domingo, 19 de abril de 2020

Crónicas de la amistad: Confinamiento, fase I (35)

Resulta chocante ensayar una crónica que no es tal. Acaso sea una suerte de no crónica, pues carece de sentido narrar acontecimientos que no han existido, porque solo cuanto sucede da pie y razón a su relato. Como se deducirá inmediatamente, estas líneas no encabezan una nueva fabulación sobre la amistad. Más bien introducen la narración de algunas reflexiones sobre lo que hoy acontece, una realidad bien distinta de las que suelen motivar mis amistosas reseñas, aunque curiosamente también nos atañe a todos, e incluso a muchísimos más. Hoy, ni estamos juntos, ni celebramos nada especial. Al menos así me lo parece, aunque ya no tengo certeza de nada. Igual estamos más comunicados y unidos que nunca y abundan los motivos para celebrarlo, ¿quién sabe?

Me sobra motivación no solo para escribir una crónica sino incluso los anales de la calamidad que nos asedia, cuando apenas ha transcurrido un mes –interminable– desde que, inmisericorde, se cernió sobre la Humanidad. Sin embargo, ni tengo la perspectiva necesaria, ni dispongo de las herramientas apropiadas. Sí confesaré que tamaña desgracia me ha tentado en algún momento a ahondar mi conocimiento sobre el misterio de la Santísima Trinidad, pero finalmente me he decantado por algo menos pretencioso, como enhebrar algunos pensamientos y pespuntear esta crónica que, como dije, seguramente no merecerá tal calificación.

Tengo la impresión de que sucedió hace muchísimo y, sin embargo, apenas han transcurrido dos meses desde nuestro último encuentro, en Elx. Nadie podíamos imaginar entonces que pocos días después se desencadenaría un inopinado y monumental cataclismo, inédito para generaciones enteras, que pondría el mundo del revés, aunque algunos venían pronosticando hace tiempo que tal cosa sucedería. Una vez más se ha demostrado que no hay más sordo que quien no quiere oír. El causante de tamaña tropelía, como sabemos, no es un potente meteorito, ni magnificentes sacudidas sísmicas o erupciones volcánicas. Al contrario, se trata de un ínfimo y enclenque bichito, inerme frente al jabón, que se ha bastado y sobrado para desnudar completamente a la Humanidad, poniéndonos a todos de rodillas, en pelota picada, y dejándonos a la intemperie. ¡Y nos parecía que éramos importantes! ¡Y hasta que gobernábamos el mundo! ¡Qué ingenuas criaturas somos los humanos!

En este breve y enojoso periodo, sin tiempo para pensarlo, el dichoso animalito ha logrado que descubramos y evidenciemos lo mejor y lo peor que tenemos. Es más, creo que la inmensa mayoría hemos descubierto el sentido auténtico de una palabra, confinamiento, que el DRAE incorporó en 1843. Un vocablo casi en desuso, pese a que hace años que algunos soportan estoicamente su lacerante significado, sin que medie delito o causa penal que lo justifique. Todos conocemos algún doloroso ejemplo. En todo caso, confinar significa recluir a las personas dentro de unos determinados límites, pero, aunque no lo recoja el diccionario, conlleva además la privación de algunos derechos fundamentales y, lo que es peor, esconde taimadamente sordas violencias e imperceptibles quebrantos que minan y consumen la moral y el raciocinio de las personas, desestabilizándolas y doblegándolas, incluidas las que acreditan especial firmeza.

Como decía, no solo los infortunios acompañan a la pandemia. Al contrario, resulta sorprendente –o no, según se mire– que tamaña calamidad nos haya devuelto al territorio de lo evidente, que prefiero denominar hoy de la perogrullada, término al que sustraigo su carga peyorativa y evito hacerlo sinónimo de necedad o simpleza. Al contrario, lo tomo como análogo de la verdad o certeza que ayuda a recuperar el sentido común y el auténtico valor de las grandes y las pequeñas cosas, esas “que nos dejó un tiempo de rosas y no consiguió matar ni el tiempo ni la ausencia”, como asegura Serrat. Hoy, como pocas veces, valoramos la vida, la propia y la de quienes la han perdido, a veces, demasiadas, en condiciones inmorales y execrables, que son consecuencia de actuaciones criminales por las que alguien debe responder cuando escampe el temporal. Hoy hemos recuperado la importancia y el valor inmenso de los besos y los abrazos que no podemos dar, de igual modo que ponderamos la valía que tiene la distancia que nos separa, insalvablemente, de nuestros iguales y de quienes queremos. Hoy valoramos, como no pudimos imaginar, el gozo que produce un paseo furtivo y nocturno por una terraza o una escalera comunitaria, o volver a saborear el pastel de la abuela que intentamos remedar. Muchísimos han descubierto en carne propia lo admirable de la paciencia de los maestros. Todos, en suma, contrastamos diariamente los reaños de los sanitarios peleando en primera línea, con riesgo de su salud y de su vida, por las de todos, incluidas las de los que han hecho méritos sobrados para que no les alcanzasen sus cuidados. No viviremos ni haremos lo suficiente para agradecérselo.

