lunes, 6 de junio de 2016

La pobreza es vegetariana.

El título lo tomo prestado de un artículo que publicó el diario Información hace unas semanas firmado por Pino Alberola. En él se decía que, según el Instituto Nacional de Estadística (INE), en la provincia de Alicante más de 50.000 personas no pueden comprar y comer carne o pescado cada dos días como aconsejan los nutricionistas y que las entidades que ayudan a las gentes necesitadas tampoco consiguen suministrarles alimentos frescos con regularidad porque carecen de los recursos necesarios. Históricamente, la alimentación de un determinado grupo social ha estado bastante condicionada por su contexto vital y por los usos que se hacían de él. En unos casos los territorios fueron o son productivos y/o tenían o tienen bien organizada su explotación; ello redunda en la abundancia y variedad de los víveres disponibles en las despensas y, por ende, en la adecuada satisfacción de las necesidades alimenticias de sus habitantes. En otros casos,  sucedió y sucede justamente lo contrario y, cuando es así, los recursos económicos suelen ser requisitos indispensables para lograr lo que no se posee. Y se tienen o no se tienen; ergo, se vive razonablemente bien, o se malvive.

En mi casa, con cierta frecuencia, discrepamos a propósito de los menús. Mi mujer, que es quien suele cocinar, es muy proclive a incorporar todo tipo de vegetales a cualquier comida. Es tan raro que en un menú falte la ensalada, como inusual que verduras y legumbres estén ausentes de cualquier plato, sea al mediodía o por la noche. Ella desciende de una familia que tenía muy enraizada esa costumbre culinaria, que sigue practicando no solo por tradición sino por convicción. Contrariamente, yo participé en mis años mozos de una cultura mucho menos proclive al uso de los vegetales en la dieta. Si bien es cierto que al final de la primavera y durante el verano lechugas, cebolletas, rábanos, tomates, pimientos, berenjenas…, así como abundantes variedades de fruta estaban presentes en ella, no lo es menos que, cuando llegaba el otoño y flojeaba la cosecha familiar de frutas y hortalizas, éstas desaparecían de la mesa como por arte de ensalmo y no volvían a reaparecer hasta la primavera siguiente. Tal vez por ello, casi inconscientemente, censuro su machacona reiteración en los menús actuales.

Probablemente mi actitud es un atavismo arraigado en las prácticas culinarias de la tierra en que nací y, específicamente, en las de mi madre, una excelente cocinera que acostumbraba a sacar el máximo partido de las provisiones que se procuraba. Ello no obstante, aquellos eran tiempos en los que si algo sobraba era escasez y precariedad, especialmente de productos y viandas ajenos a nuestro hábitat, como los coloniales, las conservas industriales, los derivados lácteos o la carne de ternera, un bien escaso donde los hubiera por los pagos serranos. En aquellos años, más allá de su aceptación y disfrute estacional, los paisanos teníamos asociadas las frutas y verduras a los periodos de mayor carestía. ¡Cuántas veces oímos decir a nuestras madres aquello de que como no tenían nada para elaborar la comida prepararían un arroz con cuatro berzas y un puñado de caracoles, o con una raspa de bacalao! La olla viuda, el caldo de borrajas o las patatas cocidas con unos ajos y algo de pimentón eran socorridos recursos a los que se echaba mano cuando, especialmente durante el invierno, menguaban los víveres más consistentes. De ahí que no sea difícil deducir que, en nuestro imaginario, mentar las verduras y las hortalizas era aludir a las situaciones de carestía. En aquella tierra, entonces y ahora, los menús considerados suculentos incluyen abundante carne y casquería, además de legumbres y hortalizas. La olla churra, los pucheros, los arroces, las gachas o las migas, entre otras delicias, son exponentes de una gastronomía recia y contundente, común a las zonas montaraces en las que el clima, el terreno y las ocupaciones son duros y exigentes. Lo cierto y verdad es que han pasado cincuenta años y todavía no he logrado desprenderme completamente de ese cliché atávico que en cuestiones de dieta considera sinónimos vegetales y precariedad, de la misma manera que hace homólogos productos cárnicos y prodigalidad.

Tal vez por cuanto vengo diciendo me sensibilizo con el sentir de las asociaciones de vecinos, ONGs, organizaciones de ayuda y bancos de alimentos. Pienso, como ellos, que es cierto que supermercados, centros comerciales, particulares… les donan comida, pero casi siempre se trata de verduras y hortalizas, o de productos no perecederos. Ironizo, como ellos, manifestando que entre unos y otros nos están convirtiendo en vegetarianos. Y es que solamente algunos días, y con un poco de suerte, obtienen de los supermercados pescado congelado con el que preparan paellas o arroces para brindárselos a sus singulares ‘clientes’, a los que normalmente les ofrecen huevos con patatas fritas como segundo plato.

En este puñetero mundo que vivimos, la pobreza se cronifica mientras las redes familiares se debilitan cada vez más. Los subsidios se agotan y el dinero de las indemnizaciones que su día compensaron los despidos se esfumó. Los responsables de la catástrofe aseguran continuamente que estamos saliendo de la crisis y que los subsidios son improcedentes e ineficientes porque hacen que la gente se relaje y no se aplique a lo que ‘toca’, que es buscar trabajo sean cuales sean las condiciones y sea cual sea el salario. Contrariamente, instituciones poco sospechosas, como la Cruz Roja, martillean con sus mensajes asegurando que el número de personas en situación de pobreza está estabilizado y hasta crece. Dicen que, al inicio de la crisis, la cuestión se circunscribía prácticamente al reparto de alimentos; en cambio, ahora, se han multiplicado los frentes que deben atender, que incluyen los suministros de material escolar, los productos de higiene, las ayudas para los comedores escolares, las becas, etc.

Volviendo a lo dicho, será un atavismo irracional, será muy saludable comer frutas y verduras, será lo que pretendamos que sea…, lo siento, me identifico plenamente con los actuales desheredados de la fortuna y con quiénes les procuran el sustento diario. Cuando de lo que se trata es de llenar el estómago en sentido literal, la dieta mediterránea, vegetariana o terapéutica, y los menús hipocalóricos, disociados o macrobióticos, son auténticas ‘boutades’. Cuando la cruda realidad se circunscribe a saciar literalmente el hambre –al fin y al cabo, ¿tiene otra finalidad la alimentación?–, la salubridad pasa a un segundo plano y lo que se ansía no es otra cosa que lograrlo con viandas sustantivas que mantengan enhiestas las potencialidades de los cuerpos y los espíritus, ¿o no? Pues eso.

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