miércoles, 27 de enero de 2016

On the way.

Hacía tiempo que no percibía el curso de la vida echándome el aliento en el cogote. Una sucesión encadenada de dolorosos acontecimientos han segado la vida de algunos de mis amigos en los últimos meses y me han puesto de nuevo en la pista de la finitud de la existencia.

Hace años, con ocasión de un importante percance de salud, tomé conciencia cabal de la fragilidad de la vida. Entonces, tras cincuenta años de brío y robustez, me sorprendió constatar que la existencia era como un hilo débil, finísimo, que se quiebra con extremada facilidad y nos enlaza con la muerte sin solución de continuidad. No solo aquellos días sino también durante una larga temporada fui consciente del frágil nexo que conecta el vivir con el morir. Aquel episodio, que me puso en la antesala de la partida, me llevó a hacer un primer balance de lo que había vivido hasta entonces y de lo que me podía quedar por delante. Ese arqueo, que concluí unas veces con apresuramiento y otras con más ponderación, me permitió tomar conciencia de la existencia consumida y de reflexionar sobre lo que debía o podía hacer en el futuro. Pese al desasosiego que entonces me acompañaba, aquel recuento comprobatorio me aporto tranquilidad y desahogo porque visualicé la panorámica de aquella coyuntura como si de un balance económico se tratase. En él era evidente la preponderancia de los inputs sobre los outputs. Predominaban los logros sobre los propósitos arrumbados o dejados en la cuneta, o que se habían esfumado. Francamente, no se constataba daño alguno producido a terceros de manera intencionada. Más bien lo contrario, afloraba la voluntad expresa de ayudar a los demás en lo que había sido menester. Así pues, el conteo final arrojaba un saldo nítido: tranquilidad de conciencia. En consecuencia, ese balance ético, esa especie de autoexamen moral en la antesala de la muerte, concluía con una licencia sin reparos para abandonar la vida con plena serenidad.

El paso de los meses y de los años, y la relativa recuperación de la salud, volvieron a depositarme en la perspectiva de un curso vital aparentemente sempiterno. A esa percepción que nos ofusca a quienes vivimos, haciéndonos imaginar la propia existencia como infinita, convenciéndonos, o casi, de que la muerte es asunto que solo atañe a los demás y que no va con nosotros. Somos legión quienes pensamos que nos queda mucho por vivir. Y por ello, por más que estemos cerca de nuestro destino, eludimos esa confrontación y nos acomodamos lo mejor que sabemos en la complacencia que produce la fe en la infinitud del proceso, aunque sepamos de sobra que lleva impresa la fecha de caducidad en su propia génesis.

Los hechos que jalonan nuestras vidas y los percances propios o los que acaecen a quiénes nos rodean, sean vecinos, familiares o amigos, son vicisitudes que nos advierten periódicamente de que hemos consumido buena parte de la vida y de que tenemos menos futuro que pretérito. En este punto sobrevienen las preocupaciones y los temores inducidos por un final que no es improbable que se presente de improviso. Bien adoptando la forma de acontecimiento intempestivo que nos puede sorprender cualquier madrugada mientras dormimos, sin siquiera dejarnos tomar conciencia de sucedido tan determinante. Bien representado por una enfermedad, más o menos larga, aparejada a un proceso de deterioro que conduce ineluctablemente al final de los días. Incluso puede revestir la complejidad de un proceso patológico largo y doloroso, que acabará hartando a quiénes nos rodean, haciendo que tanto ellos como nosotros estemos deseando su conclusión para dejar de sufrir. Cualquiera de estas conjeturas, y otras posibles, pasan por una mente aguijoneada circunstancialmente por episodios como los que mencionaba, que motivan el reencuentro con una posición tan incómoda como la de sentir que estás viviendo provisionalmente, casi como de prestado, con un pie aquí y el otro cerca de allá.

En esa encrucijada son variadas las actitudes que pueden adoptarse. Unos prefieren no reparar ni reflexionar sobre semejante asunto, dejándose llevar, como si nada sucediese. Por un lado, se despreocupan de la salud y abandonan su control convencidos –al menos aparentemente– de que aquello que tenga que ser será, y cuando llegue lo que deba llegar, llegará. Conscientes de la proximidad del fin, deciden echar por el camino del medio y vivir la vida, intentando aprovechar a su manera cada uno de los minutos, en la medida que sus fuerzas lo permiten. Otros, más prudentes (o más timoratos, según se mire) prefieren administrar su existencia con mayor cuidado, multiplicando las atenciones a sus organismos. Ingieren puntualmente las generosas dosis de pastillas que les recetan los médicos y concurren a los chequeos y visitas que les prescriben. Creen que lograrán así vivir el máximo que den de sí las capacidades y potencialidades de sus organismos. Obviamente, entre ambos extremos, existe una legión mayoritaria de personas que, según qué circunstancias, están más cerca de lo uno o de lo otro. En mi caso, no sabría precisar con exactitud el punto en que me encuentro, lo que equivale a decir que me diluyo en el espacio que delimitan las coordenadas que inscriben a la  mayoritaria legión a que aludía. A fuer de sincero, confesaré que no soy constante en permanecer en ningún espacio determinado, al contrario, cada temporada me descubro en lugares diferentes y, de momento, no me va mal.

A veces pienso que las distintas maneras con que las personas abordamos la salud tienen su correlato en otras tantas actitudes vitales. Al menos es la explicación que encuentro a lo que observo que nos sucede. A veces tenemos dificultades, o simplemente nos da pereza, emprender proyectos a medio y largo plazo. En este momento existencial, gentes que no hemos sido cortoplacistas ni nos ha seducido vivir al día rechazamos hacer planes para un horizonte temporal dilatado. Pero simultánea y contradictoriamente nos mostramos igualmente reacios a organizarnos la vida de acuerdo con los clásicos axiomas de la perentoriedad: carpe diem, tempus fugit… En consecuencia, nos hallamos en una auténtica encrucijada que nos produce incertidumbre, falta de perspectiva, temor, desorientación, etc. Seguramente, ello es consecuencia lógica del punto del recorrido en que nos encontramos, aunque no lo sé a ciencia cierta. Lo que sí tengo claro es que me gustaría lograr que la constatación de lo limitado de mi trayecto vital me afectase lo menos posible, que no me coartase los propósitos de emprender proyectos a medio o largo plazo. No quiero que se me quiebre la ilusión por imaginar que aquello que inicio acabará siendo una realidad. Quiero que me produzca tanto disfrute fraguar mis fantasías como materializar mis propósitos. Y en ello estoy, porque no pienso renunciar a intentar lograrlo. Por una simple razón, porque es la única manera en que concibo la vida en plenitud: viviendo su infinitud, aunque se quiebre mañana.

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