Hacía
tiempo que no percibía el curso de la vida echándome el aliento en el cogote. Una
sucesión encadenada de dolorosos acontecimientos han segado la vida de algunos
de mis amigos en los últimos meses y me han puesto de nuevo en la pista de la
finitud de la existencia.
Hace
años, con ocasión de un importante percance de salud, tomé conciencia cabal de
la fragilidad de la vida. Entonces, tras cincuenta años de brío y robustez, me
sorprendió constatar que la existencia era como un hilo débil, finísimo, que se
quiebra con extremada facilidad y nos enlaza con la muerte sin solución de
continuidad. No solo aquellos días sino también durante una larga temporada fui
consciente del frágil nexo que conecta el vivir con el morir. Aquel episodio,
que me puso en la antesala de la partida, me llevó a hacer un primer balance de
lo que había vivido hasta entonces y de lo que me podía quedar por delante. Ese
arqueo, que concluí unas veces con apresuramiento y otras con más ponderación,
me permitió tomar conciencia de la existencia consumida y de reflexionar sobre
lo que debía o podía hacer en el futuro. Pese al desasosiego que entonces me
acompañaba, aquel recuento comprobatorio me aporto tranquilidad y desahogo
porque visualicé la panorámica de aquella coyuntura como si de un balance
económico se tratase. En él era evidente la preponderancia de los inputs sobre los outputs. Predominaban los logros sobre los propósitos arrumbados o
dejados en la cuneta, o que se habían esfumado. Francamente, no se constataba
daño alguno producido a terceros de manera intencionada. Más bien lo contrario,
afloraba la voluntad expresa de ayudar a los demás en lo que había sido
menester. Así pues, el conteo final arrojaba un saldo nítido: tranquilidad de
conciencia. En consecuencia, ese balance ético, esa especie de autoexamen moral
en la antesala de la muerte, concluía con una licencia sin reparos
para abandonar la vida con plena serenidad.
El
paso de los meses y de los años, y la relativa recuperación de la salud, volvieron
a depositarme en la perspectiva de un curso vital aparentemente sempiterno. A esa
percepción que nos ofusca a quienes vivimos, haciéndonos imaginar la propia
existencia como infinita, convenciéndonos, o casi, de que la muerte es asunto
que solo atañe a los demás y que no va con nosotros. Somos legión quienes
pensamos que nos queda mucho por vivir. Y por ello, por más que estemos cerca de
nuestro destino, eludimos esa confrontación y nos acomodamos lo mejor que sabemos
en la complacencia que produce la fe en la infinitud del proceso, aunque
sepamos de sobra que lleva impresa la fecha de caducidad en su propia génesis.
Los
hechos que jalonan nuestras vidas y los percances propios o los que acaecen a quiénes
nos rodean, sean vecinos, familiares o amigos, son vicisitudes que nos advierten
periódicamente de que hemos consumido buena parte de la vida y de que tenemos
menos futuro que pretérito. En este punto sobrevienen las preocupaciones y los
temores inducidos por un final que no es improbable que se presente de improviso.
Bien adoptando la forma de acontecimiento intempestivo que nos puede sorprender
cualquier madrugada mientras dormimos, sin siquiera dejarnos tomar conciencia
de sucedido tan determinante. Bien representado por una enfermedad, más o menos
larga, aparejada a un proceso de deterioro que conduce ineluctablemente al
final de los días. Incluso puede revestir la complejidad de un proceso
patológico largo y doloroso, que acabará hartando a quiénes nos rodean,
haciendo que tanto ellos como nosotros estemos deseando su conclusión para dejar
de sufrir. Cualquiera de estas conjeturas, y otras posibles, pasan por una mente
aguijoneada circunstancialmente por episodios como los que mencionaba, que
motivan el reencuentro con una posición tan incómoda como la de sentir que
estás viviendo provisionalmente, casi como de prestado, con un pie aquí y el
otro cerca de allá.
En
esa encrucijada son variadas las actitudes que pueden adoptarse. Unos prefieren
no reparar ni reflexionar sobre semejante asunto, dejándose llevar, como si
nada sucediese. Por un lado, se despreocupan de la salud y abandonan su control
convencidos –al menos aparentemente– de que aquello que tenga que ser será, y
cuando llegue lo que deba llegar, llegará. Conscientes de la proximidad del fin,
deciden echar por el camino del medio y vivir la vida, intentando aprovechar a
su manera cada uno de los minutos, en la medida que sus fuerzas lo permiten.
Otros, más prudentes (o más timoratos, según se mire) prefieren administrar su existencia
con mayor cuidado, multiplicando las atenciones a sus organismos. Ingieren
puntualmente las generosas dosis de pastillas que les recetan los médicos y
concurren a los chequeos y visitas que les prescriben. Creen que lograrán así
vivir el máximo que den de sí las capacidades y potencialidades de sus
organismos. Obviamente, entre ambos extremos, existe una legión mayoritaria de
personas que, según qué circunstancias, están más cerca de lo uno o de lo otro.
En mi caso, no sabría precisar con exactitud el punto en que me encuentro, lo
que equivale a decir que me diluyo en el espacio que delimitan las coordenadas que
inscriben a la mayoritaria legión a que
aludía. A fuer de sincero, confesaré que no soy constante en permanecer en
ningún espacio determinado, al contrario, cada temporada me descubro en lugares
diferentes y, de momento, no me va mal.
A
veces pienso que las distintas maneras con que las personas abordamos la salud
tienen su correlato en otras tantas actitudes vitales. Al menos es la
explicación que encuentro a lo que observo que nos sucede. A veces tenemos
dificultades, o simplemente nos da pereza, emprender proyectos a medio y largo
plazo. En este momento existencial, gentes que no hemos sido cortoplacistas ni nos
ha seducido vivir al día rechazamos hacer planes para un horizonte temporal
dilatado. Pero simultánea y contradictoriamente nos mostramos igualmente reacios
a organizarnos la vida de acuerdo con los clásicos axiomas de la perentoriedad:
carpe diem, tempus fugit… En consecuencia, nos hallamos en una auténtica encrucijada
que nos produce incertidumbre, falta de perspectiva, temor, desorientación,
etc. Seguramente, ello es consecuencia lógica del punto del recorrido en que
nos encontramos, aunque no lo sé a ciencia cierta. Lo que sí tengo claro es que
me gustaría lograr que la constatación de lo limitado de mi trayecto vital me
afectase lo menos posible, que no me coartase los propósitos de emprender proyectos
a medio o largo plazo. No quiero que se me quiebre la ilusión por imaginar que
aquello que inicio acabará siendo una realidad. Quiero que me produzca tanto
disfrute fraguar mis fantasías como materializar mis propósitos. Y en ello
estoy, porque no pienso renunciar a intentar lograrlo. Por una simple razón,
porque es la única manera en que concibo la vida en plenitud: viviendo su infinitud,
aunque se quiebre mañana.
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