Entre
todas las manifestaciones artísticas las que me emocionan con mayor presteza y
espontaneidad son las obras musicales. Cada vez que desaparece un compositor
reconocido, o un intérprete o ejecutante virtuoso, me aflige la congoja y el
desasosiego, me siento incómodo y tristón. No puedo evitarlo. Algo parecido me
sucede cuando me entero de que a alguien que me ha deleitado con lo que hace le
ha ocurrido algo que le impedirá seguir haciéndolo. La nostalgia y la
melancolía se hacen entonces mis compañeras, a veces por unos minutos, otras
durante unas horas y, en ciertas ocasiones, hasta por una temporada.
Me
sucedió hace pocos días, al inicio de este mismo mes de junio. En una
entrevista para la revista Classic Rock,
Eric Clapton hacia público que dejaba definitivamente los escenarios por causa
de la enfermedad neurodegenerativa que sufre desde hace algún tiempo. El músico
británico confesaba que años atrás empezó a tener dolores de espalda, que
parece que han evolucionado hasta convertirse en auténticas descargas
eléctricas, síntoma de la neuropatía periférica que padece. Quiénes siguen al
músico saben desde hace cuatro o cinco años que su situación era complicada.
Durante ese periodo se ha visto obligado a cancelar conciertos y comparecencias
por sus dificultades crecientes para tocar la guitarra por causa de la insuficiencia
nerviosa que le hace perder sensibilidad y le incapacita para controlar los
movimientos musculares. Tristemente, Clapton engrosa el particular olimpo de los
semidioses vivientes que pueblan el dique seco de la música, como Phil Collins
o Brian Johnson, cuyos problemas de salud también les retiraron prematuramente
de sus respectivas carreras.
Con
Clapton se va uno de los “dioses” de los años gloriosos de la música rock, un
reputadísimo músico desde principios de los sesenta. ¿Quién no lo recuerda
integrando aquellos The Yardbirds con
los que se hizo acreedor a uno de sus apodos más notorios, slow hand (mano lenta)? Esa etapa quedó atrás cuando el grupo decidió
grabar For your love, una decisión
que él no compartió por considerar que representaba una cesión intolerable a los
intereses comerciales. Sus caminos se separaron y Clapton se sumaría casi
inmediatamente a las filas de los Bluesbreakers,
de John Mayall. El propio Mayall entendió su decisión a la perfección cuando
aseguraba que “ninguno de los Yardbirds sabía
distinguir un blues de un agujero en el suelo”. El periodo que pasaron juntos
sirvió a Eric Clapton para ganarse algo más que el reconocimiento del público, aquello
empezaba a ser ya pura idolatría. Es el momento en que los muros de las calles de Londres se rotulan con la célebre pintada: Clapton is God, que tanto agrada a mi
hijo que, por cierto, tuvo el privilegio de verlo, quizá en su último gran concierto,
el pasado mes de marzo, en el Royal Albert Hall, la mítica sala en la que ha
actuado en más de doscientas ocasiones, por lo que algunos han optado por denominarla
“Royal Eric Hall”
Tras
dejar a los Bluesbreakers, en 1966,
el ya ‘dios’ Clapton se embarcó en la formación de distintas bandas, el power trio Cream (1966-1969), el efímero supergrupo Blind Faith (1969) o el proyecto personal Derek and the Dominos (1970-1971) De este periodo se cuenta una
anécdota, falsa, como la mayoría, que hace referencia a que la banda Grand Funk Railroad estaba ofreciendo un
concierto en el que su guitarrista Mark Farner se dispuso a lucirse con un
solo. El público le abucheó y, desconcertado, lanzó al aire una pregunta
impertinente: “¿Alguien puede hacerlo mejor?” Una persona aceptó el reto y
subió al escenario para demostrarle que sí era capaz de ello, y lo hizo.
Obviamente se trataba del mismísimo ‘Dios’, encarnado en Eric Clapton. Naturalmente todo es imaginario en esta
leyenda urbana; los personajes son aleatorios, y la historia también porque ‘God’,
aunque en su entidad metafísica sea omnipresente, nunca subió a un escenario en
manifestación corpórea a humillar a sus compañeros de profesión.
Más
tarde emprendió la carrera en solitario, que ha sido larga y fructífera: exactamente
veintitrés álbumes. El último, I still you,
lo presentó el pasado 20 de mayo. En este trabajo ha contado de nuevo con la
colaboración del productor Glyn Johns,
que ha trabajado con artistas de la talla de los Rolling Stones, Eagles, Led Zeppelin y The Who. Él fue también el responsable del LP Slowhand (1977), un álbum que incluye éxitos míticos de Clapton como
Cocaine, Wonderful Tonigh y Lay Down
Sally. Tal vez todavía queda una última oportunidad de oír y disfrutar de ‘Dios’.
La prevista y anunciada colaboración del guitarrista en el nuevo disco de los Rolling Stones, que ha trascendido que
será de blues y que llegará a finales
de año.
He
escuchado centenares de veces muchas de sus canciones, aunque solamente he tenido
la oportunidad de verlo una vez en directo, fue en el Palau San Jordi, hará una
veintena de años, cuando mi hijo –uno de sus más incondicionales admiradores- era
un adolescente. Él ha asistido a muchos de sus conciertos y conoce a fondo
su discografía. Ha interpretado centenares de veces algunas de sus canciones y
le ha copiado sus cosas hasta desgastarlas. Evidentemente, no soy experto en
música rock, pero tengo la convicción de que la música de Eric Clapton forma
parte de la historia de la música moderna. Tal vez mucho menos por sus
composiciones que por su exquisitez como intérprete. Gentes que saben del
oficio aseguran que es uno de los mejores guitarristas que ha conocido la
música moderna.
Canciones
como Cocaine o Laila son himnos que forman parte de la vida de muchos de nuestros
convecinos, particularmente de quienes nacieron en los años 50 del siglo
pasado. Clapton es uno de los supervivientes de aquel tiempo de sexo, drogas y rock
n’roll, más de una vez lo ha confesado públicamente. Ha alcanzado el estatus de
septuagenario salvando importantes altibajos y episodios vitales que le han
producido más de un quebradero de cabeza, cuando no disgustos superlativos,
como el que motivó que compusiese una de las canciones más tiernas que oído, Teers in heaven, otro hito en la historia
de la música moderna.
Nada
ni nadie es eterno. Yo no creo en la eternidad, más allá del propio concepto.
Sin embargo, de alguna manera cada cual tenemos nuestra particular concepción
de la infinitud. Sin duda, God o Slow hand, como se prefiera, será eterno
para mi y seguramente para cuántos mortales lo disfrutamos durante el tiempo
que permaneció con nosotros.
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