domingo, 29 de noviembre de 2015

Del necesario fin del silencio.

Vivimos en el miedo. Decenas de miedos marcan el sino de nuestras opiniones, de nuestras decisiones, de nuestras acciones, de nuestras vidas, en suma. Desde hace muchos años –diría que casi desde siempre- una auténtica oleada de miedos y temores nos embargan a todos. Tenemos miedo al fracaso, a la soledad y a la muerte. Tememos la pobreza y la marginación. Nos aterran las enfermedades, la inseguridad y la exclusión. Temblamos frente a los delincuentes y frente a la amenaza de que nos aprisionen, como tememos a los extraños o a perder el trabajo, la pensión o la vivienda. Tenemos miedo a casi todo. Un temor que a menudo se asienta en el desconocimiento de las personas, las acciones o los objetos que lo generan; y también en nuestra ineptitud para enfrentarlo. No hay duda de que el miedo se incrementa de manera proporcional al desconocimiento del sujeto u objeto temidos y a la incompetencia o la impotencia que se posee para afrontarlo.

Esto lo saben bien los gobernantes desde siempre. Por eso, el miedo ha sido y es un mecanismo que utilizan habitualmente para lograr el control social. Y no solo ello, en muchas ocasiones ha sido –y sigue siéndolo- un elemento que legitima la violencia legalmente instituida  e institucionalmente organizada. Hoy, el terrorismo internacional o doméstico, las epidemias y pandemias, los atracos, los robos y otros incontables móviles son las fuentes del miedo ciudadano, que alimenta las diferentes esferas del poder y justifica la existencia de las fuerzas armadas y policiales, y de las estructuras represivas con que cuentan los estados.

Anteayer vi de nuevo la mirada del miedo. No del miedo común, al que me refería, sino de un miedo vetusto y añejo. En este caso, lo percibí en una mirada que dejaba ver en el fondo de los ojos de aquella venerable persona. Allí encontré otra vez el viejo temor y la prevención que no ha conseguido disipar el paso de los años. Anteayer vi la mirada vidriosa, por emotiva, de una mujer enérgica, capaz, trabajadora, estudiosa y prestigiada: Blanca Gómez Martínez, hija de Eliseo Gómez Serrano, un extraordinario profesor que enseñó en la Escuela Normal de Alicante desde 1915 hasta su fusilamiento en mayo de 1939, que dejó una imborrable huella en sus discípulos por su dedicación, por la calidad de sus enseñanzas y por su ejemplo personal. Un hombre brillante, estudioso y comprometido con su tiempo y su profesión. Un ciudadano que tuvo una innegable proyección pública como concejal del Ayuntamiento de Alicante y como diputado a Cortes, que hizo plenamente compatible y coherente con su práctica profesional entusiasta y comprometida con los principios de la nueva política educativa que inspiró el proyecto republicano para intentar compensar el secular atraso que arrasaba el país.

Blanca Gómez y Sofo en la Lonja.
Eliseo Gómez abrazó sin ambages, con enorme convicción y dedicación, el vanguardismo pedagógico de su época, que abogaba por una educación comprensiva y democrática. Optó sin ambigüedades por la ruptura pedagógica, por acabar con el monopolio educativo de la Iglesia y por implantar una escuela única, activa, pública y laica. Un vanguardismo pedagógico asentado en la convicción de que los mejores momentos de las sociedades contemporáneas –particularmente en Europa– fueron siempre periodos republicanos. Como había sucedido en la Antigüedad clásica. Fue Platón quien estableció los principios de la educación pública en su República, el pionero en entender el carácter reproductor de la educación y el primero en deducir que la educación actúa como el principal elemento perpetuador de determinados valores e intereses sociales. A partir de él, la educación se instituyó inequívocamente como una de las tareas primordiales del Estado. Eliseo aprendió y se convenció de estas cosas en sus años de estancia en la Residencia de Estudiantes, de Madrid. Desde entonces, aún antes de estrenar su profesión, no dejó de creer en ellas y trabajar para hacerlas realidad participando en actividades pedagógicas en contacto con la naturaleza, colaborando en revistas, impartiendo conferencias, realizando colonias escolares, impulsando los museos pedagógicos…

Doña Blanca, tan nonagenaria como ágil de cuerpo y espíritu, acudió a la Lonja siguiendo la estela del proyecto que con tanta pasión defendió su padre. La Exposición 100 Artistas Solidarios. Arte y Democracia no es sino el enésimo esfuerzo por reivindicar los valores republicanos que tan convencidamente practicó y enseñó su padre, D. Eliseo, a quién ofrecieron la posibilidad de huir de España cuando finalizaba la Guerra Civil y decidió quedarse porque no había cometido delito alguno y, en consecuencia, creía que nada debía temer de una justicia que fuera tal. Lamentablemente se equivocó, como tantos otros. Fue detenido, sometido a un consejo de guerra sumarísimo, condenado a muerte y fusilado en la madrugada del 5 de mayo de 1939, junto a otros nueve conciudadanos, tan inocentes como él.

Blanca y las miles de familias que, como la suya, sufrieron la injustísima pérdida de sus seres queridos, que padecieron después la ignominia, el ninguneo y el rechazo explícito de sus conciudadanos, la negación de sus más elementales derechos, la vileza y la ruindad que es capaz de exhibir la condición humana cuando es presa de un miedo tan insuperable y fundado como el que secuestró a los perdedores de la Guerra, merecen que no olvidemos a los suyos. Merecen que los recordemos con vehemencia, como se recuerda a las personas de bien. Y que exijamos el reconocimiento del conjunto de la sociedad a todos ellos, para dignificarlos como merecen, como personas y como ciudadanos comprometidos con la legitimidad y la legalidad de su tiempo.

Eliseo Gómez Serrano y las decenas de miles de nuestros compatriotas, cuyos esqueletos todavía pueblan las cunetas y los barrancos, las vallas y hasta las puertas de los cementerios, no pueden seguir donde están, ni ser un minuto más los grandes olvidados de la reciente historia de este país. Porque ya pasó el tiempo del miedo y de los silencios, del silencio de los muertos y de sus familiares; de los silencios de los prisioneros y los depurados, de los miedos y los silencios de todos. Nada los justifica ya.

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