La
mente es un artefacto prodigioso y la memoria una grabadora inimitable. ¡Cuántas
veces nos sorprendemos recordando cosas inverosímiles! En cuantas ocasiones nos
asombra nuestra capacidad para evocar o soñar escenas y experiencias imposibles
(muchas de ellas absolutamente imaginadas), de la misma manera que nos incomoda
progresivamente la destreza que vamos adquiriendo imperceptiblemente para desdibujar u olvidar
hechos y vivencias pretéritas, sean importantes o simples anécdotas que,
inexplicablemente, somos incapaces de rememorar por más que nos esforcemos.
Es
lo que me sucede exactamente ahora. Por más que trato de hacer memoria no logro
identificar cuando supe del resultado de lo que se llamó el “Concurso del Medio
Millón" (de pesetas, obviamente), que ganó un joven “maestro de escuela”
–como se conocía entonces a la profesión- cuando corría el año de 1957. Era el
13 de junio, día de San Antonio de Padua, cuatro meses antes de que la gran
riada inundase Valencia. Pierdo el curso de mi memoria cuando intento precisar
el momento en que conocí la crónica de la proeza que puso colofón al concurso patrocinado
por la casa Gallina Blanca, que ganó
un conocido personaje al que vi por última vez hace apenas una semana.
Pese
a no recordar con exactitud en qué momento tuve conocimiento de la hazaña –es
más que seguro que sería al menos una década después de que sucediese- si retengo con
nitidez el impacto que me produjo un acontecimiento cuyos ecos resonaron en el
país entero. Fue un espacio radiofónico realizado en la plaza de toros de Las Ventas,
como merecía la ocasión. La radio, estrella de los medios de comunicación del
momento, llevó a la plaza a más de 25.000 espectadores, ávidos de presenciar
las faenas que debían protagonizar los dos “espadas” del cartel, cada cual con
su tema. Miguel Lizón, de Alicante, lidiando con la biografía de “Joselito el Gallo”;
y Ramón Perdiguer, de Zaragoza, con la
de Greta Garbo. El primero obtuvo los máximos trofeos, el segundo no consiguió apéndice
alguno porque no respondió a ninguna de las cinco preguntas que se le
formularon. Pese a ello, por sus méritos precedentes, obtuvo el premio de consolación consistente en un
automóvil Seat 1400, valorado en
250.000 pesetas.
Miguel, actualmente. |
Las
crónicas dijeron que eran las 19:30 y la plaza estaba abarrotada por
un público enfervorecido entre el que se mezclaban artistas famosos, miembros
de las casas regionales de Aragón, Cataluña y Segovia, junto con grupos
folclóricos andaluces y de otras regiones. Las interviús radiofónicas echaban
humo, contándose entre los entrevistados actores famosos y toreros de relumbrón,
como Rafael Gómez el Gallo, hermano del malogrado Joselito, que se hallaba
presente en la efemérides, junto con otros diestros.
Cuando
Miguel subió al estrado para enfrentarse a las preguntas que le formularía José
Luis Pécker, el comentarista radiofónico del momento, lo hizo con un aplomo
fuera de lo común, con la madurez que tienen los toreros cuando se doctoran a
ley. Fueron cinco las preguntas múltiples que le hizo el locutor, todas complejas
y endiabladas. Respondió las cuatro primeras con presteza y compostura,
brindando taurinamente algunas de sus respuestas a parientes y amigos. Cuando llegó
el turno de la quinta (ya se sabe que en el toro no hay quinto malo) la presión
estaba a punto de reventar la olla. Emoción, tensión y un presentador que le
ofrecía al diestro la opción de “hacer caja” y desistir de responderla. Obviamente,
Miguel venía a doctorarse y no se arredró. Como torero encastado que era y es, le
retó a que le formulara la última y definitiva cuestión que incluía tres
aspectos: ¿quien adquirió la cabeza de Bailaor
(el toro que acabó con la vida de Joselito), donde fue enviada a disecarse
y quién lo hizo? Miguel replicó como lo hacen los toros bravos cuando se
enfrentan a los buenos toreros, acudiendo al embroque con presteza, con casta y
con nobleza. De modo que tres fueron sus respuestas: Sánchez Mejías, Madrid y
Averini. Todas correctas. Había cobrado un estoconazo hasta la bola que le dio
las 500.000 pesetas y los abrazos del maestro Rafael Gómez y del crítico
taurino Curro Meloja. Premonitoriamente, Miguel había triunfado rotundamente en Las Ventas y se había hecho, definitivamente, un espacio propio en el mundo de
los toros.
Las
casi seis décadas que siguieron a aquella gesta pueden resumirse en pocas
palabras: sabiduría taurina y magisterio de la pluma y de la crítica taurina.
En su dilatada trayectoria, Miguel Lizón ha sido un reportero sabio,
imaginativo y ameno. Testigo exigente y objetivo de centenares de ferias, corridas
y novilladas, en Alicante, en Madrid, en
Sevilla o donde se terciase. Periodista sin título pero con personalidad y
rigor, que a veces algunos han interpretado erróneamente como ademanes propios
de un hombre seco y hosco. Sin embargo, quienes lo conocen saben de su
capacidad para recordar, para contar anécdotas y para explicar con claridad los
aspectos más técnicos del arte del toreo. Saben que es una persona aficionada a la dialéctica, a la discusión sosegada y civilizada, proclive a los enfoques
novedosos y al continuo aprender. Todo ello, y mucho más, le ha convertido en
el decano de la prensa taurina alicantina por mérito y derecho propio.
Cuando
la semana pasada lo vi discurrir por la avenida de Alfonso El Sabio, con ese
paso cansino y cansado que le han dado su octogenaria humanidad y su pesarosa
osamenta, no pude sino recordar vivísimamente a aquel muchacho brillante que, con
apenas veintitrés abriles, triunfó rotundamente en Las Ventas para seguir haciéndolo
en todas las plazas del planeta taurino.
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