La
muerte de Erika Mejía el pasado domingo, 17 de mayo, nos ofrece al menos un par
de lecciones que no deberíamos olvidar. La primera de ellas es la violencia con
que acomete el Covid-19, un virus que se ceba con algunas personas tan
poderosamente que las deja inermes y las condena a perecer irremisiblemente. Hasta
hoy sus víctimas son mayoritariamente gente mayor, pero también se lleva por
delante a jóvenes como Erika, una mujer que ya no celebrará su 38 aniversario.
Por tanto deberíamos acordarnos de que el Covid19 sigue activo y matando.
Insisto en la comparación que han hecho algunos: tres meses después de iniciada
la pandemia en España, cada día muere por coronavirus un número de personas
equivalente a las víctimas que produciría el desplome de un avión de tamaño
medio. Así pues, desde que se inauguraron las estadísticas se han precipitado al
vacío 140 aviones, cada uno con 200 pasajeros. Y tampoco puede olvidarse que muchos
de ellos y ellas han muerto solos, desasistidos, como perros abandonados. Una
indignidad que no debería volver a suceder. Así pues, recordémoslo: tras tres
meses de enfermedad y muerte, de confinamiento y miedo, nadie está libre de contraer
el virus, ni de sufrir su encarnizamiento y de morir. O lo que puede ser peor, de
sobrevivir con gravísimas secuelas.
Claro
que a todos nos alegra el inicio de la desescalada y lo que ello significa, que
es tanto como recuperar parte de la libertad de movimientos, reincorporarse
tímidamente al trabajo, reencontrarse con familiares y amigos, ir a comprar algo
distinto de medicamentos y víveres o visitar la peluquería. Sin embargo, la
alegría por la interrupción parcial del confinamiento, la aparente recuperación
de la normalidad, no debe confundirnos haciendo que nos relajemos más allá de
lo inevitable. Todas las precauciones son pocas para eludir una enfermedad que
es letal, también para los jóvenes que disfrutan de las terrazas de los bares y
para los niños que juegan en las calles y ciertos espacios públicos. Y aunque
no fuese así, la solidaridad intergeneracional nos obliga a todos: hoy por ti,
mañana por mi. Nadie es autosuficiente ni está exento de que le sucedan
desgracias y calamidades: ni en todas las facetas, ni durante toda la vida. De
modo que deberíamos exigir que a los olvidadizos y a los proclives a las
conductas laxas y renuentes se les aplicasen con rigor los siempre efectivos resortes
del conductismo: refuerzo de las conductas positivas, disuasión, y, finalmente,
sanciones y privación de derechos. Me parece que no hay otra: o nos autorregularnos
o alguien debe motivarnos a hacerlo, porque sin regulación, en el territorio
donde algunos ansían disfrutar de una malentendida libertad (que es
exclusivamente la suya, porque la de los demás les importa un bledo), es
imposible desarrollar la vida social civilizada.
La
segunda lección que deberíamos aprender y no olvidar es la necesidad de
defender la grandeza de nuestro sistema público de salud y el privilegio que
supone disfrutar de él. La constatación de lo que ha sido capaz de llevar a cabo
en los últimos meses debe conducirnos a reivindicarlo con mayor denuedo y a
exigir los recursos necesarios para asegurar su solvencia, desde la
disponibilidad de instalaciones e instrumental sanitario hasta la dignidad de
las condiciones laborales que afectan a su personal y sus retribuciones. Por
más que lo nieguen interesadamente, es indiscutible la merma de recursos que ha
ocasionado la política de recortes sistemáticos y privatizaciones desarrollada
por los gobiernos conservadores durante la última década. Sin embargo, pese a
ello, sigue siendo una de las sanidades punteras del mundo, que además se rige
por unos códigos deontológicos que poco tienen que envidiar a los demás. Recordemos
si no la monumental movilización de recursos que se produjo para trasladar a
Erika desde el hospital de Guadalajara, donde se hospitalizó inicialmente,
hasta el Hospital Puerta de Hierro de Madrid. Ambulancias, helicóptero,
policías, sanitarios. Un pequeño ejército sanitario y logístico, para reubicar
un cuerpo muy maltrecho desde un sanatorio que había agotado todos los recursos
para tratarlo hasta otra instalación mucho mejor dotada, con el loabilísimo
objetivo de salvar la vida a una persona joven, para la que se aventuraba una prospectiva
favorable, con independencia de quien fuese. Fue tal el despliegue que hubo que
planificar y poner en acción para realizar el traslado que algún testigo llegó
a decir algo así como: “debe tratarse de una persona importante”. Pues bien,
esa persona era ni más ni menos que Erika Mejía, una ciudadana hondureña,
residente en nuestro país, contratada a media jornada para atender los cuidados
que precisaba una persona mayor, con un sueldo que puede imaginarse, y unos
recursos y condiciones de vida humildísimos. Ella, como cualquier otro ciudadano,
tuvo acceso a los medios de una sanidad que es puntera en el mundo, ejercitando
un derecho al que no debemos renunciar. Más allá de los sistemáticos aplausos
al personal sanitario a las ocho de la tarde (que ya se están encargando
algunos de desactivar), cuando esta pandemia se mitigue debemos recordar lo
sucedido y exigir la restitución de los recursos que garantizan una sanidad
pública modélica.
El
derecho a tener derechos no puede supeditarse a la hegemonía del mercado porque
ello incrementa el riesgo de que se nos pierda el respeto a los ciudadanos. Si
consentimos que se equipare a las personas con las mercancías y el dinero
habremos dado carta de naturaleza a un monstruo que no conoce patria ni piedad,
y que no solo acabará con nuestros derechos sino que también negará toda forma
de esperanza a las futuras generaciones. De la misma manera que no todo es
permisible en tiempos de bonanza, tampoco lo es en los períodos críticos. Y desde luego
muy especialmente cuanto atenta contra toda forma de humanidad y solidaridad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario