martes, 14 de abril de 2020

Contrasentidos

El mundo está lleno de paradojas, por no decir que a veces parece un descomunal despropósito en sí mismo. Una de las noticias que traen estos días los periódicos se refiere a un enfermero portugués, que parece que ha sido pieza clave para preservar la salud del premier británico Boris Johnson. El pasado domingo, el propio interesado reconocía, ojeroso y demacrado, que se iba a su residencia de confinamiento y no al otro barrio gracias a los cuidados de Jenny (enfermera neozelandesa) y de Luis, un enfermero portugués, oriundo de una pequeña localidad cercana a Oporto, que ejerce su profesión en el Reino Unido desde 2014, obviamente porque allí triplica el sueldo que percibe en Portugal por hacer lo mismo. En los últimos años presta sus servicios en el hospital Saint Thomas, ubicado el centro de la capital británica, donde se atendió al premier que, al salir de él, aseguraba que durante su hospitalización Luis veló cada segundo de las noches para que respirase correctamente y ello le salvó la vida. Podría pensarse que la peripecia de un portugués asistiendo al primer ministro británico en un hospital del Reino Unido es fruto de la azarosa casualidad, pero si reparamos en que el Consejo de Enfermería del país tenía registrados hace un año más de 1000 sanitarios lusos, se desleirán los tintes fortuitos. Tal vez se suscite, por el contrario, una ingenua pregunta acerca de lo que hubiese sucedido con el señor Johnson si el Brexit hubiese entrado en vigor hace un lustro. Pero ello son divagaciones propias de mentes calenturientas o, en el mejor de los casos, pensamientos de ciencia ficción.

Opino, no obstante, que, más allá de anécdotas como la precedente, no se precisa ser un lince para aventurar que la pandemia del Covid-19 va a poner muchas cosas patas arriba. Sabios y atrevidos aseguran por igual que en los próximos años nos esperan transformaciones importantísimas –algunas parecen casi irrealizables–, que además serán inevitables. Cuando se consigan domeñar los aspectos más lacerantes de la crisis sanitaria y se afronte la reparación de la devastación socioeconómica y política que está acarreando la pandemia, cuando no quede otro remedio que encarar los retos desatados por tan colosal calamidad, estoy convencido de que apenas servirán de nada los socorridos y tradicionales remedios de la vieja política, y tampoco valdrán aquellos otros a los que el capitalismo desbocado nos tiene acostumbrados, con los que ha venido domeñando a gobiernos y entes supranacionales, y sojuzgando en último término a los ciudadanos, presas fáciles de sus saduceas trampas de ingeniería financiera de ultimísima generación que tan perversos efectos ha ido acumulando para la inmensa mayoría de los habitantes del Planeta.

Espero que la salida de la crisis que vivimos no pase por la intensificación de la deriva ultraconservadora y el repunte nacionalista que se constata en el mundo occidental en los últimos años. Estoy de acuerdo con Noah Harari en que semejante opción es un error estratégico garrafal. Pienso, como él, que de la misma manera que se enfoca colaborativamente la estrategia sanitaria para vencer la pandemia del coronavirus, también el antídoto contra la epidemia de la insolidaridad es la cooperación, nunca la segregación o, lo que resulta equivalente, el levantamiento de nuevas fronteras o muros segregadores de toda índole, sean físicos o institucionales. Con estrategias de esta naturaleza como alternativa a la cooperación de los científicos y los médicos a nivel mundial, jamás lograríamos vencer al virus y mucho menos disponer en poco tiempo de medicinas para aliviar la enfermedad o de la vacuna para erradicarla.

Muchos culpan de la epidemia del coronavirus a la globalización y proponen que lo adecuado es emprender la “desglobalización del mundo” para evitar brotes futuros. Para empezar, no creo que semejante opción tenga verosimilitud alguna en el estadio en que se encuentra la historia de la humanidad. Por otro lado,  hay evidencias que invalidan esa irreflexiva estrategia. Es innegable que el mundo jamás ha estado lo hiperconectado que está ahora y, sin embargo, las pandemias de los últimos siglos han producido mortandades mucho menores que otras equiparables durante los siglos precedentes, cuando la humanidad viajaba a velocidades inferiores y las colectividades permanecían muchísimo más aisladas que lo están las actuales. Brotes pandémicos horrorosos como el Sida, el Évola o la viruela han matado a muchísimas menos personas que otros virus lo hicieron en siglos precedentes, como se contrasta a poco que nos documentemos. Y para ello existen explicaciones. Quizá la más convincente es que una de las mejores defensas que tenemos los humanos frente a los virus es la información compartida, no el aislamiento o la búsqueda del propio beneficio. En las décadas recientes se ha podido comprobar la pertinencia y la eficacia de los intercambios de informaciones y de recursos científicos y médicos a nivel mundial, que han permitido comprender con presteza los mecanismos con que funcionan las epidemias y diseñar los remedios para combatirlas. Si algo tienen claro los epidemiólogos es que la propagación de la enfermedad en un determinado territorio pone en peligro a toda la especie humana. Y ello es así porque los virus evolucionan y cuando pasan a los humanos sufren mutaciones, que en su mayoría son inocuas. Pero cuando no es así y se hacen más infecciosos, entonces se propagan a una velocidad exponencial. Cada portador del virus se erige en un manantial de contagio que proporciona millones de patógenos que pueden infectar al resto de conciudadanos.

El mencionado Noah Harari refería, en un reciente artículo publicado en un periódico nacional, que tenía plena certeza en que en los próximos años la Humanidad afrontará una crisis gravísima causada por el coronavirus, pero también por la falta de confianza entre las personas y entre los países. Concuerdo con él. Es evidente que para superar una epidemia la gente debe confiar en los científicos y en los médicos. También los ciudadanos debemos depositar nuestra confianza en las autoridades que tienen la responsabilidad y la obligación de buscar las soluciones en el mejor camino posible, de la misma manera que los países deben confiar los unos en los otros y ayudarse mutuamente. Ciertamente lo tenemos difícil porque en las últimas décadas hemos elegido una sarta de políticos irresponsables, que han socavado deliberadamente la financiación de la investigación y la ciencia, han recortado imprudentemente los recursos en educación, en innovación, en medicina y hasta en cooperación internacional. Tenemos ante nosotros una crisis mundial que debemos afrontar con un paraguas de recursos públicos mermado, con una clase política que no está a la altura de los gigantescos retos que se vislumbran, que solo alcanza a desenvolverse en el cortoplacismo, la cicatería y el beneficio propio, siendo incapaz de quebrar tan disparatada inercia para impulsar o secundar planes estratégicos rompedores con la ortodoxia de los mercados y los especuladores. Y previamente, o por encima de todo ello, carecemos de intelectuales y/o líderes con capacidad de inspirar, organizar y contribuir a financiar una respuesta global. Lo tenemos crudo, pero por concluir con alguna rendija de esperanza, insistiré en aquello tan manido de que toda crisis conlleva nuevas oportunidades. Pues eso, a ver si es verdad, que falta nos harán. Salud y república.

No hay comentarios:

Publicar un comentario