La formidable coyuntura que atravesamos también ha propiciado que, desde el asombro que produce tamaña estulticia, comprobemos la cantidad de mal nacidos que pueblan nuestras vecindades. Pese a las terribles circunstancias que atraviesa el país –cuyo afrontamiento, a juicio de expertos, científicos y de cualquier persona con sentido común reclama unidad y el mayor acuerdo–, cuando se levantan por la mañana no tienen otro propósito que pelear por hacerse con el poder lo más deprisa posible. Y para lograrlo no paran en mientes, hacen lo que sea: mentir, manipular la información, sembrar odio, desacreditar a personas e instituciones, insultar, negar las evidencias, apropiarse de lo ajeno, eludir todo tipo de responsabilidad presente o pretérita… Sí, hemos redescubierto cómo algunas personas atesoran la ruindad y la inhumanidad a manos llenas, gente sin decoro que intenta sacar provecho de la ruina, del dolor y de la muerte de sus conciudadanos. Corifeos de lengua viperina y hechos luctuosos, practicantes de la vieja triquiñuela de torear a toro pasado, incapaces de empatizar con los sufridos colegas de la parte baja del escalafón, que se enfrentan a morlacos que ellos rehúyen, que son capaces de negar la evidencia de su arrojo escupiendo veneno, envolviéndose en banderitas rojigualdas y crespones negros, o saliendo a sus balcones a las ocho, a aplaudir a unos sanitarios y trabajadores sociales a los que han dejado en cueros con sus recortes y sucios negocios.

Pero si lo que antecede es innegable, no lo es menos que, más allá de esa gentuza, quienes están dejándose la salud y la vida bregando en primera línea para sacarnos del atolladero en que nos encontramos nos demuestran cada día lo imprescindibles que resultan los servicios públicos. Mientras la fiesta va bien, todo vale.  Sin embargo, ¿dónde están ahora quienes pontificaban sobre las bondades de las privatizaciones, los recortes o las liberalizaciones? Ojalá sea esta una de las lecciones que aprendamos, y ojalá que tardemos en olvidarla y, por ende, en no descuidar la defensa de los servicios públicos, que deben asegurar los derechos de los ciudadanos y nunca ser subsidiarios de la iniciativa privada. Renuncio a seguir hurgando en la herida, cuyas pústulas conocemos y sufrimos sobradamente. Alternativamente, prefiero compartir algunas pequeñas alegrías que indirectamente me ha procurado la pandemia, como supongo que os ha sucedido a vosotros. Comparto, pues, mi alegría por el hallazgo de una vieja libreta que dormitaba largos años perdida en una estantería, el placer que he obtenido paladeando algunas de las viejas canciones que nos hemos enviado por whatsup o con las llamadas de personas con quienes hacía décadas que no hablaba. Decenas de pequeñísimas cosas que me hacen recuperar la perspectiva del tiempo, discernir entre las que merecieron la pena y las que no tuvieron la relevancia que aparentaron. Como decía al principio, tal vez sea esta otra de las lecciones que la agria realidad que sufrimos nos ayude a reaprender.

Estoy seguro de que saldremos de esta crisis más fortalecidos. Creo que se impondrá una tregua que nos permitirá encarar más esperanzados el futuro. Tal vez debamos vivir con mayores estrecheces, pero me parece que ganaremos en humanidad. Estoy seguro que en los próximos tiempos se impondrán otros discursos en los que se subrayarán palabras en desuso como altruismo, generosidad, cooperación, filantropía, unidad… Y otras muchas que apelarán a derechos y valores inherentes a la condición humana. Confío en que, aunque salgamos más pobres del trance, recuperaremos buena parte de los valores olvidados, incluso la arrinconada condición de personas que casi hicieron olvidar los subrepticios calificativos de consumidores y usuarios. También nuestro sentido crítico y nuestra solidaridad, la filantropía y empatía, y las atribuciones que nos diferencian radicalmente de los animales. Quiero creer que está alumbrando un tiempo atmosférico climatológicamente más sano y mejor, que es venturoso preludio del mundo más saludable que conseguiremos dejar a nuestros nietos.

Tal vez, antes de que lo que digo sea una realidad contrastada, deberé ensayar alguna otra ucronía. Os aseguro que lo haré gustosamente porque tengo la firme convicción, y también la esperanza, de que volveremos a vernos antes que después para, como dije al final de una de las primeras crónicas, volver a enhebrar nuevas tertulias improvisadas, con nuevos temas y sinfines de preocupaciones. Volverán pronto nuevos ejercicios de sana nostalgia y también de descreimiento, de filosofía de la cotidianidad y de recuerdos adobados con imaginaciones benévolas y azucaradas, acompañados de ágapes saludables, alguna copichuela y música. Siempre nos acompañará la música. ¡Salud y ánimo, amigos!

1 comentario:

  1. Brillant com sempre Vicent. Gràcies per compartir les teues reflexions. Una forta abraçada dels del meu confinament a Beneixama.

    ResponderEliminar