Resulta
chocante ensayar una crónica que no es tal. Acaso sea una suerte de no crónica,
pues carece de sentido narrar acontecimientos que no han existido, porque solo
cuanto sucede da pie y razón a su relato. Como se deducirá inmediatamente, estas
líneas no encabezan una nueva fabulación sobre la amistad. Más bien introducen la
narración de algunas reflexiones sobre lo que hoy acontece, una realidad bien distinta
de las que suelen motivar mis amistosas reseñas, aunque curiosamente también nos
atañe a todos, e incluso a muchísimos más. Hoy, ni estamos juntos, ni
celebramos nada especial. Al menos así me lo parece, aunque ya no tengo certeza
de nada. Igual estamos más comunicados y unidos que nunca y abundan los motivos
para celebrarlo, ¿quién sabe?
Me
sobra motivación no solo para escribir una crónica sino incluso los anales de la
calamidad que nos asedia, cuando apenas ha transcurrido un mes –interminable–
desde que, inmisericorde, se cernió sobre la Humanidad. Sin embargo, ni tengo
la perspectiva necesaria, ni dispongo de las herramientas apropiadas. Sí
confesaré que tamaña desgracia me ha tentado en algún momento a ahondar mi
conocimiento sobre el misterio de la Santísima Trinidad, pero finalmente me he
decantado por algo menos pretencioso, como enhebrar algunos pensamientos y
pespuntear esta crónica que, como dije, seguramente no merecerá tal calificación.
Tengo
la impresión de que sucedió hace muchísimo y, sin embargo, apenas han transcurrido
dos meses desde nuestro último encuentro, en Elx. Nadie podíamos imaginar entonces
que pocos días después se desencadenaría un inopinado y monumental cataclismo, inédito
para generaciones enteras, que pondría el mundo del revés, aunque algunos
venían pronosticando hace tiempo que tal cosa sucedería. Una vez más se ha
demostrado que no hay más sordo que quien no quiere oír. El causante de tamaña
tropelía, como sabemos, no es un potente meteorito, ni magnificentes sacudidas
sísmicas o erupciones volcánicas. Al contrario, se trata de un ínfimo y
enclenque bichito, inerme frente al jabón, que se ha bastado y sobrado para
desnudar completamente a la Humanidad, poniéndonos a todos de rodillas, en
pelota picada, y dejándonos a la intemperie. ¡Y nos parecía que éramos importantes!
¡Y hasta que gobernábamos el mundo! ¡Qué ingenuas criaturas somos los humanos!
En
este breve y enojoso periodo, sin tiempo para pensarlo, el dichoso animalito ha
logrado que descubramos y evidenciemos lo mejor y lo peor que tenemos. Es más,
creo que la inmensa mayoría hemos descubierto el sentido auténtico de una
palabra, confinamiento, que el DRAE incorporó en 1843. Un vocablo casi en
desuso, pese a que hace años que algunos soportan estoicamente su lacerante
significado, sin que medie delito o causa penal que lo justifique. Todos conocemos
algún doloroso ejemplo. En todo caso, confinar significa recluir a las personas
dentro de unos determinados límites, pero, aunque no lo recoja el diccionario, conlleva
además la privación de algunos derechos fundamentales y, lo que es peor, esconde
taimadamente sordas violencias e imperceptibles quebrantos que minan y consumen
la moral y el raciocinio de las personas, desestabilizándolas y doblegándolas,
incluidas las que acreditan especial firmeza.
Como
decía, no solo los infortunios acompañan a la pandemia. Al contrario, resulta sorprendente
–o
no, según se mire– que tamaña calamidad nos haya devuelto al territorio de lo evidente,
que prefiero denominar hoy de la perogrullada, término al que sustraigo su
carga peyorativa y evito hacerlo sinónimo de necedad o simpleza. Al
contrario, lo tomo como análogo de la verdad o certeza que ayuda a recuperar
el sentido común y el auténtico valor de las grandes y las pequeñas cosas, esas
“que nos dejó un tiempo de rosas y no consiguió matar ni el tiempo ni la
ausencia”, como asegura Serrat. Hoy, como pocas veces, valoramos la vida, la
propia y la de quienes la han perdido, a veces, demasiadas, en condiciones inmorales
y execrables, que son consecuencia de actuaciones criminales por las que
alguien debe responder cuando escampe el temporal. Hoy hemos recuperado la
importancia y el valor inmenso de los besos y los abrazos que no podemos dar, de
igual modo que ponderamos la valía que tiene la distancia que nos separa, insalvablemente,
de nuestros iguales y de quienes queremos. Hoy valoramos, como no pudimos
imaginar, el gozo que produce un paseo furtivo y nocturno por una terraza o una
escalera comunitaria, o volver a saborear el pastel de la abuela que intentamos
remedar. Muchísimos han descubierto en carne propia lo admirable de la
paciencia de los maestros. Todos, en suma, contrastamos diariamente los reaños de
los sanitarios peleando en primera línea, con riesgo de su salud y de su vida,
por las de todos, incluidas las de los que han hecho méritos sobrados para
que no les alcanzasen sus cuidados. No viviremos ni haremos lo suficiente para
agradecérselo.
