El
género humano es inaprensible en su diversidad. Somos alrededor de 7750
millones las personas que habitamos la Tierra; todas diferentes, cada una
distinta, sorprendente, única. Aludiré a dos de ellas para ejemplificar lo que
digo. Empezaré por Albert Espinosa, 47 años, ingeniero industrial por vocación
y multiprofesional por devoción: escritor, guionista, director de cine,
periodista, actor y novelista. Lógicamente, nos preguntaremos por las razones que
explican tan polifacética personalidad, pues casi nada sucede por casualidad y
tampoco ocurre así en este el caso. A los 13 años le diagnosticaron un cáncer
de huesos que, además de llevársele un pulmón y parte del hígado, le obligó a
pasar catorce años de su incipiente vida en los hospitales, desde los 10 hasta
los 24. Una experiencia durísima que lo ha marcado definitivamente, sirviéndole
de inspiración para componer sus obras teatrales y literarias, y también sus
guiones televisivos y cinematográficos.
Ahora
que resuenan estrepitosamente los truenos nos encomendamos a Santa Bárbara, como
siempre, revitalizando toda suerte de emplastos, materiales y ficticios, rebuscando
orientación y consuelo que nos ayuden a sobrellevar la carga del Covid-19, que
se nos hace progresivamente insoportable. Entre otros placebos, inquirimos a
quienes antes experimentaron desgracias y calamidades en sus propias carnes para
que nos ilustren con las lecciones que supuestamente aprendieron al afrontarlas.
Pese a que Albert había decidido guardar silencio, la gravedad de la situación actual
le ha determinado a responder a las preguntas que le han hecho desde la sección
“BBVA. Aprendemos juntos”, del diario El País. En las líneas siguientes
reproduzco algunas de las perlas que desliza en la entrevista. Recuerda con
afecto y admiración a los que llama su padre y su madre hospitalarios,
puntualizando que el primero, que casi tenía 82 años, era un italiano que le
dijo una frase compartida por la segunda: "cuando crees que conoces todas
las respuestas, llega el universo y te cambia todas las preguntas". Albert contextualiza tan rotunda sentencia puntualizando que justamente atravesamos
uno de esos momentos esenciales que pocas veces aparecen en la vida de las
personas: nos han cambiado todas las preguntas y nadie tiene las respuestas que
requieren. Y por ello emergen como hitos transcendentales de la vida, porque no
queda otra que bregar para conocer lo que desconocemos y necesitamos saber. Otra
de las perlas que atribuye a su artificioso padre refiere que: "vivir es
aprender a perder lo que ganaste". Para que se entienda el aforismo, apostilla
que a los 14 años empezó a hacer una lista con todo lo realmente le importaba a
nivel emocional, social o personal. Su padre le enseñó que con el paso del
tiempo iría tachando una tras otra sus anotaciones, hasta casi hacer
desaparecer las cosas que completaban su lista. Él recuerda que con 15, 16 y 17
años no eliminaba nada, pero poco después empezó a suprimir una tras otra: la
pierna, el pulmón, el hígado. Es decir, lo mismo que ahora hemos empezado a
hacer mucha gente, que, en su opinión, responde exactamente a lo que significa
vivir.
Albert
remacha su argumentario asegurando que el sentido del humor y las cosas
admirables que suelen atesorar las personas que han sufrido calamidades nacen
de una certeza incontrovertible: si aprendes a morir, aprendes a vivir. Y él,
concretamente, aprendió a hacerlo con apenas 15 años y un 3% de probabilidades
de sobrevivir. Ello le ha ayudado a entender los miedos en tanto que dudas no
resueltas. Insiste en que el miedo nace de la duda y que por ello, desde los 14
años, anota cuantas tiene en una libreta y se empecina en encontrar a las
personas que puedan ayudarle a resolver sus interrogantes. Intenta así alcanzar
la felicidad que considera equivalente a "dormir sin miedo y despertar sin
angustia".
El
otro ejemplo que pondré para argumentar la inmensa heterogeneidad humana corresponde
a McArthur Wheeler, un ciudadano de Pittburg, Pensilvania, EE. UU., que en 1990, cuando se produjo la anécdota que
referiré, contaba 44 años. A este hombre no se le ocurrió otra cosa que atracar
dos bancos a plena luz del día, sin ningún tipo de máscara o disfraz que salvaguardase
su identidad. Obviamente su aventura delictiva apenas duró unas horas. Pero no
es eso lo significativo del hecho y mucho menos lo que le confirió la
trascendencia que tuvo. Lo realmente insólito es que, cuando le detuvieron,
expresaba su extrañeza a la policía porque no comprendía cómo habían podido
averiguar quién era, pues se había embadurnado la cara con zumo de limón. No
dando crédito a lo que oían, los policías prosiguieron con el interrogatorio preguntando
al detenido por los detalles. Wheeler
les confesó que la idea se la habían proporcionado dos amigos y que la había puesto
a prueba sacándose una fotografía, en la que no pareció su rostro (fuese por
alguna distorsión de la cámara, de la luz, o por lo que fuese). A él tal experimento
le pareció definitivo y procedió en consecuencia. Tan singular noticia llegó a
conocimiento del profesor de la Universidad de Cornell, David Dunning, que
tampoco daba crédito a lo que había sucedido, peguntándose, como corresponde a
todo científico que se precie, si sería posible que la propia incompetencia impidiese
apreciarla a quienes la poseen. Ni corto ni perezoso se puso manos a la obra y
realizó, conjuntamente con su colega Justin Kruger, cuatro experimentos para
analizar la competencia de las personas en el ámbito de la gramática, el
razonamiento lógico y el humor. Para su sorpresa, averiguaron que cuanto mayor
era la incompetencia de las personas, menos conscientes eran de ella. Por el
contrario, las personas más competentes y capaces solían infravalorar su
competencia y su conocimiento. Así es como surgió el llamado efecto Dunning-Kruger,
que argumenta que las personas incompetentes en cualquier área son incapaces de
detectar y reconocer su incompetencia, y tampoco reconocen la competencia de
las demás personas. El lado positivo de tamaño dislate es que tal efecto se
diluye a medida que se incrementa el nivel de competencia, que hace a las
personas ser más conscientes de sus limitaciones. Cuanto antecede tiene una
argumentación más prolija, así como otras derivaciones y consecuencias, pero no
me parece este el lugar oportuno para abordarlos.
De
modo que concluiré, no sin antes dejar claro que considero que el caso de
Albert es enormemente inspirador para cualquier ciudadano del mundo,
especialmente en los tiempos que corren. Pero no me lo parece menos el de
Wheeler, aunque lo sea precisamente por todo lo contrario. Es dramático contrastar
a diario comportamientos de los mandamases, y de quienes no lo son, que ejemplifican
a la perfección el efecto Dunning-Kruger. Unos y otros, para seguir
desempeñando sus responsabilidades, además de no estar contagiados del Covid-19,
deberían acreditar que están inmunizados frente al efecto Dunning-Kruger. Y no resulta trivial tal certificación porque la
incompetencia, y también la cerrazón y el egoísmo que suelen acompañarla, no son
menos peligrosos y dañinos que los coronavirus.
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