son auténticas ‘boutades’. Cuando la cruda realidad
se circunscribe a saciar literalmente el hambre –al fin y al cabo, ¿tiene otra finalidad
la alimentación?–, la salubridad pasa a un segundo plano y lo que se ansía no es
otra cosa que lograrlo con viandas sustantivas que mantengan enhiestas las
potencialidades de los cuerpos y los espíritus, ¿o no? Pues eso.
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