jueves, 16 de abril de 2020

De esa manera estamos hechos

El género humano es inaprensible en su diversidad. Somos alrededor de 7750 millones las personas que habitamos la Tierra; todas diferentes, cada una distinta, sorprendente, única. Aludiré a dos de ellas para ejemplificar lo que digo. Empezaré por Albert Espinosa, 47 años, ingeniero industrial por vocación y multiprofesional por devoción: escritor, guionista, director de cine, periodista, actor y novelista. Lógicamente, nos preguntaremos por las razones que explican tan polifacética personalidad, pues casi nada sucede por casualidad y tampoco ocurre así en este el caso. A los 13 años le diagnosticaron un cáncer de huesos que, además de llevársele un pulmón y parte del hígado, le obligó a pasar catorce años de su incipiente vida en los hospitales, desde los 10 hasta los 24. Una experiencia durísima que lo ha marcado definitivamente, sirviéndole de inspiración para componer sus obras teatrales y literarias, y también sus guiones televisivos y cinematográficos.

Ahora que resuenan estrepitosamente los truenos nos encomendamos a Santa Bárbara, como siempre, revitalizando toda suerte de emplastos, materiales y ficticios, rebuscando orientación y consuelo que nos ayuden a sobrellevar la carga del Covid-19, que se nos hace progresivamente insoportable. Entre otros placebos, inquirimos a quienes antes experimentaron desgracias y calamidades en sus propias carnes para que nos ilustren con las lecciones que supuestamente aprendieron al afrontarlas. Pese a que Albert había decidido guardar silencio, la gravedad de la situación actual le ha determinado a responder a las preguntas que le han hecho desde la sección “BBVA. Aprendemos juntos”, del diario El País. En las líneas siguientes reproduzco algunas de las perlas que desliza en la entrevista. Recuerda con afecto y admiración a los que llama su padre y su madre hospitalarios, puntualizando que el primero, que casi tenía 82 años, era un italiano que le dijo una frase compartida por la segunda: "cuando crees que conoces todas las respuestas, llega el universo y te cambia todas las preguntas". Albert contextualiza tan rotunda sentencia puntualizando que justamente atravesamos uno de esos momentos esenciales que pocas veces aparecen en la vida de las personas: nos han cambiado todas las preguntas y nadie tiene las respuestas que requieren. Y por ello emergen como hitos transcendentales de la vida, porque no queda otra que bregar para conocer lo que desconocemos y necesitamos saber. Otra de las perlas que atribuye a su artificioso padre refiere que: "vivir es aprender a perder lo que ganaste". Para que se entienda el aforismo, apostilla que a los 14 años empezó a hacer una lista con todo lo realmente le importaba a nivel emocional, social o personal. Su padre le enseñó que con el paso del tiempo iría tachando una tras otra sus anotaciones, hasta casi hacer desaparecer las cosas que completaban su lista. Él recuerda que con 15, 16 y 17 años no eliminaba nada, pero poco después empezó a suprimir una tras otra: la pierna, el pulmón, el hígado. Es decir, lo mismo que ahora hemos empezado a hacer mucha gente, que, en su opinión, responde exactamente a lo que significa vivir.

Albert remacha su argumentario asegurando que el sentido del humor y las cosas admirables que suelen atesorar las personas que han sufrido calamidades nacen de una certeza incontrovertible: si aprendes a morir, aprendes a vivir. Y él, concretamente, aprendió a hacerlo con apenas 15 años y un 3% de probabilidades de sobrevivir. Ello le ha ayudado a entender los miedos en tanto que dudas no resueltas. Insiste en que el miedo nace de la duda y que por ello, desde los 14 años, anota cuantas tiene en una libreta y se empecina en encontrar a las personas que puedan ayudarle a resolver sus interrogantes. Intenta así alcanzar la felicidad que considera equivalente a "dormir sin miedo y despertar sin angustia".

El otro ejemplo que pondré para argumentar la inmensa heterogeneidad humana corresponde a McArthur Wheeler, un ciudadano de Pittburg, Pensilvania, EE. UU., que en 1990, cuando se produjo la anécdota que referiré, contaba 44 años. A este hombre no se le ocurrió otra cosa que atracar dos bancos a plena luz del día, sin ningún tipo de máscara o disfraz que salvaguardase su identidad. Obviamente su aventura delictiva apenas duró unas horas. Pero no es eso lo significativo del hecho y mucho menos lo que le confirió la trascendencia que tuvo. Lo realmente insólito es que, cuando le detuvieron, expresaba su extrañeza a la policía porque no comprendía cómo habían podido averiguar quién era, pues se había embadurnado la cara con zumo de limón. No dando crédito a lo que oían, los policías prosiguieron con el interrogatorio preguntando al detenido por los detalles. Wheeler les confesó que la idea se la habían proporcionado dos amigos y que la había puesto a prueba sacándose una fotografía, en la que no pareció su rostro (fuese por alguna distorsión de la cámara, de la luz, o por lo que fuese). A él tal experimento le pareció definitivo y procedió en consecuencia. Tan singular noticia llegó a conocimiento del profesor de la Universidad de Cornell, David Dunning, que tampoco daba crédito a lo que había sucedido, peguntándose, como corresponde a todo científico que se precie, si sería posible que la propia incompetencia impidiese apreciarla a quienes la poseen. Ni corto ni perezoso se puso manos a la obra y realizó, conjuntamente con su colega Justin Kruger, cuatro experimentos para analizar la competencia de las personas en el ámbito de la gramática, el razonamiento lógico y el humor. Para su sorpresa, averiguaron que cuanto mayor era la incompetencia de las personas, menos conscientes eran de ella. Por el contrario, las personas más competentes y capaces solían infravalorar su competencia y su conocimiento. Así es como surgió el llamado efecto Dunning-Kruger, que argumenta que las personas incompetentes en cualquier área son incapaces de detectar y reconocer su incompetencia, y tampoco reconocen la competencia de las demás personas. El lado positivo de tamaño dislate es que tal efecto se diluye a medida que se incrementa el nivel de competencia, que hace a las personas ser más conscientes de sus limitaciones. Cuanto antecede tiene una argumentación más prolija, así como otras derivaciones y consecuencias, pero no me parece este el lugar oportuno para abordarlos.

De modo que concluiré, no sin antes dejar claro que considero que el caso de Albert es enormemente inspirador para cualquier ciudadano del mundo, especialmente en los tiempos que corren. Pero no me lo parece menos el de Wheeler, aunque lo sea precisamente por todo lo contrario. Es dramático contrastar a diario comportamientos de los mandamases, y de quienes no lo son, que ejemplifican a la perfección el efecto Dunning-Kruger. Unos y otros, para seguir desempeñando sus responsabilidades, además de no estar contagiados del Covid-19, deberían acreditar que están inmunizados frente al efecto Dunning-Kruger. Y no resulta trivial tal certificación porque la incompetencia, y también la cerrazón y el egoísmo que suelen acompañarla, no son menos peligrosos y dañinos que los coronavirus.

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