Llegó
abril. Se nos echó encima la primavera, aunque no lo parezca. De vez en cuando enciendes
el ordenador y te dispones para la escritura, aunque cada vez que lo intentas
encuentras una o varias razones que te disuaden de ello. ¿De qué se puede escribir en
este tiempo tan aciago?, es la pregunta que recurrentemente te asalta: de que
se mueren diariamente mil personas en el país, o de que se contagian no se sabe
cuántos más; de que el mercado laboral sufre una de las mayores crisis de su
historia, de si hay o habrá suficientes mascarillas, batas, respiradores o
UCIs en los hospitales, de si hemos alcanzado el pico de la curva o sigue desbocado
el número de infectados...
¿De
qué va uno a escribir? ¿Acerca de donde están los 50.000 sanitarios que
prometió el gobierno, o sobre si los nuevos test rápidos detectan el
coronavirus cuando corresponde? ¿Qué se puede contar de políticos y ciudadanos
que carecen de entrañas? ¿Qué interés tiene reiterar vaguedades sobre si el
virus afecta desigualmente a California o Nueva York, o sobre las
improvisaciones y ocurrencias de los señores Johnson y Trump? ¿Para qué relatar
los amargos lamentos de las trabajadoras de los burdeles, a quienes sus
macarras han puesto de patitas en la calle? ¿De qué escribir? ¿De las
explicaciones psicológicas que dan los presuntos expertos a la mutación que ha
sufrido la cesta de la compra en apenas una semana, pasando de estar repleta de
papel higiénico a llenarse de cervezas, olivas y patatas fritas? Enjundia de
país. ¿O de los 50 millones de teléfonos móviles que serán utilizados, o lo
están siendo ya, para rastrear el coronavirus en España, y Dios sabe para qué
más? ¿O acaso de las terroríficas expectativas que existen para los habitantes
más desheredados del Planeta?
No
encuentro motivación para escribir sobre la angustia que a ratos me produce la
claustrofobia del confinamiento. Tampoco para abordar los temores que me
asaltan cuando debo salir de casa para depositar los desechos en los
contenedores, o comprar víveres y medicinas. No encuentro sentido a reflexionar
sobre la obsesión por la higiene y la prevención, ni tampoco sobre el tedio que
me embarga durante algunas horas del día. Desecho por pura higiene escribir sobre el miedo que me inducen las sirenas de las ambulancias y la invasión de las calles
por hombres uniformados.
Carezco de estímulos que me lleven a detallar lo que me cuesta conciliar el
sueño y cuan largas se me hacen las noches de algunos días. Tampoco me seduce
relatar los involuntarios reconcomios que me asaltan sobre la salud y el
porvenir de mis seres queridos. No le veo sentido a redactar un solo párrafo
sobre la zozobra que me ocasiona no poder ver ni sentir a un enemigo terrible,
que nos amenaza a todos. No me motiva elucubrar sobre las razones
que impiden que encuentre la quietud para hacer las cosas que se presuponen
normales en circunstancias como las actuales. No tengo ánimo para describir
cómo metabolizo cada día que se contagien y mueran centenares de nuestros mejores
conciudadanos. No encuentro ninguna razón para escribir sobre la constatación
de la podredumbre y la descomposición de un sistema sociopolítico que antepone
el lucro a las necesidades básicas de las personas.
Hoy solo
encuentro dos buenas razones para anotar esta entrada. La primera, que he
visto, o he creído ver, a través de la ventana, el vuelo de la primera
golondrina del año. Ello me ha proporcionado una de las mayores alegrías del
día. La segunda, que es el cumpleaños de uno de mis mejores amigos, que hoy
celebra su sexagésimo noveno aniversario, que no es cosa magra; ni por el
número en sí, ni por sus múltiples significados. ¡Salud y felicidad, Jose!,
porque las tuyas son parte de las mías.
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