martes, 24 de noviembre de 2015

Miguel Lizón.

La mente es un artefacto prodigioso y la memoria una grabadora inimitable. ¡Cuántas veces nos sorprendemos recordando cosas inverosímiles! En cuantas ocasiones nos asombra nuestra capacidad para evocar o soñar escenas y experiencias imposibles (muchas de ellas absolutamente imaginadas), de la misma manera que nos incomoda progresivamente la destreza que vamos adquiriendo imperceptiblemente para desdibujar u olvidar hechos y vivencias pretéritas, sean importantes o simples anécdotas que, inexplicablemente, somos incapaces de rememorar por más que nos esforcemos.

Es lo que me sucede exactamente ahora. Por más que trato de hacer memoria no logro identificar cuando supe del resultado de lo que se llamó el “Concurso del Medio Millón" (de pesetas, obviamente), que ganó un joven “maestro de escuela” –como se conocía entonces a la profesión- cuando corría el año de 1957. Era el 13 de junio, día de San Antonio de Padua, cuatro meses antes de que la gran riada inundase Valencia. Pierdo el curso de mi memoria cuando intento precisar el momento en que conocí la crónica de la proeza que puso colofón al concurso patrocinado por la casa Gallina Blanca, que ganó un conocido personaje al que vi por última vez hace apenas una semana.

Pese a no recordar con exactitud en qué momento tuve conocimiento de la hazaña –es más que seguro que sería al menos una década después de que sucediese- si retengo con nitidez el impacto que me produjo un acontecimiento cuyos ecos resonaron en el país entero. Fue un espacio radiofónico realizado en la plaza de toros de Las Ventas, como merecía la ocasión. La radio, estrella de los medios de comunicación del momento, llevó a la plaza a más de 25.000 espectadores, ávidos de presenciar las faenas que debían protagonizar los dos “espadas” del cartel, cada cual con su tema. Miguel Lizón, de Alicante, lidiando con la biografía de “Joselito el Gallo”; y Ramón Perdiguer,  de Zaragoza, con la de Greta Garbo. El primero obtuvo los máximos trofeos, el segundo no consiguió apéndice alguno porque no respondió a ninguna de las cinco preguntas que se le formularon. Pese a ello, por sus méritos precedentes, obtuvo el premio de consolación consistente en un automóvil Seat 1400, valorado en 250.000 pesetas.

Miguel, actualmente.
Las crónicas dijeron que eran las 19:30 y la plaza estaba abarrotada por un público enfervorecido entre el que se mezclaban artistas famosos, miembros de las casas regionales de Aragón, Cataluña y Segovia, junto con grupos folclóricos andaluces y de otras regiones. Las interviús radiofónicas echaban humo, contándose entre los entrevistados actores famosos y toreros de relumbrón, como Rafael Gómez el Gallo, hermano del malogrado Joselito, que se hallaba presente en la efemérides, junto con otros diestros.

Cuando Miguel subió al estrado para enfrentarse a las preguntas que le formularía José Luis Pécker, el comentarista radiofónico del momento, lo hizo con un aplomo fuera de lo común, con la madurez que tienen los toreros cuando se doctoran a ley. Fueron cinco las preguntas múltiples que le hizo el locutor, todas complejas y endiabladas. Respondió las cuatro primeras con presteza y compostura, brindando taurinamente algunas de sus respuestas a parientes y amigos. Cuando llegó el turno de la quinta (ya se sabe que en el toro no hay quinto malo) la presión estaba a punto de reventar la olla. Emoción, tensión y un presentador que le ofrecía al diestro la opción de “hacer caja” y desistir de responderla. Obviamente, Miguel venía a doctorarse y no se arredró. Como torero encastado que era y es, le retó a que le formulara la última y definitiva cuestión que incluía tres aspectos: ¿quien adquirió la cabeza de Bailaor (el toro que acabó con la vida de Joselito), donde fue enviada a disecarse y quién lo hizo? Miguel replicó como lo hacen los toros bravos cuando se enfrentan a los buenos toreros, acudiendo al embroque con presteza, con casta y con nobleza. De modo que tres fueron sus respuestas: Sánchez Mejías, Madrid y Averini. Todas correctas. Había cobrado un estoconazo hasta la bola que le dio las 500.000 pesetas y los abrazos del maestro Rafael Gómez y del crítico taurino Curro Meloja. Premonitoriamente, Miguel había triunfado rotundamente en Las Ventas y se había hecho, definitivamente, un espacio propio en el mundo de los toros.

Las casi seis décadas que siguieron a aquella gesta pueden resumirse en pocas palabras: sabiduría taurina y magisterio de la pluma y de la crítica taurina. En su dilatada trayectoria, Miguel Lizón ha sido un reportero sabio, imaginativo y ameno. Testigo exigente y objetivo de centenares de ferias, corridas y novilladas, en Alicante, en Madrid, en Sevilla o donde se terciase. Periodista sin título pero con personalidad y rigor, que a veces algunos han interpretado erróneamente como ademanes propios de un hombre seco y hosco. Sin embargo, quienes lo conocen saben de su capacidad para recordar, para contar anécdotas y para explicar con claridad los aspectos más técnicos del arte del toreo. Saben que es una persona aficionada a la dialéctica, a la discusión sosegada y civilizada, proclive a los enfoques novedosos y al continuo aprender. Todo ello, y mucho más, le ha convertido en el decano de la prensa taurina alicantina por mérito y derecho propio.

Cuando la semana pasada lo vi discurrir por la avenida de Alfonso El Sabio, con ese paso cansino y cansado que le han dado su octogenaria humanidad y su pesarosa osamenta, no pude sino recordar vivísimamente a aquel muchacho brillante que, con apenas veintitrés abriles, triunfó rotundamente en Las Ventas para seguir haciéndolo en todas las plazas del planeta taurino.

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