jueves, 2 de abril de 2020

2 de abril, decimonoveno de la cuarentena

Llegó abril. Se nos echó encima la primavera, aunque no lo parezca. De vez en cuando enciendes el ordenador y te dispones para la escritura, aunque cada vez que lo intentas encuentras una o varias razones que te disuaden de ello. ¿De qué se puede escribir en este tiempo tan aciago?, es la pregunta que recurrentemente te asalta: de que se mueren diariamente mil personas en el país, o de que se contagian no se sabe cuántos más; de que el mercado laboral sufre una de las mayores crisis de su historia, de si hay o habrá suficientes mascarillas, batas, respiradores o UCIs en los hospitales, de si hemos alcanzado el pico de la curva o sigue desbocado el número de infectados...

¿De qué va uno a escribir? ¿Acerca de donde están los 50.000 sanitarios que prometió el gobierno, o sobre si los nuevos test rápidos detectan el coronavirus cuando corresponde? ¿Qué se puede contar de políticos y ciudadanos que carecen de entrañas? ¿Qué interés tiene reiterar vaguedades sobre si el virus afecta desigualmente a California o Nueva York, o sobre las improvisaciones y ocurrencias de los señores Johnson y Trump? ¿Para qué relatar los amargos lamentos de las trabajadoras de los burdeles, a quienes sus macarras han puesto de patitas en la calle? ¿De qué escribir? ¿De las explicaciones psicológicas que dan los presuntos expertos a la mutación que ha sufrido la cesta de la compra en apenas una semana, pasando de estar repleta de papel higiénico a llenarse de cervezas, olivas y patatas fritas? Enjundia de país. ¿O de los 50 millones de teléfonos móviles que serán utilizados, o lo están siendo ya, para rastrear el coronavirus en España, y Dios sabe para qué más? ¿O acaso de las terroríficas expectativas que existen para los habitantes más desheredados del Planeta?

No encuentro motivación para escribir sobre la angustia que a ratos me produce la claustrofobia del confinamiento. Tampoco para abordar los temores que me asaltan cuando debo salir de casa para depositar los desechos en los contenedores, o comprar víveres y medicinas. No encuentro sentido a reflexionar sobre la obsesión por la higiene y la prevención, ni tampoco sobre el tedio que me embarga durante algunas horas del día. Desecho por pura higiene escribir sobre el miedo que me inducen las sirenas de las ambulancias y la invasión de las calles por hombres uniformados.

Carezco de estímulos que me lleven a detallar lo que me cuesta conciliar el sueño y cuan largas se me hacen las noches de algunos días. Tampoco me seduce relatar los involuntarios reconcomios que me asaltan sobre la salud y el porvenir de mis seres queridos. No le veo sentido a redactar un solo párrafo sobre la zozobra que me ocasiona no poder ver ni sentir a un enemigo terrible, que nos amenaza a todos. No me motiva elucubrar sobre las razones que impiden que encuentre la quietud para hacer las cosas que se presuponen normales en circunstancias como las actuales. No tengo ánimo para describir cómo metabolizo cada día que se contagien y mueran centenares de nuestros mejores conciudadanos. No encuentro ninguna razón para escribir sobre la constatación de la podredumbre y la descomposición de un sistema sociopolítico que antepone el lucro a las necesidades básicas de las personas.

Hoy solo encuentro dos buenas razones para anotar esta entrada. La primera, que he visto, o he creído ver, a través de la ventana, el vuelo de la primera golondrina del año. Ello me ha proporcionado una de las mayores alegrías del día. La segunda, que es el cumpleaños de uno de mis mejores amigos, que hoy celebra su sexagésimo noveno aniversario, que no es cosa magra; ni por el número en sí, ni por sus múltiples significados. ¡Salud y felicidad, Jose!, porque las tuyas son parte de las mías.

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