El
mundo está lleno de paradojas, por no decir que a veces parece un descomunal
despropósito en sí mismo. Una de las noticias que traen estos días los
periódicos se refiere a un enfermero portugués, que parece que ha sido pieza clave para preservar la
salud del premier británico Boris Johnson. El pasado domingo, el propio
interesado reconocía, ojeroso y demacrado, que se iba a su residencia de confinamiento
–y
no al otro barrio– gracias a los cuidados de Jenny (enfermera neozelandesa) y de
Luis, un enfermero portugués, oriundo de una pequeña localidad cercana a Oporto,
que ejerce su profesión en el Reino Unido desde 2014, obviamente porque allí triplica el sueldo que percibe en Portugal por hacer lo mismo. En los
últimos años presta sus servicios en el hospital Saint Thomas, ubicado el
centro de la capital británica, donde se atendió al premier que, al salir de él,
aseguraba que durante su hospitalización Luis veló cada segundo de las noches para
que respirase correctamente y ello le salvó la vida. Podría pensarse que la
peripecia de un portugués asistiendo al primer ministro británico en un
hospital del Reino Unido es fruto de la azarosa casualidad, pero si reparamos
en que el Consejo de Enfermería del país tenía registrados hace un año
más de 1000 sanitarios lusos, se desleirán los tintes fortuitos. Tal vez se
suscite, por el contrario, una ingenua pregunta acerca de lo que hubiese
sucedido con el señor Johnson si el Brexit hubiese entrado en vigor hace un
lustro. Pero ello son divagaciones propias de mentes calenturientas o, en el
mejor de los casos, pensamientos de ciencia ficción.
Opino,
no obstante, que, más allá de anécdotas como la precedente, no se precisa ser
un lince para aventurar que la pandemia del Covid-19 va a poner muchas cosas
patas arriba. Sabios y atrevidos aseguran por igual que en los próximos años
nos esperan transformaciones importantísimas –algunas parecen casi irrealizables–,
que además serán inevitables. Cuando se consigan domeñar los aspectos más
lacerantes de la crisis sanitaria y se afronte la reparación de la devastación
socioeconómica y política que está acarreando la pandemia, cuando no quede otro
remedio que encarar los retos desatados por tan colosal calamidad, estoy
convencido de que apenas servirán de nada los socorridos y tradicionales
remedios de la vieja política, y tampoco valdrán aquellos otros a los que el
capitalismo desbocado nos tiene acostumbrados, con los que ha venido domeñando
a gobiernos y entes supranacionales, y sojuzgando en último término a los
ciudadanos, presas fáciles de sus saduceas trampas de ingeniería financiera de
ultimísima generación que tan perversos efectos ha ido acumulando para la inmensa
mayoría de los habitantes del Planeta.
Espero
que la salida de la crisis que vivimos no pase por la intensificación de la
deriva ultraconservadora y el repunte nacionalista que se constata en el mundo
occidental en los últimos años. Estoy de acuerdo con Noah Harari en que semejante
opción es un error estratégico garrafal. Pienso, como él, que de la misma
manera que se enfoca colaborativamente la estrategia sanitaria para vencer la
pandemia del coronavirus, también el antídoto contra la epidemia de la
insolidaridad es la cooperación, nunca la segregación o, lo que resulta
equivalente, el levantamiento de nuevas fronteras o muros segregadores de toda
índole, sean físicos o institucionales. Con estrategias de esta naturaleza como
alternativa a la cooperación de los científicos y los médicos a nivel mundial,
jamás lograríamos vencer al virus y mucho menos disponer en poco tiempo de
medicinas para aliviar la enfermedad o de la vacuna para erradicarla.
Muchos
culpan de la epidemia del coronavirus a la globalización y proponen que lo
adecuado es emprender la “desglobalización del mundo” para evitar brotes
futuros. Para empezar, no creo que semejante opción tenga verosimilitud alguna
en el estadio en que se encuentra la historia de la humanidad. Por otro lado, hay evidencias que invalidan esa irreflexiva
estrategia. Es innegable que el mundo jamás ha estado lo hiperconectado que está
ahora y, sin embargo, las pandemias de los últimos siglos han producido
mortandades mucho menores que otras equiparables durante los
siglos precedentes, cuando la humanidad viajaba a velocidades inferiores y las colectividades permanecían muchísimo más aisladas que lo están las
actuales. Brotes pandémicos horrorosos como el Sida, el Évola o la viruela han
matado a muchísimas menos personas que otros virus lo hicieron en siglos
precedentes, como se contrasta a poco que nos documentemos. Y para ello existen
explicaciones. Quizá la más convincente es que una de las mejores defensas que
tenemos los humanos frente a los virus es la información compartida, no el
aislamiento o la búsqueda del propio beneficio. En las décadas recientes se ha
podido comprobar la pertinencia y la eficacia de los intercambios de
informaciones y de recursos científicos y médicos a nivel mundial, que han
permitido comprender con presteza los mecanismos con que funcionan las
epidemias y diseñar los remedios para combatirlas. Si algo tienen claro los
epidemiólogos es que la propagación de la enfermedad en un determinado
territorio pone en peligro a toda la especie humana. Y ello es así porque los
virus evolucionan y cuando pasan a los humanos sufren mutaciones, que en su
mayoría son inocuas. Pero cuando no es así y se hacen más infecciosos, entonces
se propagan a una velocidad exponencial. Cada portador del virus se erige en un
manantial de contagio que proporciona millones de patógenos que pueden infectar
al resto de conciudadanos.
El
mencionado Noah Harari refería, en un reciente artículo publicado en un
periódico nacional, que tenía plena certeza en que en los próximos años la
Humanidad afrontará una crisis gravísima causada por el coronavirus, pero
también por la falta de confianza entre las personas y entre los países. Concuerdo
con él. Es evidente que para superar una epidemia la gente debe confiar en los
científicos y en los médicos. También los ciudadanos debemos depositar nuestra confianza en las autoridades que tienen la
responsabilidad y la obligación de buscar las soluciones en el mejor camino
posible, de la misma manera que los países deben confiar los unos en los otros
y ayudarse mutuamente. Ciertamente lo tenemos difícil porque en las últimas
décadas hemos elegido una sarta de políticos irresponsables, que han socavado
deliberadamente la financiación de la investigación y la ciencia, han recortado
imprudentemente los recursos en educación, en innovación, en medicina y hasta
en cooperación internacional. Tenemos ante nosotros una crisis mundial que
debemos afrontar con un paraguas de recursos públicos mermado, con una clase
política que no está a la altura de los gigantescos retos que se vislumbran, que
solo alcanza a desenvolverse en el cortoplacismo, la cicatería y el beneficio
propio, siendo incapaz de quebrar tan disparatada inercia para impulsar o
secundar planes estratégicos rompedores con la ortodoxia de los mercados y los especuladores.
Y previamente, o por encima de todo ello, carecemos de intelectuales y/o
líderes con capacidad de inspirar, organizar y contribuir a financiar una
respuesta global. Lo tenemos crudo, pero por concluir con alguna rendija de esperanza,
insistiré en aquello tan manido de que toda crisis conlleva nuevas oportunidades.
Pues eso, a ver si es verdad, que falta nos harán. Salud y república.
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