jueves, 16 de junio de 2016

La inmortalidad de los dioses.

Entre todas las manifestaciones artísticas las que me emocionan con mayor presteza y espontaneidad son las obras musicales. Cada vez que desaparece un compositor reconocido, o un intérprete o ejecutante virtuoso, me aflige la congoja y el desasosiego, me siento incómodo y tristón. No puedo evitarlo. Algo parecido me sucede cuando me entero de que a alguien que me ha deleitado con lo que hace le ha ocurrido algo que le impedirá seguir haciéndolo. La nostalgia y la melancolía se hacen entonces mis compañeras, a veces por unos minutos, otras durante unas horas y, en ciertas ocasiones, hasta por una temporada.

Me sucedió hace pocos días, al inicio de este mismo mes de junio. En una entrevista para la revista Classic Rock, Eric Clapton hacia público que dejaba definitivamente los escenarios por causa de la enfermedad neurodegenerativa que sufre desde hace algún tiempo. El músico británico confesaba que años atrás empezó a tener dolores de espalda, que parece que han evolucionado hasta convertirse en auténticas descargas eléctricas, síntoma de la neuropatía periférica que padece. Quiénes siguen al músico saben desde hace cuatro o cinco años que su situación era complicada. Durante ese periodo se ha visto obligado a cancelar conciertos y comparecencias por sus dificultades crecientes para tocar la guitarra por causa de la insuficiencia nerviosa que le hace perder sensibilidad y le incapacita para controlar los movimientos musculares. Tristemente, Clapton engrosa el particular olimpo de los semidioses vivientes que pueblan el dique seco de la música, como Phil Collins o Brian Johnson, cuyos problemas de salud también les retiraron prematuramente de sus respectivas carreras.

Con Clapton se va uno de los “dioses” de los años gloriosos de la música rock, un reputadísimo músico desde principios de los sesenta. ¿Quién no lo recuerda integrando aquellos The Yardbirds con los que se hizo acreedor a uno de sus apodos más notorios, slow hand (mano lenta)? Esa etapa quedó atrás cuando el grupo decidió grabar For your love, una decisión que él no compartió por considerar que representaba una cesión intolerable a los intereses comerciales. Sus caminos se separaron y Clapton se sumaría casi inmediatamente a las filas de los Bluesbreakers, de John Mayall. El propio Mayall entendió su decisión a la perfección cuando aseguraba que “ninguno de los Yardbirds sabía distinguir un blues de un agujero en el suelo”. El periodo que pasaron juntos sirvió a Eric Clapton para ganarse algo más que el reconocimiento del público, aquello empezaba a ser ya pura idolatría. Es el momento en que los muros de las calles de Londres se rotulan con la célebre pintada: Clapton is God, que tanto agrada a mi hijo que, por cierto, tuvo el privilegio de verlo, quizá en su último gran concierto, el pasado mes de marzo, en el Royal Albert Hall, la mítica sala en la que ha actuado en más de doscientas ocasiones, por lo que algunos han optado por denominarla “Royal Eric Hall”

Tras dejar a los Bluesbreakers, en 1966, el ya ‘dios’ Clapton se embarcó en la formación de distintas bandas, el power trio Cream (1966-1969), el efímero supergrupo Blind Faith (1969) o el proyecto personal Derek and the Dominos (1970-1971) De este periodo se cuenta una anécdota, falsa, como la mayoría, que hace referencia a que la banda Grand Funk Railroad estaba ofreciendo un concierto en el que su guitarrista Mark Farner se dispuso a lucirse con un solo. El público le abucheó y, desconcertado, lanzó al aire una pregunta impertinente: “¿Alguien puede hacerlo mejor?” Una persona aceptó el reto y subió al escenario para demostrarle que sí era capaz de ello, y lo hizo. Obviamente se trataba del mismísimo ‘Dios’, encarnado en Eric Clapton. Naturalmente todo es imaginario en esta leyenda urbana; los personajes son aleatorios, y la historia también porque ‘God’, aunque en su entidad metafísica sea omnipresente, nunca subió a un escenario en manifestación corpórea a humillar a sus compañeros de profesión.

Más tarde emprendió la carrera en solitario, que ha sido larga y fructífera: exactamente veintitrés álbumes. El último, I still you, lo presentó el pasado 20 de mayo. En este trabajo ha contado de nuevo con la colaboración del productor Glyn Johns, que ha trabajado con artistas de la talla de los Rolling Stones, Eagles, Led Zeppelin y The Who. Él fue también el responsable del LP Slowhand (1977), un álbum que incluye éxitos míticos de Clapton como Cocaine, Wonderful Tonigh y Lay Down Sally. Tal vez todavía queda una última oportunidad de oír y disfrutar de ‘Dios’. La prevista y anunciada colaboración del guitarrista en el nuevo disco de los Rolling Stones, que ha trascendido que será de blues y que llegará a finales de año.

He escuchado centenares de veces muchas de sus canciones, aunque solamente he tenido la oportunidad de verlo una vez en directo, fue en el Palau San Jordi, hará una veintena de años, cuando mi hijo –uno de sus más incondicionales admiradores- era un adolescente. Él ha asistido a muchos de sus conciertos y conoce a fondo su discografía. Ha interpretado centenares de veces algunas de sus canciones y le ha copiado sus cosas hasta desgastarlas. Evidentemente, no soy experto en música rock, pero tengo la convicción de que la música de Eric Clapton forma parte de la historia de la música moderna. Tal vez mucho menos por sus composiciones que por su exquisitez como intérprete. Gentes que saben del oficio aseguran que es uno de los mejores guitarristas que ha conocido la música moderna.

Canciones como Cocaine o Laila son himnos que forman parte de la vida de muchos de nuestros convecinos, particularmente de quienes nacieron en los años 50 del siglo pasado. Clapton es uno de los supervivientes de aquel tiempo de sexo, drogas y rock n’roll, más de una vez lo ha confesado públicamente. Ha alcanzado el estatus de septuagenario salvando importantes altibajos y episodios vitales que le han producido más de un quebradero de cabeza, cuando no disgustos superlativos, como el que motivó que compusiese una de las canciones más tiernas que oído, Teers in heaven, otro hito en la historia de la música moderna.

Nada ni nadie es eterno. Yo no creo en la eternidad, más allá del propio concepto. Sin embargo, de alguna manera cada cual tenemos nuestra particular concepción de la infinitud. Sin duda, God o Slow hand, como se prefiera, será eterno para mi y seguramente para cuántos mortales lo disfrutamos durante el tiempo que permaneció con nosotros.

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