La formidable coyuntura que atravesamos también ha propiciado que, desde el
asombro que produce tamaña estulticia, comprobemos la cantidad de mal nacidos
que pueblan nuestras vecindades. Pese a las terribles circunstancias que
atraviesa el país –cuyo afrontamiento, a juicio de expertos, científicos y de
cualquier persona con sentido común reclama unidad y el mayor acuerdo–, cuando
se levantan por la mañana no tienen otro propósito que pelear por hacerse con
el poder lo más deprisa posible. Y para lograrlo no paran en mientes, hacen lo
que sea: mentir, manipular la información, sembrar odio, desacreditar a personas
e instituciones, insultar, negar las evidencias, apropiarse de lo ajeno, eludir
todo tipo de responsabilidad presente o pretérita… Sí, hemos redescubierto cómo
algunas personas atesoran la ruindad y la inhumanidad a manos llenas, gente sin
decoro que intenta sacar provecho de la ruina, del dolor y de la muerte de sus
conciudadanos. Corifeos de lengua viperina y hechos luctuosos, practicantes de
la vieja triquiñuela de torear a toro pasado, incapaces de empatizar con los
sufridos colegas de la parte baja del escalafón, que se enfrentan a morlacos
que ellos rehúyen, que son capaces de negar la evidencia de su arrojo escupiendo
veneno, envolviéndose en banderitas rojigualdas y crespones negros, o saliendo
a sus balcones a las ocho, a aplaudir a unos sanitarios y trabajadores sociales
a los que han dejado en cueros con sus recortes y sucios negocios.
Pero
si lo que antecede es innegable, no lo es menos que, más allá de esa gentuza, quienes
están dejándose la salud y la vida bregando en primera línea para sacarnos del atolladero
en que nos encontramos nos demuestran cada día lo imprescindibles que resultan
los servicios públicos. Mientras la fiesta va bien, todo vale. Sin embargo, ¿dónde están ahora quienes
pontificaban sobre las bondades de las privatizaciones, los recortes o las
liberalizaciones? Ojalá sea esta una de las lecciones que aprendamos, y ojalá
que tardemos en olvidarla y, por ende, en no descuidar la defensa de los
servicios públicos, que deben asegurar los derechos de los ciudadanos y nunca
ser subsidiarios de la iniciativa privada. Renuncio a seguir hurgando en la
herida, cuyas pústulas conocemos y sufrimos sobradamente. Alternativamente,
prefiero compartir algunas pequeñas alegrías que indirectamente me ha procurado
la pandemia, como supongo que os ha sucedido a vosotros. Comparto, pues, mi
alegría por el hallazgo de una vieja libreta que dormitaba largos años perdida en
una estantería, el placer que he obtenido paladeando algunas de las viejas canciones
que nos hemos enviado por whatsup o con las llamadas de personas con quienes
hacía décadas que no hablaba. Decenas de pequeñísimas cosas que me hacen
recuperar la perspectiva del tiempo, discernir entre las que merecieron la pena
y las que no tuvieron la relevancia que aparentaron. Como decía al principio,
tal vez sea esta otra de las lecciones que la agria realidad que sufrimos nos
ayude a reaprender.
Estoy
seguro de que saldremos de esta crisis más fortalecidos. Creo que se impondrá
una tregua que nos permitirá encarar más esperanzados el futuro. Tal vez debamos
vivir con mayores estrecheces, pero me parece que ganaremos en humanidad. Estoy
seguro que en los próximos tiempos se impondrán otros discursos en los que se
subrayarán palabras en desuso como altruismo, generosidad, cooperación, filantropía,
unidad… Y otras muchas que apelarán a derechos y valores inherentes a la
condición humana. Confío en que, aunque salgamos más pobres del trance, recuperaremos buena parte de los valores olvidados,
incluso la arrinconada condición de personas que casi hicieron olvidar los subrepticios calificativos de consumidores y usuarios. También nuestro sentido crítico y nuestra
solidaridad, la filantropía y empatía, y las atribuciones que
nos diferencian radicalmente de los animales. Quiero creer que está
alumbrando un tiempo atmosférico climatológicamente más sano y mejor, que es
venturoso preludio del mundo más saludable que conseguiremos dejar a nuestros
nietos.
Tal
vez, antes de que lo que digo sea una realidad contrastada, deberé ensayar
alguna otra ucronía. Os aseguro que lo haré gustosamente porque tengo la firme
convicción, y también la esperanza, de que volveremos a vernos antes que
después para, como dije al final de una de las primeras crónicas, volver a
enhebrar nuevas tertulias improvisadas, con nuevos temas y sinfines de
preocupaciones. Volverán pronto nuevos ejercicios de sana nostalgia y también
de descreimiento, de filosofía de la cotidianidad y de recuerdos adobados con
imaginaciones benévolas y azucaradas, acompañados de ágapes saludables, alguna
copichuela y música. Siempre nos acompañará la música. ¡Salud y ánimo, amigos!
Brillant com sempre Vicent. Gràcies per compartir les teues reflexions. Una forta abraçada dels del meu confinament a Beneixama.
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